La Jornada Semanal,  6 de julio  del 2003        435

Hablar de libros


N O V E L A

¿LITERATURA BASURA?

MAYRA INZUNZA

Guillermo Fadanelli,
Lodo,
Plaza y Janés,
México, 2002.

"Había que plantear las diferencias más evidentes entre ensayo y novela... De entrada, no creía en una diferencia tajante entre ambos géneros. Son la misma cosa aunque en el caso del ensayo los actores son las ideas." Estas líneas parecen cifrar el diálogo entre reflexión y anécdota que tiene lugar en Lodo, la más reciente novela de Guillermo Fadanelli, fundador de la editorial Moho y su revista homónima, y autor de títulos como El día que la vea la voy a matar, Terlenka y ¿Te veré en el desayuno?, entre numerosos otros.

Conocido por sus colaboraciones publicadas en el suplemento Sábado de Unomásuno y heredero de narradores estadunidenses como Kennedy Toole, Phillip Roth, Truman Capote y John Fante, Fadanelli es un bípedo que echa mano de la pluma para recordarnos provenientes del barro, en el sentido de exiliados de la norma impuesta y al mismo tiempo perennemente insumisos. De ahí que no resulte gratuito que una poética como la suya, a la que él mismo denomina "literatura basura", no sea siempre grata a quienes ostentan conservadurismos intelectuales o poéticos tendientes al superhombre o un mito adámico redimido, pues sus personajes son anodinos, sibaritas o melómanos pero siempre menores, terrenales, y sin embargo se afirman como al pintarse Flor Eduarda las uñas hiciera Laura Dern en Salvaje de corazón; y es que mediante gestos tales podemos resultar, si no interesantes, cuando menos encantadores con sólo reparar en detalles nimios como el protagonista de Lodo, quien no titubea al asentar que "cuando era niño creía con firmeza en el significado de ciertas palabras. Pensaba que letrina era una letra pequeña". Ni santos abstinentes ni hedonistas malditos sino medianos en la cotidianidad, podemos erigir cuartillas reivindicadoras como bien hace el mediocre profesor de filosofía Benito que protagoniza Lodo, que no lee complicaciones posmodernas pretextando negarse al abarrocamiento discursivo y, sin embargo, basta con la aparición de una mujer menos que idealizada en su vida, basta una joven iletrada que manifieste un poder encantatorio residente en su anhelo por experimentar el mundo, para sublimar la existencia de un pusilánime tal como Benito. No hay entonces el denuesto de la mujer, su reducción a mero artilugio dérmico que caracteriza al misógino, como han calificado a Fadanelli, porque al abordar las peripecias de un filósofo que no pretende la ascención académica aunque la misma le sea revelada cual mera cuestión temporal, presenta un narrador hipotético que en primera persona va narrando sus cuitas sin conmiserarse en demasía.

Así, Fadanelli demuestra aquí haber alcanzado la madurez necesaria para tender hacia cierta objetividad prosística con miras a tejer una trama a él cercana, el entorno citadino, sin melodramatizar, lo que le permite complejizar el argumento esgrimiendo nuestra inexplicable corrupción gubernamental y, en suma, develar una vez más el institucionalismo del cual se valen los políticos mexicanos para ocultarse y al mismo tiempo tener injerencia total en las vidas de los desposeídos (no deja de recordar al atormentado de Memorias del subsuelo). Mejor aún, manejando caracteres minoritarios a los que humaniza, desliteraturiza para mostrarlos más reales y se aleja así de la estereotipia que suele conllevar el trato novelístico de los desposeídos.

Y es que, al aprovechar técnicas del "enemigo", sus recursos como un fraseo corto y párrafos interminables, Fadanelli da una impresión de inmediatez, de verosimilitud por sobre la veracidad del caos imperante. Digo que no es gratuito que Lodo le haya valido el Premio Colima, pues con este título Fadanelli propone, a mi modo de ver, nuestra anexión a la narrativa más contemporánea mediante una obra sólida •


N O V E L A
ÉPICA DE LA SOLEDAD

ÓSCAR DE LA BORBOLLA

José Ángel Leyva,
La noche del jabalí,

Praxis,
México, 2002.

La noche del jabalí, del escritor mexicano, más específicamente durangueño, José Ángel Leyva, es una especie de viaje hacia el sueño, la pesadilla, los deseos; esos mundos imaginarios que es posible construir a través de recuerdos reales y ficticios.

