La Jornada Semanal,   domingo 29 de junio del 2003        núm. 434
Laura Emilia Pacheco

Una ventana abierta a Vicente Gandía

A Ramón Parres
Por azar encontré hace años una postal sobre el escritorio de una tienda en avenida Madero. Era la fotografía de una peineta de plata sobre un fondo color salmón. Adornada con arabescas, piedras naturales y una flor tallada en concha rosada, un objeto tan excesivo y sobrio a la vez, tan extraordinario y fantástico, me pareció salido de las aventuras de un héroe mítico; algo que Gilgamesh habría podido encontrar en las Montañas Gemelas donde vive el Sol.

Esa peineta sólo podía pertenecer, si no a una diosa, sí por lo menos a quien fuera capaz de descifrar el mensaje de su intrincada belleza. De alguna manera ese objeto hablaba de que las maravillas del mundo se revelan siempre de una forma inesperada y, sin duda, de que florecen para quien aprenda a creer en su existencia, aunque no siempre pueda poseerlas. Al reverso de la postal se leía, impreso, un nombre: Vicente Gandía.

Mucho después, postrada en un sillón –ya no recuerdo el motivo: si por alegría, angustia o franca tristeza– descubrí en una pared, que pensé conocer bien, la presencia de dos minúsculos grabados: una hormiga y una mosca. Enmarcadas en un cuadro tan diminuto como el cuerpo de cada insecto, las miniaturas parecían decirme a gritos que la vida no tiene sentido si no la dedicamos a lo que en verdad nos gusta, nos interesa y nos apasiona; que las cosas llegan a su debido tiempo y no antes.

–¿De quién es esto? –pregunté azorada.

–De Vicente Gandía –respondió el dueño de los cuadros.

COMO EN UN MAPA en que se cruzan las coordenadas para indicar uno solo entre innumerables senderos posibles, el nombre de Vicente Gandía me condujo a jardines exuberantes pero discretos, a la serenidad aparente de estancias que muestran lo que se quedó sin decir y, más difícil aún, lo que no es ni evidente ni tangible. Pero me llevó también de vuelta a Miguel Ángel Muñoz, un amigo a quien le había perdido la pista. Un reencuentro casi imposible –que por fortuito podría alimentar la fantasía de que el destino traza el rumbo de nuestra existencia–, selló no sólo una amistad, sino que avivó el entusiasmo que ambos sentimos por la obra de este pintor. 

A través de los años me limité a admirar los cuadros, grabados y objetos de Gandía de una forma introspectiva y llena de anhelo, pero Miguel Ángel –arrebatado, vehemente, generoso–, publicó incontables artículos sobre el tema y ahora un libro titulado Vicente Gandía. Invocar el paisaje (colección "Círculo de Arte" de la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes).

En su ensayo Muñoz nos habla sobre la trayectoria profesional pero también emocional de un pintor que pasó por diversos oficios antes de "trabajar la tela como un eco de libertad". Hace un recuento cronológico y explora los aspectos técnicos e intelectuales de su producción. Pero quizá lo más interesante y acertado es que se adentra en la espesura de la obra para emerger con pequeñas gemas que son atisbos del interior de la mente de este artista. Así, por ejemplo, Miguel Ángel nos revela que para Gandía el color es una forma de libertad, de emoción, de escapar a su propio laberinto; que para apartar la angustia del vacío "tiene como meta manifiesta retener la memoria"; que cada cuadro –"poema visual"– entiende la pintura "desde otras posibilidades", desde "su propio universo".

Todo esto está muy bien pero leo que Miguel Ángel afirma: "Gandía ha domesticado el pincel." En algún otro sitio creo que Jomí García Ascott escribió lo contrario. Me parece que no sucede ni una cosa ni la otra. Más bien creo que detrás de la melancolía de cuadros como Interior con philodendro, la paciencia de Esperando amigos o la quietud de Jardín de la tarde se desarrolla un combate encarnizado, pero silencioso, entre el artista y su tema; entre el pintor y el pincel; entre lo que ocurre en la mente y lo que dicta la razón; entre lo que se desea y lo que se puede tener.

Quizá lo que para mí resulta más extraordinario de la obra de Gandía es la elegancia y el recato con que lleva a cabo esta lucha incesante para domar y defenderse de ser domado, que necesariamente es tan compleja como solitaria y dolorosa. En vez de desgarrarse con cinismo para atraer, Gandía sigue el camino que él ha trazado para sí, ajeno a grandes eventos de mercadotecnia intelectual, pero seguro en su exploración de las entrañas de la existencia.

"Toda la vida", dice él, "he pintado ventanas abiertas a otras posibilidades: a la esperanza dentro de uno mismo de que siempre se puede hacer algo más." En esta época en que lo más vistoso es lo mediano, en donde sólo rige lo aparente y lo que más resalta es lo banal, parece que ya a nadie le importa lo que importa: el valor, la compasión, la lealtad, la tenacidad, la entrega a un ideal. En semejante contexto la figura de Vicente Gandía y de quienes, como él, todavía no se rinden a la complacencia, equivale a una bocanada de aire fresco en medio de un ambiente enrarecido.

Así como Gilgamesh tuvo que entender que la inmortalidad está en las acciones, quizá es tiempo de que escuchemos a los insectos de aquella pared. No se trata de poseer sino de descubrir. Abramos una ventana a la certeza de que las maravillas existen y de que, en efecto, como Gandía, siempre podemos hacer más.