Jornada Semanal, domingo 6 de julio del 2003                núm. 435

LUIS TOVAR

HOY COMO AYER (II)

Igual que hace medio siglo, el cine mexicano cojea hoy en día de una crónica falta de recursos económicos en virtud de la cual nunca es posible saber qué ni cómo ni cuánto ni cuándo ha de filmarse. Así como desapareció el Banco Nacional Cinematográfico, otras instituciones y mecanismos creados para apoyar aquello que cada vez merece menos el nombre de industria, han ido apareciendo y desapareciendo al ritmo que marcan los cambios de poder. (La actual Secretaría de Hacienda, en pública y declarativa usurpación de funciones estrictamente legislativas, ha sentenciado la inconstitucionalidad del duramente ganado peso en taquilla, contra el cual se han amparado los exhibidores –sin menoscabo de haber subido las tarifas precisamente con ese pretexto–, y que a punto está de convertirse en nada. Así se las gasta el gobierno del "cambio", y todavía habrá quien vote por ellos hoy, hoy, hoy.)

En más de un sentido, 1953 fue un año fecundo, como lo fue de hecho la primera mitad de esa década, tanto en lo que se refiere a la producción cinematográfica en sí, como a los resultados por ella obtenidos. Anote usted datos como los siguientes: hace cincuenta años tuvo lugar la primera coproducción México-Francia, Los orgullosos, que adaptaba el Typhon de Jean-Paul Sartre. Rosaura Revueltas participó en el filme pionero del cine chicano, La sal de la tierra (Salt of the Earth, de Herbert J. Biberman), donde por primera vez esa sociedad hablaba fílmicamente de sí misma, en oposición a las buenas intenciones y discutibles resultados de la mexicana Espaldas mojadas, de Alejandro Galindo –esta cinta, por cierto, marcó un nuevo caso de censura y sólo fue estrenada dos años más tarde. Aunque siguió produciendo, Fernando de Fuentes dirigió su última película: el capítulo mexicano de la coproducción España-Argentina-México Tres citas con el destino. Por su parte, Tehuantepec, de Miguel Contreras Torres, fue la primera cinta mexicana de la que se hicieron versiones en español y en inglés. Emilio "el Indio" Fernández filmó la que para muchos es su última buena película: La red, cinta que, a su vez, fue la primera que se benefició en México de un desnudo femenino (nomás el torso y de a ratitos) y de la cual se hizo, años más tarde, un pésimo remake, fenómeno singular en México; asimismo, ganó un premio en Cannes al año siguiente. Luis Buñuel filmó sus postreras películas en México: Abismos de pasión, es decir, su versión de Cumbres borrascosas, y la muy recordada La ilusión viaja en tranvía, que significó el mejor trabajo de dos estupendos actores: Fernando Soto "Mantequilla" y Lilia Prado. Alfredo B. Crevenna se dio un lujo que nadie parece querer repetir: adaptó Casa de muñecas, de Ibsen. Casi muerto desde finales de los años treinta, el cine de horror resurgió gracias a Chano Ureta y El monstruo resucitado; entonces comenzó también el esplendor del cine de luchadores, al grado que un Tito Guízar en pleno declive hizo de compositor frustrado metido a luchador en Sindicato de telemirones.

El tercer año de la década de los cincuenta fue también el de la producción de una cinta emblemática del cine urbano nacional: la bien conocida Los Fernández de Peralvillo, de Alejandro Galindo, que algo valioso alcanzó a oponer a la miríada de melodramas estereotipadamente edificantes, entre los que destacan Cuando me vaya, de Tito Davison, protagonizado por Libertad Lamarque –esta última, toda una institución de la lágrima de madre justificada, como se sabe–, y Padre nuestro, de Gómez Muriel, en la que Carlos López Moctezuma traicionó la imagen con la que Todo Mundo lo recuerda, al hacer de padre de familia más abnegado que Lamarque y Marga López juntas.

UNA Y OTRA (VEZ)

Hay dos películas que ponen de manifiesto una de las tendencias del cine mexicano más reacias a extinguirse, a saber, la disparidad entre un cine que puede ostentar el membrete "de calidad" –o "de aliento", como se decía entonces– aunque no se lo cuelgue ninguna institución oficial, y otro cine que Todo Mundo ve, promociona y menciona, y que es, a fin de cuentas, el que se lleva los premios, por lo menos los mexicanos. Raíces, debut de un treintañero Benito Alazraki, basada en cuatro cuentos de Francisco Rojas González, es ejemplo de lo primero: sin estrellas, filmada fuera de los estudios, los sindicatos y sus exigencias, es considerada la primera cinta mexicana que hoy llevaría el mote "independiente". Fue bien tratada por la crítica, no le fue mal en taquilla aunque tardó dos años en estrenarse, y ganó el Premio FIPRESCI en Cannes en 1955.

La otra cara de la moneda es El rebozo de soledad, de Roberto Gavaldón: no más que un melodrama más, con Arturo de Córdova de bueno y López Moctezuma –ahora sí– de malo, filmada en 1952 y ganadora, al año siguiente, de nueve Arieles, incluyendo actriz, actor, coactuación, actriz de cuadro, fotografía, música y escenografía. ¿Será signo de algo que ahora parece imposible, que en 1953 se hayan declarado desiertos los premios a mejor película, director, argumento original y adaptación?

Para acabar, al año siguiente, cuando debería haberle correspondido arrasar, Raíces no ganó absolutamente ni un Ariel. ¿Que cincuenta años no es nada?