La Jornada Semanal,   domingo 13 de julio del 2003        núm. 436
Marco Antonio Campos

Recuerdos para el 
recuerdo de Monterroso

La obra de Augusto Monterroso se une a su persona y a su honestidad política e intelectual para entregarnos la imagen de un escritor comprometido con la literatura y con las mejores causas de la humanidad. Un texto de Marco Antonio Campos y una entrevista de An Van Hecke a Juan Villoro documentan nuestro homenaje al escritor que todavía sigue aquí. Publicamos, además, un ensayo de Guillermo Samperio sobre Hawthorne, los comentarios de Angélica Abelleyra en torno al land art, la obra de arte público e ingeniería civil que es el fenómeno artístico peruano conocido como “cuando la fe mueve montañas”. Cerramos con un texto de Agustín Sánchez en el cual se estudia la obra de varias moneras mexicanas. Nuestro colaborador abunda sobre lo diferente de la caricatura hecha por mujeres y alaba la mirada femenina, el “lápiz cargado de ironía, de belleza, de incertidumbre, de dudas, de críticas y, sobre todo, de una visión distinta de la vida”.

A Bárbara Jacobs
Foto: Heriberto Rodríguez/ archvio La JornadaNunca lo vi muy seguido pero la relación por cosa de treinta años, pese a la diferencia de edades, fue de gran cordialidad. En estas páginas quisiera recordar algunos momentos significativos de esa buena relación.

Creo que empecé a tratarlo a fines de 1972. Mis amigos Luis Chumacero, Bernardo Ruiz y yo solíamos conversar con él en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Por ese entonces él trabajaba en la Coordinación de Humanidades con el poeta Rubén Bonifaz Nuño. Pese a haber publicado por ese entonces dos pequeñas obras magistrales, La oveja negra y Movimiento perpetuo, estaba lejos de toda pretensión o presunción. Él oía con curiosidad las opiniones sobre sus libros de aquellos jóvenes, que tal vez no fueran lectores penetrantes, pero al menos leían mucho. 

En mayo de ese 1972 me otorgaron en la Librería Universitaria de Insurgentes, ya desaparecida, el premio Diana Moreno Toscano que se daba entonces a la llamada promesa literaria. Asistió Monterroso. En años anteriores lo habían ganado, si mal no recuerdo, Elsa Cross, Victor Manuel Toledo, Héctor Manjarrez y David Huerta. Uno de los jurados permanentes del premio era Rubén Bonifaz Nuño. En ese 1972 Monterroso me comentó que Bonifaz le había pedido sustituirlo como jurado porque éste no se hallaba ese año al tanto de lo escrito por los jóvenes; Monterroso me dijo meses más tarde que votó por mí. 

En 1974 Óscar Oliva, quien dirigía Literatura del inba, creó los talleres de poesía, narrativa y ensayo. En cada taller había tres becarios. La beca, cobrada mensualmente, duraba un año. El lugar de reunión era la Capilla Alfonsina y había una sesión por semana. El de poesía lo coordinaba Hernán Lavín Cerda, el de ensayo Jaime Labastida, y el de narrativa Monterroso; los primeros becarios de narrativa fueron Guillermo Samperio, Bernardo Ruiz y Luis Chumacero. Quienes conozcan a los cuatro podrán imaginar que lo que sobraba de parte del coordinador del taller y de los becarios en aquellas sesiones eran los relámpagos epigramáticos y las ganas de pasársela bien. Algunas veces me aparecí por la Capilla. Allí conocí a Samperio y desde entonces empezamos una amistad que ha crecido como un gran árbol. Monterroso, quien siempre me tuvo mucha paciencia, soportaba mis ínfulas de muchacho leído y permitía que, con cierta suficiencia, hiciera observaciones a los textos ajenos. 

El siguiente año pedí la beca de narrativa y Monterroso y Oliva me la dieron. Estaban también Jesús Luis Benítez (qepd), quien escribía literatura underground, pero quien tenía asimismo un alma purísima y una bondad conmovedora, y un tercero, un joven con muy buenas lecturas, pero de quien no puedo recordar su nombre. Esa es la única beca del Estado mexicano que he tenido en treinta y cinco años y la corté a los dos meses porque se presentó un viaje al exterior. Jamás me la he pasado viendo los folletos del conaculta para ver cuánto puedo vivir gratis en el año, ni menos, como hay casos, de hacer trucos para pedir la beca sobre la beca, ya mexicana o ya extranjera, ni pedirla cuando he sido funcionario cultural. 