Al estilo del Decamerón de Bocaccio, en donde un grupo de jóvenes se refugia de la peste en un lugar tranquilo a narrar historias, La noche del jabalí inicia cuando un grupo de amigos está a punto de partir hacia la Isla de la Noche. En esta obra no se hallan los personajes en Florencia, sino que se han reunido en un ambiente cálido de mangles y donde la abundancia de mosquitos es tal que el lector siente comezón. Las breves narraciones de los personajes se suceden con un lenguaje que exhibe la vocación poética de José Ángel Leyva. Hay un buen uso del adjetivo literario, de la paradoja y la metáfora. Por ejemplo, los personajes "escuchan los primeros sonidos intestinales de la madera"; o bien, refiriéndose a un tipo de nombre Eugenio, cuyo rasgo más humanizado era golpear a su propia madre, Leyva dice: "Tenía la mirada de apando, turbia y plena de resentimiento, no porque estuviera recluido en celdas oscuras sino porque se la pasaba, como buen durangueño, bebiendo mucho y resistiendo poco, en las más sombrías cantinas del pueblo."

Otro de los recursos que le gusta emplear es la redefinición de frases hechas, pues en vez de la célebre y bíblica: "Perdónalo, Señor, no sabe lo que hace", en plena borrachera el primo Polín declara: "Perdónalo, está borracho y no sabe lo que piensa." Y en otra ocasión destaca la paradoja, cuando lo decisivo es el insomnio, el mismo Polín aparece desvelado igual que el poeta, mientras que el Diablo por supuesto dormía como angelito.

En el primer plano de la narración hay poco movimiento: ir y venir de copas y licores, vaivén de hamacas, preparación de guisos que son felizmente disfrutados por los personajes y envidiados por los lectores que desearían probar un buen trozo del pescado a las brasas, una ración de langostinos y frutas, un trozo de carne de jabalí pequeño, ese cerdo salvaje que sirve de pretexto al autor para demorarse en la pasión culinaria de sus personajes y en la edificación de ritos a cual más extraños.

Se trata, pues, de un escenario en el que, como en nuestros países de América Latina, conviven leyendas y crónicas de pueblo en las que la gente tiene, evidentemente, mucha más fe que en la historia oficial. Lugares en donde hay no sólo animales fantásticos en peligro de extinción, sino playas enteras, pues no hay pueblo con alguna belleza natural, por muy imaginario que sea, que no reciba las asediadoras ofertas de los inversionistas extranjeros que fundarán cadenas hoteleras para que "los turistas viajen con sus costumbres y sus vicios, sus indolencias y sus comparaciones [...] para que el alemán halle sus salchichas alemanas; para que el estadunidense mida el grado de civilización de acuerdo con el número de hamburgueserías y de autos, para que los franceses pidan un aeropuerto en donde aterrice el Concord, y para que los ingleses encuentren pubs." Para que todos "se frían las pieles urbanas".

La Soledad es un pueblo bien fundado, con gentilicio y todo, pues sus habitantes se llaman choleños. Y sus jóvenes se trasladan sin necesidad de pasaporte a ciudades que aparecen en mapas reales, lo mismo a la peligrosa Ciudad de México que a la antigua Unión Soviética. Los choleños, como cualquier gente, sufren pasiones contrariadas: conocen el amor sexual y el amor a la tierra propia pero, sobre todo, el amargo sabor de la traición, pues no contentos con irse a otras latitudes a padecer nostalgia por La Soledad recién abandonada, están dispuestos a vender sus hectáreas de playa para que sean invadidas por los turistas y la globalización. Gente lejana, ajena al mar, que no pedirá para comer jabalíes con coco sino hamburguesas con queso y a la que no le importará cuándo llegó la primera máquina Singer, ni cómo llegaron los primeros litros de vino por mar, ni deseará que un loro le dé la explicación de por qué alguna vez no hubo perros en Islandia.

En un segundo plano de ficción, La noche del jabalí, de José Ángel Leyva es un territorio imaginario en donde cuaja la realidad, en donde un poeta se nutre de las narraciones de sus amigos y parientes para escribir una novela en la cual se da noticia del levantamiento indígena en Chiapas, en donde campean la injusticia y la miseria. No deja de ser interesante que, como en la vida de México, esa novela se mantiene dentro del libro como proyecto, como un esfuerzo inacabado, siempre en espera de ser resuelto.

Así, si bien La noche del jabalí está llena de crónicas imaginarias, de acontecimientos insólitos como que la luna baje a beber al mar, para el lector atento, está también escrita la otra historia, la de ese México urbano, rural, indígena, sincrético que surge diáfano detrás de cada formidable y acaso inverosímil relato de ficción. Sólo hay un asunto que no pude tragarme, que hizo para mí peligrar el tejido de la verosimilitud: cuando a La Soledad llega un ejemplar de la revista Alforja, revista que, dicho sea para terminar, es un trabajo real de lucha real por mantener un espacio real, quiero decir digno, para la poesía •


E N S A Y O
EL PISACHARCOS

NATALIA NÚÑEZ

José de la Colina,
Libertades imaginarias,

Aldus,
México, 2002.

