Jornada Semanal,  13 de julio de 2003         núm. 436

ANA GARCÍA BERGUA

BABELES

Sigo con miedo de subirme al distribuidor de San Antonio, y más al saber que ni su moderno trazo se salva de los embotellamientos que la lluvia causa sin remedio en nuestra ciudad. Si ya de por sí los embotellamientos provocan claustrofobia, pasarlos ahora en las alturas añadirá a la desesperación tentaciones suicidas o ¿quién sabe?, a lo mejor la vista panorámica haga que la gente se baje del coche y entable romances mirando atardeceres ahumados en lo que el tráfico se restablece, como en La autopista del sur, de Cortázar, o si no se restablece nunca, pues ya fundan (ellos, nótese, pues insisto en que mientras pueda evitarlo no me subiré) una ciudad allá arriba, un mundo paralelo a todos los mundos paralelos que conforman esta ciudad. En realidad somos tantos, estamos ya de tal manera acostumbrados a que las aceras y todo esté invadido de automóviles, de ambulantes y de nosotros mismos, que ya casi nadie habla de ello. Lo tomamos con una suerte de chilanga resignación. En todo caso, discutimos si los coches deberán pasar uno al lado del otro o por encima, o por debajo, pero yo creo que ya habrá que ser más radical y lo mismo debería hacerse con las personas en esta ciudad: quizá habrá que proponer a los gobiernos subsecuentes –y los que vengan arriba de ellos en otros pisos– que un segundo piso para transeúntes no nos vendría tampoco nada mal a las personas, e incluso, al haber tantos perros y gatos callejeros, un segundo piso les haría bien, más o menos a la altura de nuestros hombros, y a los ratones uno más pequeño, a la de nuestras rodillas. 

El hecho es que nos hemos acostumbrado a vivir en multitud, a salvar coches estacionados en las aceras y gente manifestándose a mitad de los ejes viales; a saber que es probable que llegaremos tarde a todas partes, o que no llegaremos nunca, que entre nosotros y el lugar al que vamos hay un azar vastísimo, que miles de cosas pueden ocurrir, desde las más folclóricas hasta las verdaderamente trágicas. Hay taxistas que me cuentan que los han asaltado familias con todo y niños, y de los asaltados ya ni digo, es como una ruleta rusa. En medio de la multitud, de aquella realidad que es una especie de juego en el que los demás y lo demás parece reducirse trágicamente a un obstáculo a la supervivencia o a la circulación, inventamos pisos y niveles para pasar por encima. Los más ricos sobrevuelan en helicóptero nudos atestados e infranqueables y los más miserables habitan el poso inundado de las alcantarillas. Igual que en los frescos medievales, estamos empezando a vivir arriba y abajo, en múltiples niveles.

Últimamente he estado leyendo sobre los piratas ingleses, franceses y holandeses, que asolaban las costas de Campeche y Yucatán y que de hecho se posesionaron de la Isla del Carmen en el siglo xvii, más que todo porque ésta se encontraba deshabitada. Merced a ello entablaron una próspera industria de tala del palo de tinte que llevaban a Jamaica y después a Inglaterra. Uno de ellos, el marino y naturalista William Dampier, narra en sus melancólicas memorias las costumbres de estos habitantes que solían ser bastante laboriosos excepto cuando llegaba el barco de Jamaica cargado de ron, o cuando les entraba el ánimo de saquear poblados, y describe la fauna y la flora campechana a la que los piratas dieron curiosos y simpáticos nombres. Mal que bien, hicieron una realidad aparte de la de los indígenas mayas que poblaban la zona y la de los conquistadores españoles que tardaron bastante en expulsarlos. Me llamó mucho la atención porque era como si la existencia de este México de piratas o privateers –que eran algo así como piratas comisionados por sus gobiernos para piratear barcos de gobiernos enemigos– añadiese una dimensión distinta y paralela a la Nueva España de los indígenas y los virreyes, y pensé en cuántas ciudades no habrá en la nuestra así, con las mismas cosas y los mismos animales nombrados de distinto modo por un montón de corsarios llegados de otros lares, peleando por sobrevivir. Después de todo, estos piratas también se perdían en intrincadas selvas, sorteaban toda clase de tormentas e inundaciones, y eran atacados por cantidad de bichos de toda clase. La verdad es que las épocas no cambian tanto.