Jornada Semanal, domingo 13 de julio  de 2003           núm. 436

CARLOS OLIVA MENDOZA

LA CRUELDAD DE LA REPRESENTACIÓN DEL MUNDO

La exposición Aztecas, que comenzó en noviembre de 2002 en la Royal Academy of Arts en la ciudad de Londres –donde fue visitada por más de medio millón de personas y según datos oficiales es una de las diez mejores exhibiciones presentadas en Europa en los últimos cien años–, se encuentra actualmente en el palacio Martin-Gropius Bau de Berlín. Se trasladará, posteriormente, a Bonn, después a Roma y finalizará su trayecto en el museo Guggenheim de Nueva York. Las piezas regresarán, entonces, a México, Alemania, Inglaterra, Estado Unidos, Portugal, España, Francia, Suiza, Austria, Italia, Dinamarca y Rusia, donde se encuentran algunas de las más importantes sesenta y cuatro instituciones que las prestaron.

La pregunta es: ¿por qué no se contempló como prioridad y principio fundamental el traslado de la misma a México? Las respuestas son múltiples, pero hay una ineludible: el gobierno mexicano antepuso, de manera pragmática, su contribución estética en el armonioso concierto mundial, a las serias interrogantes sobre el derecho de que las invaluables piezas mexicanas deben permanecer en territorio nacional, como parte de un pasado y una tradición intransferible y ajena a las reglas del mercado que prevalecieron durante los cinco siglos en que fueron adquiridas o, en la mayoría de los casos, saqueadas del país.

También hay que preguntarse si por esta razón una de las piezas más importantes del arte mesoamericano, el penacho de Moctezuma, no fue prestado por el gobierno austriaco. Es probable que ellos hayan antepuesto el resguardo de su tesoro robado a la pomposa celebración internacional de una serie de culturas que aún luchan por el reconocimiento de sus derechos particulares.

Algunas de las obras que no podrán ser observadas en su país de origen de manera conjunta y que sólo quedarán registradas en los catálogos y libros conmemorativos son las figuras de terracota, recientemente encontradas en el Templo Mayor, del Hombre Águila y de Mictlantecuhtli; varias representaciones de Quetzalcoatl; la bellísima y compleja escultura del Mono embarazado bailando; las vasijas con imágenes de Tláloc, Xilonen, Napatecuhtli y Xilonen; los códices Mendoza y Cospi; diversas máscaras de Jade (entre las que destaca la de Tezcatlipoca, resguardada por el Museo Británico); soberbias representaciones de Ehecatl-Quetzalcóatl, Xipe-Totec, Xiuhtecuhtli-Huitzilopochtli y la Coatlicue.

La curación de la muestra en Londres, a cargo de Eduardo Matos Moctezuma, Felipe Solís Olguín y Adrian Locke, guardó una agradable y agradecible sobriedad en todas las salas, hasta que en la número diez se desborda ese ímpetu de la nueva museografía hollywoodense que intenta recrear los espacios originales de producción de la obra. Fue chocante la mala imitación de espacios piramidales que intenta especular en torno a los vértices del Templo Mayor. No obstante, la falta de gusto en el montaje está opacada por el poder de la estética azteca que se levantó en esa inmensa sala.

La monumentalidad de las piezas albergadas en la sala diez y su fuerza cósmica (en especial la escultura de la transfiguración humana y animal, las divinidades, los chacmoles y las vasijas adornadas), enfrenta al espectador con una experiencia estética radical.

En la sala anterior vi algunos gestos de repulsión de los espectadores al leer sobre el "barbarismo" azteca, ejemplificado de manera supina en su tendencia a los sacrificios humanos y en la exquisiteces dedicadas a la forma de matar, recolectar sangre, ofrendar los órganos vitales, preparar las armas y hacer coincidir las fechas del cielo, la tierra, el agua y el sol con la muerte que permitiría la permanencia del movimiento entre lo vivo y lo muerto. Esta repulsión queda atrás ante la magnificencia desplegada por la cosmovisión mesoamericana que representan los aztecas.

Los espectadores se ven enfrentados a una experiencia monstruosa e inmensa que no se resuelve, como sucede en las estéticas occidentales, en una experiencia sublime. El arte azteca, y en general el arte mesoamericano, no desarrolla esta postura ante la vida. No hay un ser humano enfrentando la inmensidad y venciéndola con su voluntad y razón. Es deslumbrante la ironía, la alegría grotesca, la crueldad sin solución que permanece en la grandiosa poética mexicana. La vida es muerte y la muerte, siendo destrucción total y padecimiento infinito, es vida.

De las entradas que los curadores de la muestra han escrito o seleccionado, habrá que destacar que en ellas se empieza a difundir y decantar una nueva mirada sobre la estética azteca, que debe de alcanzar a todo el arte mesoamericano. En los textos se dibuja la posibilidad de una historia del arte que, marcando diferencias con la idea occidental del mismo, empiece a esclarecer las tendencias históricas, tradiciones, rupturas y revoluciones que el arte de la región desarrolló antes de la colonización española, así como las estrategias de supervivencia al interior de la conquista y en la actualidad.

La comprensión cabal del arte azteca será una pieza fundamental en la formación de una idea, compleja e importantísima, de la estética de la comunidad azteca y del estremecedor hecho de intentar representar esta figura del cosmos, de la divinidad y del ser humano que existió en el mundo antiguo y que continúa modificando el eco de nuestra interpretación del arte.