Jornada Semanal,  domingo 29 de junio de 2003           núm. 434

JAVIER SICILIA

UN ATISBO A LA DESENCARNACIÓN

Después de la muerte de Iván Illich, en diciembre del año pasado, mi amigo Jean Robert me mostró una de las últimas cartas que el propio Illich había escrito. Estaba dirigida a un amigo de su generación, el profesor Hellmut.

La carta no sólo era reveladora del sustrato en el que para mí se apoya todo el pensamiento de Illich ­el misterio de la encarnación­ sino conmovedora. Illich, que siente próxima la muerte, se da cuenta de que él y Hellmut pertenecen a la última generación que, antes del desarrollo de los motores de combustión, de los campos de exterminio nazi y el genocidio, de la manipulación genética, del proyecto Genoma, de la muerte de los bosques, de la producción en cadena, del consumo ilimitado y de la cibernética, conoció un mundo encarnado, es decir, un mundo en el que nuestros sentidos y cada fibra de nuestro ser se pegaba a él y podía conocer la fatiga, las particularidades de los aromas, de los colores y de las alteridades.

Para los que nacimos en la era de la desencarnación del mundo, comprender la nostalgia y la tristeza que expresa esa carta de Illich es difícil. Sin embargo, cuando por las mañanas salgo a caminar y vuelvo a recuperar mi relación con mi condición de bípedo y viatore ­esa condición de la que el automóvil nos ha amputado­ puedo percibir algo de esa nostalgia illichiana. Cada paso que doy se mide en una extraña y maravillosa intimidad con el suelo que piso, mi fatiga y lo que me rodea. Huelo el aire: percibo el olor de la gasolina de los coches, pero también, cuando salgo de su esfera de influencia y me interno en las zonas arboladas que aún quedan, puedo percibir el olor de los diferentes árboles y plantas que hay ahí. Hay una barda de piedra rugosa, donde habita una gran lagartija. He aprendido a ver los lugares en que suele detenerse para tomar el sol y sus escondrijos cuando siente que me acerco; he aprendido a conocerla bien; es distinta a otras. Mi cuerpo suda cuando subo la cuesta y siento el bienestar de la fatiga y de las gotas de sudor que bajan por mi frente, humedecen mi stetson y arden al tocar la conjuntiva de mis ojos. He aprendido a amar cada parte de ese camino, a sentirlo con mi cuerpo y a sentir el peso de un mundo encarnado y familiar.

Tengo también varios amigos. Cuando me reúno con ellos descubro que todo adquiere una densidad que me alegra. Con ellos hablo con mi lengua de carne; las palabras que brotan de ella tienen su propio peso corporal; también mis oídos perciben esas palabras que salen de sus lenguas de carne; veo su corporalidad y siento ahí la encarnación, el gozo que probablemente experimentaron los discípulos de Emaús cuando cenaron con el amigo.

Todo cambia cuando me subo al automóvil. Repentinamente mis pies ya no tocan el suelo que se ha vuelto asfalto, carretera, espacio vehicular, sobre el que me deslizo a través de unas llantas de hule. Metido en una burbuja mecanizada, el entorno se vuelve una especie de película donde el aquí, el allá y el más allá se borran. Mi mirada sólo ve hacia adelante, fija en el horizonte de asfalto y de los autos que me anteceden o hacia atrás, por medio del retrovisor, hacia el horizonte que dejo en la lejanía y los coches que me siguen. No huelo los pinos, ni siquiera la gasolina; no siento el calor ni el frío, porque el sistema climatizado hace cerrar las ventanas y envolverme en un ambiente artificial. El entorno que en mi caminar tiene un peso específico, es sólo un punto de referencia en el camino, que me indica lo que llevo recorrido y que puedo confirmar en los kilómetros que marca mi tablero. Mi cuerpo no se fatiga; se tensa sobre los pedales; mi mente se neurotiza. Lo que importa no es el mundo y su presencia, sino el tiempo que recorro y lo que me falta por llega a un punto abstracto.

Ya no estoy en el mundo ni en mi cuerpo. Mi presencia es ahí una realidad tan desencarnada como el paisaje que veo a través de los cristales.

Algo semejante sucede cuando entro en mi estudio y me pongo a escribir en la computadora. Ahí la palabra está desencarnada de mi lengua. Mi voz, que ya no emana de mi boca y ni siquiera se articula en un sonido, pasa por el teclado y la pantalla luminosa; hablo con alguien, pero no veo su rostro. Si algo no me gusta, pongo el cursor en la frase y la borro como mi coche borra el entorno tragando kilómetros de asfalto o como las maquinarias de las megatiendas y de sus abstracciones económicas borraron la memoria de los murales y de los ancestrales árboles que habitaban el Casino de la Selva.

Todo en el mundo empieza a ser destruido en su carnalidad y administrado por aparatos; todos nuestros cuerpos sometidos a las instituciones tecnológicas que a su vez están manejadas por aparatos. Yo no soy yo si no me ampara una credencial que lleva mi fotografía, no existo sin una clave llamada curp y mis alumnos, hijos de las percepciones desencarnadas del mundo moderno, me miran desconcertados cuando intento explicarles la encarnación del Verbo o la resurrección de los muertos y su relación con el arte.

¿A dónde llevará todo este proceso que Illich explicó y denunció magistralmente en su obra? No lo sé. Pero cuando lo evidencio siento sobre mi carne todo el horror de un nuevo totalitarismo del que la película Matrix es una magnífica y espeluznante alegoría.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-cm del Casino de la Selva y esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez