La Jornada Semanal,   domingo 13 de julio del 2003        núm. 436
Entrevista con Juan Villoro sobre
Augusto Monterroso

An Van Hecke

-Usted fue alumno del taller literario de Monterroso. Su obra es por supuesto muy distinta en cuanto a temática, estilo... ¿En qué sentido se considera su discípulo?

–No estuve en el taller que Monterroso dio en la UNAM. Fui a ese taller y Monterroso ya había renunciado porque consideraba que había demasiada población flotante. Había muchos turistas del cuento. De repente llegaban veinte alumnos, a veces treinta, a veces quince. No podía tener un grupo definido para trabajar. Entonces formó un taller muy pequeño en la Capilla Alfonsina, la biblioteca de Alfonso Reyes. Es un lugar muy importante y al mismo tiempo muy distinto de Augusto Monterroso. [...] Estábamos rodeados de libros. Cuando Monterroso requería del apoyo de algún autor clásico, no le costaba ningún trabajo encontrar el libro y la cita perfecta y a la mano. Así funcionó este taller durante varios años hasta que las autoridades del Instituto Nacional de Bellas Artes consideraron que era demasiado elitista tener un taller con sólo tres alumnos; era casi como una experiencia renacentista: un maestro que recibía tres alumnos y estaba con ellos un año. Recibíamos una beca por estar ahí, y al mismo tiempo teníamos que concursar para entrar, había que aplicar, yo apliqué tres años y al tercer año pude entrar. Era muy riguroso. Ya el hecho de estar ahí era un premio, y estar con Monterroso de esa manera y con esa atención que nos podía dar, era magnífico. Es una de las mejores maneras como se puede establecer el contacto entre un maestro y un discípulo. Ahora bien, ¿en qué influía en sus alumnos? Creo que la principal característica de Monterroso como maestro es el sentido del rigor. Es una persona muy afable, con un gran sentido del humor, muy buen amigo. Tiene un extraordinario don de gentes y cualquier reunión puede alegrarla. Pero como maestro es extraordinariamente severo. Nunca pensaba en hacerse el simpático y caerles bien a sus alumnos, sino en demostrarles los infinitos errores que tenían. No era un maestro que te estuviera apoyando y que te dijera: "Mira, tú tienes posibilidades, vas a salir adelante, esto está bien, síguete por aquí." Para nada. Era muy contundente para los infinitos errores que teníamos. Trabajaba los textos en detalle. Como éramos tres, podíamos llevar incluso tres o cuatro versiones del mismo texto. Porque las intuiciones de un maestro en un taller sólo se prueban en la corrección. Él puede decir: "Yo siento que esto mejoraría de tal manera." Pero, una vez corregido el texto, ahí se ve si ese era el camino o no era el camino. También con los comentarios de los otros alumnos. En ese sentido, tenía una gran devoción por los detalles, incluso los que involucran los defectos. Por decir algo, él nos decía que no hay nada más difícil de conseguir en la literatura que la apariencia de naturalidad, o sea, una obra que parece muy natural es algo muchas veces muy trabajado. Para que una obra parezca natural, en ocasiones hay incluso que poner a propósito cierto defecto: una repetición de palabras que alguien no hubiera repetido, una coma un poquito descolocada, alguna sensación de que ahí hay algo espontáneo, que no parezca tan pulido y tan trabajado. Claro, es muy difícil calcular todo eso. Entonces, siendo Monterroso un gran estilista, creo que nos forjaba a nosotros, nos daba un muy claro sentido del estilo literario. Porque el estilo literario significa decir lo mismo que se dice en el lenguaje común, pero de otro modo, con una voluntad de cambiar las cosas, utilizar el lenguaje que utilizamos en este diálogo, pero con una intencionalidad distinta. Ahora bien, un buen estilo no se nota tanto. ¿Cómo lograr que haya una intencionalidad y que esa intencionalidad no sea forzada, artificiosa? Claro, la gran lección para los hispanohablantes del siglo xx fue Borges. Monterroso siempre contaba la anécdota, y luego lo ha escrito, que al leer a Borges por primera vez, fue como si viera a un muerto que hubiera salido de la tumba, porque el español le parecía ya sepultado en las páginas de muchos autores y de repente revivía de una manera increíble. Entonces, ese sentido del estilo, creo que nos lo inculcó a los alumnos y claro, todos hemos escrito de una manera muy distinta, y en parte, creo que por eso él es un buen maestro porque dejaba que cada quien siguiera sus intuiciones. No trataba de que estuviéramos siempre escribiendo fábulas o cuentos muy breves.