Pero esos dos meses con Monterroso fueron claves en mi narrativa. Monterroso estaba muy lejos de ser un maestro complaciente. No le gustaban eso que llamaba mis "fantasías psicológicas", ni creo que le hayan gustado nunca mis cuentos. Sin embargo, en esos meses yo le debo al menos tres cosas que siempre cuidé a la hora de escribir un cuento o una novela: prescindir lo más posible de los adjetivos porque son como piedras en el camino que detienen la fluidez de la narración; de que la narrativa, aun en traducciones (nos leía pasajes de Stevenson, de Kafka y Mann), tiene su propia música; de que las imágenes y las metáforas son terreno de la poesía y no de la prosa. En lo último podemos creer que para él existían altas excepciones que él admiraba y citaba con alguna frecuencia: El Quijote, Cien años de soledad, los cuentos de Cortázar. Quizá el Quijote fue su libro representativo por excelencia.

En 1976 entré a dar clases de literatura en la Universidad Iberoamericana. Desde entonces en muchos cursos, en México o en el extranjero, utilicé las fábulas de La oveja negra y ese libro múltiple e imaginativo que es Movimiento perpetuo como ejemplos de una escritura límpida y de una sencillez engañosa que no oculta la perfección. Ante todo Monterroso fue un maestro de la fábula y del ensayo corto: en la primera, siguiendo la tradición de Swift y Voltaire, y en la segunda, en la línea de los ingleses del siglo xviii y el xix, como Samuel Johnson, Charles Lamb y Matthew Arnold, que fueron también en alguna vía los grandes modelos de Julio Torri. 

Él apreciaba mi tarea de enseñanza de sus libros. Incluso el año siguiente lo convencí de asistir a mi clase para conversar con los alumnos de literatura. Llegó acompañado, como siempre, de la inteligente y discreta Bárbara. Si alguien tiene algo que decir, pese a timideces o inseguridades, es siempre un placer oírlo. En esa clase, como en sus conversaciones o en sus páginas literarias, Monterroso estuvo lacónico y agudo. 

En ese 1977 le hice una entrevista que recuerdo con una sonrisa. La hicimos en varias sesiones. Yo hacía la pregunta y él escribía directamente en la máquina mecánica. Desde el principio me dijo que la entrevista debíamos hacerla hablándonos de usted; no debía parecer que había demasiada confianza entre el que pregunta y el que responde. 

Para mí eso fue iluminador. En todas las entrevistas que he publicado entrevistador y entrevistado se hablan de usted. Me irritan las entrevistas donde el entrevistador tutea al entrevistado, porque aquél parece querer mostrarle a los lectores que es el gran amigo y que puede igualársele intelectualmente a éste. Me parece que la entrevista no es un género artístico porque depende más de la habilidad que del talento. Lo importante son las respuestas del entrevistado; el entrevistador sólo se prepara bien y guía y edita.

En esas varias sesiones Monterroso me dio la pauta. Recuerdo aún con asombro su rapidez de pensamiento y la claridad de exposición en las respuestas. Lo que escribía de un golpe en la máquina no necesitaba, o mínimamente, enmienda. En cierta parte de aquella entrevista se da entre nosotros una suerte de riña literaria de callejón; eso atrajo la curiosidad de algunos lectores que enfatizaban lo entretenido del pleito; no sabían que estaba calculado y él lo había propuesto. "Nos salió peleonera", me decía al referirse a la entrevista. 

Como Arreola o Borges, Monterroso hablaba como escribía. Un autor no se parece las más de las veces a la imagen que nos hemos hecho de él a través de los años con la lectura de sus libros. Monterroso fue excepción: la sobriedad lúcida y el penetrante humor que hallamos en su escritura se correspondió con su persona y su conversación admirables. Monterroso era el revés de la facundia arreoleana; discreto, mesurado, preciso, sabía escuchar. Si Arreola sentía o veía que no era la figura irradiadora en un acto público o en una clase o taller o en una reunión de amigos, simplemente se retiraba; Monterroso, en cambio, trataba de desvanecerse, de no llamar la atención, de no ser foco de arco.

Monterroso sabía reírse de sí mismo, sobre todo de su exigua estatura, al grado que otros, más o menos de su estatura o más bajitos, como si no se vieran al espejo, hacían chistes de esta supuesta limitación física. Él ya lo había hecho en numerosas ocasiones en la vida diaria, y lo hizo, con ese don de la gracia que las hadas le dieron, en su ensayo "Estatura y poesía", donde escribió que medía, sin empinarse, 1.60, y que desde pequeño le había tocado ser pequeño. Juan Villoro y yo medimos más de 1.80. En la presentación de uno de sus libros en la desaparecida librería de El Ágora quiso fotografiarse con Juan y conmigo en sus flancos. "A cada uno de éstos me los paso por alto", dijo.

