Jornada Semanal,  domingo 6 de julio  del 2003                 núm. 435
TALISMANES

Uno de los testimonios más elocuentes de que el pasado, incluso el lejano, vive y actúa entre nosotros, es el lenguaje. En el habla cotidiana usamos continuamente expresiones que aluden, por ejemplo, a las espadas, que se dejaron de usar hace más de un siglo: "entre la espada y la pared", "llegó con la espada desenvainada", "con la espada de Damocles sobre la cabeza", "arma de doble filo", son algunas de estas expresiones. Otra prueba de que el pasado está vivito y coleando dentro de la cabeza de cada uno de nosotros son las supersticiones, que asombrosamente se parecen entre sí en todo el mundo y por todos los siglos, como si para ellas no existieran ni el tiempo ni el espacio. ¿Acaso no tiene más de dos mil años el temor a tirar la sal? Hace tiempo me enteré con horror que en Haití, ese país azotado por la pobreza y la corrupción política, los tom tom macoute, esos paramilitares diabólicos a las órdenes del no menos infernal Papá Doc, mataban niños y se untaban con la grasa que sacaban de los cuerpos de sus víctimas, en la creencia de que ese ungüento los ocultaría de sus enemigos y los haría invisibles. Tan invisibles como eran ya los niños muertos. Me espeluzné porque la práctica es criminal, abominable, malvada y porque es muy parecida a la "mano de gloria", de uso muy extendido por toda Europa en la Edad Media, señal para mí de que las ideas crueles y elementales son parte estructural de la humana mente. La dichosa "mano de gloria" era la mano de un ahorcado, preparada Dios sabría cómo y usada como candelabro. Los cinco dedos hacían las veces de cirios y se recomendaba apagarla usando leche. La única "mano de gloria" mejor que la de un criminal era la que se podía hacer con la mano de un niño, o de un feto. Según Frazer –como siempre acudo a La rama dorada–, esta práctica inmunda también se ejercía en México. Dice: "Unos indios de México empleaban con este propósito maléfico el antebrazo izquierdo de una mujer muerta en su primer parto, pero el miembro debía ser robado."

Estos usos feísimos corresponden a la magia que Frazer llama homeopática o imitativa. El principio rector de esta magia es que "lo semejante produce lo semejante", y está presente en el gesto ingenuo que todos hemos hecho cuando le frotamos el brazo a un suertudo y luego nos tocamos a nosotros mismos, diciendo "pásame suerte". Y es inútil, claro. Yo tengo pruebas de orden literario. La primera fue hace años: cuando murió Juan Rulfo, a quien siempre he leído con devoción, yo vivía con un hombre que de pura chiripa se convirtió en heredero de un par de zapatos de don Juan. El casual beneficiario quedó contentísimo, pues él también admira El llano en llamas y Pedro Páramo, y los zapatos de marras le quedaron perfectos, pero no es escritor. Como yo sí, quise saber qué se sentía estar en los zapatos de Juan Rulfo. Un día, cuando el dueño estaba ausente, los rellené de algodón y me paseé por toda la casa con ellos puestos, hasta que me tropecé subiendo la escalera y me hice un moretón en la rodilla. No escribí nada interesante después de usarlos, y mi escritura no mejoró a pesar de mi turulata sesión de magia. Años después, en una biblioteca que parecía la Baticueva, en la universidad norteamericana de Buffalo, mi marido, el poeta Jorge Perednik y yo estábamos mirando con una sensación de recogimiento religioso unos cuadernos de James Joyce. Comentábamos con ternura qué grande y vacilante era la letra de Joyce al final, cuando el bibliotecario me puso en la mano un objeto. Un bastón de ébano con mango de marfil. En el mango las iniciales J.J. ¡El bastón de Joyce! Me dio un supiritaco. A pesar de que cerré el puño como si de ello dependiera mi vida, ninguna de las formidables virtudes literarias de su dueño se me contagiaron: sigo a la fecha muy pacata y sin entender nada del Finnegan’s Wake. Una tarde, en casa del poeta Saúl Yurkiévich, conté lo anterior, y Saúl me dijo:

–Pues estás sentada en el sillón de Julio Cortázar. Si querés ponerte su bufanda, te la traigo.

Fue emocionantísimo, aunque yo ya sabía que era inútil ponerme la bufanda, o el abrigo, o lavarme los dientes con el cepillo de Cortázar. Mis cuentos no mejorarían nada con la experiencia.

Ahora me he dado cuenta de que la única, poderosa magia de un escritor está en sus libros. Leo sin cesar a Rulfo, a Joyce y a Cortázar. A Borges, a Schwob, a Yourcenar. A Calasso. A Twain. ¡Ojalá se me pegara algo de ellos!