–¿Se podría hablar de una escuela monterrosiana?

–No veo que haya una escuela, sino una gran admiración por su obra. Cada uno de nosotros trató de obtener herramientas de trabajo. Fue una generación muy influida por Monterroso, pero hay muy buenos escritores de mi generación que no estuvieron con él. Muchos. Creo que con Monterroso, más que nada es el aprendizaje de un rigor literario, de un sentido crítico ante el texto. Todos llegábamos con la vanidad de los jóvenes escritores, pensando que teníamos cosas muy importantes que decir, grandes temas que transmitir, que íbamos a escribir un cuento y con eso iba a cambiar la política de México, y los indios se iban a liberar, y la clase obrera iba a ir al paraíso. Muy idealista, pero también con una concepción casi mesiánica de la literatura. Un papel del escritor –porque eso también ha sido algo muy latinoamericano– como caudillo con este papel protagónico en la vida social. Y Monterroso nos dio un baño de escepticismo, un bajón, a todas estas aspiraciones un poco locas que teníamos y nos dijo que la literatura es mucho más simple y mucho más complicada. Mucho más simple, en el sentido de que ni involucra ni tantos grandes temas, ni tantas grandes ideas, ni ideologías ni afanes de cambiar el mundo. No es eso. Es mucho más sencilla. Está hecha de un material mucho más pobre, pero al mismo tiempo, ese material, trabajarlo bien y dominarlo, es difícil. Muchos de los alumnos llegaban al taller y dejaban de escribir, porque se daban cuenta de que lo que ellos querían era ser cineastas o periodistas o sociólogos. Querían utilizar sus mensajes en los medios de comunicación o la academia o en otras cosas, y no estaban involucrados con el largo trabajo de escribir una buena frase. En ese sentido, el trabajo de miniatura de Monterroso, creo que lo tenemos sus discípulos al menos en la textura de lo que escribimos. Aunque escribamos novelas muy largas, hay una textura del lenguaje que en buena medida proviene de Monterroso. Por supuesto, lo que uno quiere hacer, lo puede hacer, también.

EL ALEPH

–La imagen del Aleph me parece fundamental, no sólo por el texto de Monterroso sobre "El aleph de arcilla", sino como posible imagen para describir su obra entera.

–Justamente es esta idea. ¿Qué hay en el Aleph? Cuando empieza a escribir Borges "Vi…", esta descripción heteróclita, como él la llama, es la descripción del universo. Describe ese universo. Dice: "Vi un universo… vi un laberinto roto (era Londres)… vi caballos de crin arremolinada… vi las multitudes de América… vi la delicada osatura de una mano… vi una quinta en Adrogué…" ¿Qué está describiendo? Está describiendo el mundo, seleccionando arbitrariamente de la infinita variedad de cosas; pero en esa arbitrariedad está la vida y la mente de esa persona, su relación con Beatriz Viterbo, la casa que para él significa algo, una ciudad que le dice algo. Es un universo que nunca va a poder ser descrito por los hombres, tal y como sólo lo pueden concebir los hombres, de manera fragmentaria. El misterio es que en esos fragmentos, que son finitos, nos da una sensación del infinito. La imagen heteróclita, tiene que ver con eso. Si fuera una enumeración de lógica, por ejemplo, tendría que hacer un inventario de todo lo que es el mundo; tendría que empezar a describir los volcanes, las serranías, los montes... ¿Qué es lo que él hace? Una descripción totalmente arbitraria de cosas finitas, seleccionadas, que al mismo tiempo dan una sensación del infinito. Es lo que hace Monterroso. Sabe que no puede ver el mundo en su conjunto, no puede ver la Ciudad de México en su conjunto, no puede ver la historia de la humanidad en su conjunto… Lo único que puede ver es un fragmento. Este fragmento no quiere decir: "Esto es lo único que hay." Hay otros mundos, pero están en éste. ¿En qué medida? Yo escribo sabiendo que lo que hago tiene un reflejo de una inmensidad que me excede. Por eso creo que las brevedades de Monterroso son muy intensas, porque son múltiples. No es un mundo cerrado sino uno muy rico, no menos dramático que el de un novelista que escribe ochocientas páginas, pero él sabe restringir su mirada para hacerla, digamos, breve pero muy pequeña. Ahí por ejemplo con el Aleph, es un poco como trabajaría Borges, que es un miniaturista, el tema del infinito.