En diciembre de 1981 cumplió sesenta años. Desde principios de ese año yo fungía como jefe de departamento de Talleres, Conferencias y Publicaciones Estudiantiles de Difusión Cultural de la unam. Fui a visitarlo a sus oficinas del conacyt en Insurgentes. Le propuse organizarle una serie de mesas redondas como homenaje. Me dijo que aceptaba encantado, pero que él no iría ni participaría en nada. No era agradable llegar a los sesenta años, me dijo. Le insistí que no conocía un solo ensayo sobre su obra; me dijo con pena que así era, en efecto, y qué se le iba a hacer. Quedamos en que mandaría recoger las ponencias y se las haría llegar.

Varias de ellas aparecen en el primer libro de textos sobre su obra, La literatura de Augusto Monterroso, que publicó José María Espinasa en Difusión Cultural de la uam, con un prólogo mío, en 1988. Después bromeábamos diciendo que ese ciclo de homenaje había sido una suerte de punto de arranque para que empezaran a multiplicarse las entrevistas e interpretaciones de su obra, al grado que posiblemente ya haya muchas más páginas sobre su obra que las que contiene su obra, como si la realidad plagiara con este hecho la fábula final de La oveja negra ("El zorro es más sabio") .

Tenía una gran velocidad de respuesta. A principios de los ochenta ocurrió un hecho que le divertía contarlo. Como se sabe, desde joven Monterroso fue hombre de izquierda y mostró desde el principio simpatías por la revolución cubana y luego por la revolución sandinista. En una cena en casa de José Luis Martínez, Octavio Paz lo encaró y le reclamó sus opiniones políticas y condenándolo le dijo:

–Te vas a ir al infierno.

–Sí –repuso Monterroso–, pero con Dante.

Sorprendido, Paz dijo:

–No, con Dante no.

–Entonces con Rimbaud.

Paz, no sabiendo qué responder, se dio media vuelta y prefirió ir a encarar y a reclamarle a Rulfo cuentas pendientes.

Recuerdo también esa anécdota con un poeta de su generación, quien había sido llamado a un puesto medio de la burocracia de Bellas Artes, y que tanto le gusta citar a Rubén Bonifaz Nuño:

–Acepté el puesto porque quiero dejar mi huella –dijo el poeta amigo.

–Mientras no dejes las cuatro –repuso rápidamente Monterroso.

Admirado por críticos como Ángel Rama, Julio Ortega y José Miguel Oviedo, y por narradores como Italo Calvino, Álvaro Mutis y García Márquez, seguido muy de cerca por discípulos dotados como Agustín Monsreal, Guillermo Samperio y Juan Villoro, España, en esa década de los ochenta, lo abrió a la internacionalización. Su fama creció día tras día. Quizá no la esperaba pero no le disgustó tenerla.

En los años ochenta y noventa viajó mucho. Lo veía poco pero siempre estaba interesado en lo que pasaba a los amigos. Lo encontraba en sus presentaciones de libros y en los cumpleaños de Alí Chumacero, y alguna vez, en 1985, con un grupo de amigos compartimos un viaje a Colima para asistir a la entrega del doctorado Honoris causa que le daba la universidad de ese estado a Rubén Bonifaz Nuño.

Él dirigió magníficamente una colección de la Coordinación de Humanidades de la unam (Nuestros Clásicos). Cuando el entonces coordinador Humberto Muñoz me llamó en 1997 a dirigir el Programa Editorial, me encontré con un grupo excepcional de escritores y universitarios dirigiendo las diversas colecciones. Uno de ellos era Monterroso. Al principio, no sé por qué causa, creí que tendría roces con él a la hora de hablar sobre los libros a publicarse. Nada más lejos de la realidad.

En los dos años y medio que trabajamos juntos fue una relación cordialmente creativa donde los mejores títulos tenían la palabra. Cuando propuse a Monterroso y a Bárbara que dieran a la unam una antología de sus textos para la colección Confabuladores, la respuesta fue un inmediato sí, pese a que, como se sabe, él y ella podían haber publicado esa antología en cualquier editorial de gran alcance. Yo recuerdo ese tiempo con ambos como un claro río que transparenta las imágenes. 

En cada libro suyo Monterroso quiso ser distinto. Fue un artífice de la línea y la entrelínea, de la historia debajo de la historia, de eso, de ese algo, que permite al texto guardar su misterio y que hace deleitosa la relectura. Como Arreola o Borges, despojó a la prosa de las impurezas, le quitó la hojarasca, y nos dio textos donde cada línea es imposible de ser sustituida por otra, y como ellos, dio una precisión y una belleza insólitas a la lengua en castellano.

Adiós al escritor de brevedades perfectas, adiós al maestro que en el texto ajeno sabía poner el dedo en la llaga pero daba los medicamentos para la curación, adiós al amigo que nos hizo siempre cordial el ahora, adiós al hombre que nunca utilizó su extraordinario ingenio para disminuir o destruir a los otros.