Jornada Semanal, domingo 29 de junio del 2003                núm. 434

LUIS TOVAR

HOY COMO AYER
(I DE II)

Para muchos interesados en el cine mexicano, 2003 será significativo solamente por una efeméride: este año se cumplen cincuenta de la muerte de Jorge Negrete. Con la certidumbre con que se prevé la llegada de un cometa, espere usted los artículos y semblanzas de rigor, manidos a más no poder, y, desde luego, la repetición ad nauseam de las películas que hicieron famoso al llamado charro cantor, claro está, por cortesía de Televisa, detentadora todopoderosa de la facultad de hacer creer a su teleaudiencia que el cine mexicano feneció hace más o menos medio siglo y, por ende, sólo queda recapitular un pasado que no por extinguido le parece a los programadores menos edificante y oportuno.

Pero la importancia de aquel año, en términos cinematográficos, se debe a muchas otras razones. Fue entonces que en Hollywood se estrenó el formato Cinemascope, significativamente más ancho que el usual. Esta tecnología llegó a México dos años después, con La doncella de piedra y otras tres cintas. También en 1953 se filmó El valor de vivir, la primera película mexicana para ser vista en tercera dimensión. Se trataba de nuevas opciones técnicas con las que, a nivel mundial, el cine intentaba renovarse para contrarrestar la competencia televisiva. En nuestro país, a Telesistema Mexicano, antecedente de Televisa, le tomó solamente un lustro, de 1950 a 1955, enseñorearse en los hogares de la familia mexicana, misma que encontró en la pequeña pantalla una vía de entretenimiento significativamente más barata y asequible.

Durante ese lustro, e igualmente como consecuencia de la amenaza que la televisión significaba, sobre todo en Estados Unidos tuvo lugar también un intento por lograr que los temas cinematográficos y su tratamiento formal y conceptual fueran atractivos para los "nuevos tiempos". En México hubo una réplica de este movimiento, con el añadido de que ya desde entonces la industria cinematográfica nacional pasaba por una serie de apuros que continúan hasta estos días. El Banco Nacional Cinematográfico, creado en 1947 durante el régimen de Miguel Alemán, fue dirigido en el siguiente sexenio por Eduardo Garduño, con cuyo apellido fue conocido un Plan para revitalizar al cine nacional. Los propósitos de Garduño y su Plan eran buenos; no así los resultados, pues, en términos prácticos, lo único que se consiguió fue volver a la perversa colusión entre productores y distribuidores, misma que cinco años antes había sido expresamente prohibida en la Ley Cinematográfica de 1949, luego de que se levantaran muchas voces –como la de José Revueltas, a la sazón secretario del interior de Autores y Adaptadores del stpc, cargo al que lo obligaron a renunciar, precisamente por atacar al monopolio– preocupadas por denunciar y exigir que se diera fin al dominio norteamericano que en aquel entonces era dueño casi absoluto del mercado de exhibición; William Jenkins era el propietario de ochenta por ciento de la capacidad nacional para exhibir cine.

Los esfuerzos de Revueltas, Grovas, De Fuentes, Bustillo Oro, Zacarías y Contreras Torres, entre unos cuantos más, terminaron en una cañería legal en la primera mitad de la década de los cincuenta, como consecuencia de que el Plan Garduño buscaba básicamente "fortalecer la unión de los productores con las distribuidoras dependientes del Banco [Nacional Cinematográfico] para restar fuerza al monopolio de la exhibición", como apunta Emilio García Riera en su Breve historia del cine mexicano, primer siglo, en el capítulo viii, 1951 a 1955. El Banco otorgaba los créditos a través de las distribuidoras, no de manera directa a los productores, pero éstos eran los principales accionistas de aquellas compañías, de manera que la mano izquierda le prestaba a la mano derecha... sólo que se trataba de un dinero que no era suyo, sino del erario público. Además, como era de esperarse, Jenkins y sus testaferros no se quedaron impávidos y muy pronto, disfrazados de productores, compraron acciones de las compañías distribuidoras inscritas en el Banco. El resultado, por supuesto, fue el regreso a la misma situación que había tratado de contrarrestarse con la Ley de 1949, con lo que ésta se convirtió en poco menos que letra muerta.

El Plan Garduño no entró plenamente en funciones sino hasta 1954, y un año después, como se apuntó líneas arriba, hubo un despliegue tecnológico inusitado: además del Cinemascope y la tercera dimensión, por primera vez entró con fuerza el cine a color –diecinueve de noventa y un películas, contra dos el año anterior y ninguna en 1953. También se mantuvo el nivel de producción, siempre cercano al centenar de filmes.

No obstante esta continuidad y la más bien aparente pujanza innovadora en el orden técnico y formal, el primer lustro de los años cincuenta, y especialmente el año 1953, marcaron para nuestro cine tendencias que todavía hoy pueden rastrearse con relativa facilidad.

(Continuará.)