–Siendo mexicano, ¿cómo considera usted la posición de Monterroso entre dos literaturas: la guatemalteca y la mexicana?

–Creo que para conveniencia de la literatura mexicana, conviene considerarlo como parte de nuestra literatura, entre otras cosas, porque las fronteras literarias son mucho más flexibles que las de los agentes de migración. Un escritor que ha hecho toda su obra en México, que está entre nosotros, pues sería una injusticia no considerarlo como mexicano. Por otra parte, Guatemala y México comparten aspectos muy próximos. Realmente son culturas muy cercanas, especialmente el sur de México: el elemento maya, el mestizaje, la religión católica, gobiernos autoritarios, cacicazgos, terremotos, una geografía muy parecida, acento… durante mucho tiempo formaron parte de la misma región, de modo que sería muy extravagante separar a Monterroso de la literatura mexicana, o incluso separar a la literatura guatemalteca de lo que escribe Monterroso. No creo en una distinción nacional de las literaturas, y además en este caso sería de un rigorismo nacionalista muy fuerte, porque no es un autor venido de Australia.

–¿Hasta qué punto cree que su exilio ha marcado su obra?

–Eso sí es muy importante. Es un golpe de desarraigo muy grande y a Monterroso le afectó muchísimo, y en ese sentido, México es una segunda patria que él va haciendo tan suya que se convierte en su Guatemala, que además como hay estos vasos comunicantes entre México y Guatemala, tampoco le costó tanto trabajo. Hay que tomar en cuenta que Monterroso padeció este desplazamiento, esta pérdida del centro y fue durante mucho tiempo un escritor escindido de su circunstancia, con problemas para sobrevivir, problemas concretos de supervivencia, y además la decepción brutal por el lado de la pérdida de la democracia en Guatemala… todo esto fue muy importante para su literatura. Incluso, por vía indirecta, es decir, no necesariamente escribiéndolo. A él nunca le ha gustado tocar temas que estén prestigiados de antemano, es decir los grandes temas, como el exilio, la guerra civil, los golpes de Estado... Digamos, respecto al espacio, el exilio significa descentrarse, es la pérdida del centro, y creo que lo favoreció… creo que todo escritor de alguna manera es un escritor escindido de su circunstancia, en cualquier realidad. El escritor está escindido de su lugar práctico, por así decirlo, de extranjería moral; es una extranjería en el sentido de Camus, no de los papeles. Ve su realidad con otros ojos, como si fuera la ciudad que él descubre por vez primera. No podría escribir exclusivamente con valores entendidos como el habitante común de esa ciudad; no, el escritor tiene que ver las cosas desde una distancia, que lo distinga, y esto lo convierte muchas veces en alguien escindido de su circunstancia. El exilio agudiza esta condición y la vuelve problemática, porque una cosa es tener la mirada voluntariamente separada del entorno para verlo mejor, una cosa es tener esa estética de la distancia, y otra cosa es estar forzado a ver las cosas desde lejos en circunstancias muy adversas. Entonces, el exilio es un desplazamiento forzoso y traumático, que puede ser aniquilador para un escritor. Creo que Monterroso parte de la mirada, atisba un poco sobre la barda de manera furtiva los jardines ajenos, como niño travieso que va viendo esta realidad. Él tuvo que hacer un trabajo muy fuerte, creo, en lo personal, para que su exilio le sirviera para esta causa, es decir, para que le ayudara a ver el mundo con esta mirada tan original que tiene. Por supuesto que su exilio ha enriquecido su obra. Es como todo: Lo que no te mata, te fortalece. Es como la guerra para los escritores.