Dicen que a José de la Colina (Santander, España, 1934) no le placen los halagos, pero ese es problema de él, de De la Colina, porque qué culpa puede tener el lector de que un libro le agrade, le divierta y no le parezca tan malo o aburrido como otros que han pasado por sus casi castas manos de leyente. Aun el más voraz y agudo descifrador de textos encontrará en Libertades imaginarias, ganador del Premio Mazatlán, algo así como una gollería de letras, un delicioso chocolate que se deshace en la boca, del que van surgiendo exquisitos y distintos sabores, algunos conocidos y cotidianos, otros más exóticos e incitantes.

Libertades imaginarias, alias (De la literatura como juego), paréntesis incluido, es un libro de ensayos poco común, que en nada, y cumpliendo con el género, se parece a un tratado sobre literatura universal ni tiene el tono rimbombante del que pretende, sólo, demostrar cuánto sabe.

La primera imagen podría ser la del autor en "el caos reptante" que es su biblioteca –Babel de textos– examinando cada libro desde un particular y vital imaginario. Con agudeza y un entendimiento de la experiencia literaria por demás original, José de la Colina, lector sagaz, dice que deseó encontrar "entre los muchos libros de las literaturas [...] [uno] que fuese como una charla entre amigos y hablara de aquellos asuntos literarios marginales o poco serios o generalmente considerados menores o de juego". Si De la Colina abre el suyo como leedor y no como literato cumplirá su deseo.

Nada escapa a su erudición, ni las dedicatorias ni los palindromas o los incipits; poesía y adivinanzas pasan el tamiz de su curiosidad y los análisis son desplegados naturalmente, sin retruécanos intelectualizantes. Parafraseando a Alfonso Reyes, se podría decir que en esta obra está contenida "la evocación del hecho práctico, y además de eso la expresión de un querer real añadido por el hombre en un arresto de creación mágica". Como prueba basta el capítulo dedicado a los "libros fantasmas", que, como los personajes literarios, tienen su propia "forma abstracta de existencia": he ahí el Necronomicon, del autor árabe Abdul Alhazred, libro y autor creados por Lovecraft.

Ilustración de Marcelo PifarreCiertamente, la literatura es asimismo magia si la vemos como un instrumento que al transfigurar la realidad hace posible cualquier cosmos o vacío, y tanto así éstos se llenan, que el siguiente pasó que este autor da es cuestionar la "sobrepublicación y la explosión bibliográfica", figuras que no sólo resultan de una visión irónica de la vida, sino también de un gran sentido autocrítico.

El carácter popular coliniano surge en la lectura de clásicos infantiles como el Pinocho, de Collodi, o la maravillosa y entrañable exploración del universo de Cri Cri, "el intemporal bardo de una pequeña, alegre mitología". Allí descubrirá, para sonrisa del lector, su perfil de "pisacharcos", de niño-niño, y no de uno de esos "niños correctos y pedantes, minifacsímiles de los adultos" que obviamente tanto él como Gabilondo Soler detestarían.

De la Colina se muestra como un gozador de las literaturas, placer que se origina en el gusto por el buen escribir y que deviene en una suerte de preservación de los traspiés y contrapelos que humanizan al creador y a sus creaciones. Don Juan y Drácula comparten la máscara "de un mismo héroe del mal: el conde y el espadachín surgen de la noche fosfórica que, como el sueño de la razón, engendra monstruos". Y él, De la Colina, que es ciudadano mexicano desde 1941 y vive en Río Mixcoac en compañía de su esposa María y su gata Polvorilla, comparte con los lectores el desenmascaramiento de los demonios gráficos, pues la literatura no es antes obligación que deleite •


N O V E L A
LAS CARTAS DEL PODER

LEO MENDOZA

Carlos Fuentes,
La silla del águila,
Alfaguara,

México, 2003.

La novela epistolar fue en su momento un reto que todo escritor deseaba encarar, incluido Dostoievski, aun cuando la mejor novela epistolar –dicen los críticos– es Las amistades peligrosas, magnífica sin duda tanto en la construcción de los personajes como en la endiablada intriga creada por los decadentes aristócratas dibujados por Choderlos de Laclos. La novela es de tal manera perfecta que incluso ha soportado varias adaptaciones cinematográficas y teatrales y aun modernizaciones sin perder un ápice de belleza.