–Se ha calificado la obra de Monterroso como posmoderna. El término es, como sabemos, bastante problemático. Tampoco podemos situar a Monterroso dentro del boom de la novela latinoamericana. ¿Dónde se le podrá ubicar dentro de las corrientes de la literatura latinoamericana y universal?

–Yo tengo una postura sobre esto bastante personal. No creo que existan las literaturas nacionales y que, digamos, sólo existen como convenciones de la relación. Como decir, vamos a trazar una ruta de navegación y para entendernos mejor, vamos a estudiar a los autores ecuatorianos, o el siglo XIX francés. Y creo que el boom, estudiado en su conjunto desde el punto de vista literario, es un despropósito. Desde el punto de vista de la historia de la literatura nos ayuda a trazar una carta de navegación y saber que en una misma época un grupo de escritores renovaron la literatura. Por supuesto, todos ellos descienden de William Faulkner, entonces hay un inmenso afluente, que es el "río Faulkner", pero más allá de eso, me parece un despropósito estudiar a Cortázar en comparación con Carlos Fuentes, a Donoso en comparación con Onetti, que luego algunos lo metieron tardíamente al boom. Son categorías que sirven para aclararnos las cosas periodísticamente y son como rutas de navegación para los críticos, son útiles. Eran bestsellers de gran calidad que hicieron conocer a América Latina… Creo que el análisis de los autores sólo puede tener que ver con la individualidad de su esfuerzo. Estudiar a un escritor tiene que ver con lo que ese escritor trató de hacer o quiso hacer. La geografía de un escritor no necesariamente se corresponde con su época, no necesariamente se corresponde con el país al que pertenece... La familia de Monterroso es muy variada, y creo que tiene puntos de contacto muy claros con algunos autores, pero no se inscribe en ningún movimiento; creo que todo buen escritor no se inscribe en un movimiento. Todo escritor crea no solamente una obra singular, sino una lectura singular. Es decir, todo buen escritor demanda ser leído de manera original, de manera única. Nosotros leemos a Kafka de manera kafkiana, a Nabokov de manera nabokoviana y a Monterroso de manera monterrosiana. Eso me parece muy importante. Yo le veo muchas afinidades con Italo Calvino, con Jorge Luis Borges sin lugar a dudas, con la gran tradición de la fábula por supuesto en el caso de La oveja negra, con la literatura clásica en general, con la española –Quevedo y Cervantes, desde luego–, con la literatura picaresca, paródica e irónica, desde El Lazarillo de Tormes hasta autores que no han sido suficientemente reconocidos como autores picarescos o paródicos, como Ibargüengoitia. Entonces, creo que allá hay una familia de Monterroso. Por otra parte, es muy importante en su obra también el temple moral, es decir, cómo ve el mundo, con un escepticismo parecido al de Montaigne. Creo que él es un gran lector de los escépticos y le debe mucho a Gracián, no solamente por aquello de "lo bueno, si breve, dos veces bueno", sino también a ciertas lecturas que tienen que ver con la ética. Entonces, creo que él ha frecuentado muy provechosamente a Pascal, a Gracián, a Montaigne. Hay mucho de ellos en su obra. Y hay autores que son la síntesis de todo esto, como Shakespeare, que por supuesto, allí está todo: no solamente el título de Lo demás es silencio, sino muchas otras cosas. Creo que allí hay muchos vasos comunicantes de Monterroso, y por eso veo mucha conexión con Montaigne, con Pascal, con Gracián.