Y es que la idea de contar una historia a través de cartas resulta tan fascinante que incluso en el siglo xx muchos escritores sucumbieron a su hechizo: baste recordar aquí el cuento de Cortázar, "Cartas a mamá". Ahora que si hablamos de la epístola como género literario, las cartas de William Saroyan –evidentemente jamás enviadas– son ejemplares desde el título del libro que las recoge: No vayas, pero sin tienes que ir, saluda a todo el mundo de mi parte. De alguna manera –para bien o para mal, según si es apocalíptico o integrado– el género epistolar, que prácticamente había desaparecido, hoy ha vuelto a la palestra gracias al correo electrónico, a los e-mails de los que hoy tanto se habla.

Quizá por eso la lectura de la última novela de Fuentes (en espera de la aparición de su refundación vampírica), La silla del águila, resulta tan fascinante: el autor de Aura –lectura que por cierto no recomienda en su canon (¿occidental?) el señor Abascal– ha recurrido precisamente a la novela epistolar para contar una historia de política-ficción que para algunos sería como una radiografía del México actual. Y para cumplir estrictamente con el género Fuentes ha echado mano de una idea que podría hacerse realidad si alguna vez el control total de las comunicaciones satelitales queda en manos privadas: la venganza del gobierno estadunidense ante un acto de independencia del presidente Lorenzo Terán que deja al país sin internet ni teléfonos.

Como toda novela de anticipación, en La silla del águila –que transcurre en los años veinte del presente siglo– hay hechos que bien nos podrían parecer extrapolaciones de la situación actual y que cualquier avezado lector de nuestra política –deporte por demás muy practicado– descubrirá fácilmente: vacíos de poder, escaramuzas por la sucesión apenas a los tres años de mandato del presidente en turno, etcétera. Sin embargo, antes que política-ficción la novela es, más que nada –como dijo Malraux de la obra de Laclos– una intriga cuyo desenlace no puede ser menos sorprendente porque estamos ante una especie de reencuentro con el hijo perdido que es complementaria sin duda a las muchas telemaquiadas que habitan la novela mexicana. De hecho, una de las múltiples lecturas que La silla del águila acepta es la de una historia familiar y no menos sangrienta. He ahí la evidente maestría narrativa de Carlos Fuentes.

Pero en el principio está la promesa de la poderosa Rosario Galván a Nicolás Valdivia: "tú serás presidente", promesa acicateada por el deseo y el amor como parte del juego que llevaría al secretario de Gobernación, Bernal Herrera, a ser el candidato a pesar de las asechanzas del servil Tácito de la Canal, los deseos golpistas del jefe de la policía Cícero Arruza o bien la honestidad burocrática de Andino Almazán: en esta tragicomedia que es La silla del águila, el viejo y el nuevo México se encuentran y el resultado no es nada alentador. Por un lado, la política a la antigüita que practican tanto el ex presidente César León como el Anciano del Portal, y por otro la modernidad de un Bernal Herrera, Xavier Zaragoza –el consejero áulico– o del mismo Nicolás Valdivia quienes, a final de cuentas, son atrapados por el mismo sistema o destruidos. Pero la intriga de La silla del águila no está tanto en los entretelones de la política nacional como en el desvelamiento de una identidad: ¿quién es realmente Valdivia, este joven político educado en Francia, y quién maneja los hilos de todos estos personajes que persiguen el poder a toda costa? Al final de cuentas, en una especie de anagnórisis epistolar, los hilos de la trama se descubren para dar paso a esa otra historia que se esconde detrás de la sórdida lucha por el poder.

Pero más allá de los caminos de la política, La silla del águila es también una novela de formación, la del joven Valdivia guiado por Galván en una suerte de educación política –que no sentimental– con raíces profundamente stendhalianas, sobre todo a la hora de comparar al joven y desconocido político con el héroe de Rojo y negro. Y ya que hablamos de guiños literarios, en la novela abundan: lo mismo referentes a la obra del autor (es evidente que con La silla del águila se cierra el ciclo de novelas de Carlos Fuentes en torno al poder y la política y a la interpretación de México que arrancó con La muerte de Artemio Cruz) que a sus personajes, y no sorprende encontrar, por ejemplo, a un Ixca Cienfuegos mucho más desengañado pero capaz de ser, como el protagonista de La región más transparente, una especie de contrapunto, de visión lúcida frente al derrumbe de un país que en la novela, muchos años después, continúa siendo parte de una opereta tropical.

Quizá por eso al final de ésta, política y literatura parecen unirse en esa voz de ecos faulknerianos –y, por lo mismo, también shakespeareanos– para recordarnos, frente a la locura que entraña la lucha por el poder, que la historia "es un cuento contado por un idiota que está lleno de sonido y de furia" •