La Jornada Semanal,   domingo 29 de junio del 2003        núm. 434
Carlos Alfieri
entrevista con André Comte-Sponville

Hablar para vivir

El francés André Comte-Sponville pertenece al reducido mundo de los filósofos cuya obra ha conocido la gloria equívoca de la popularidad. Nacido en París en 1952, estudió en la École Normale Supérieure y en la Sorbona, donde tuvo como maestros a Louis Althusser y Jacques Derrida. Desatento a las modas, visitante perpetuo de los grandes filósofos de la Antigüedad, Comte-Sponville no oculta su desdén por la filosofía entendida como disciplina profesional y su empeño en resaltar su condición de herramienta para la vida. Igualmente nítidas son la suspicacia que le inspiran los grandes sistemas cerrados y su preferencia por pensadores asistemáticos como Montaigne y Pascal. Tanto la limpidez de su expresión como su vigoroso estilo comunicativo han posibilitado que sus libros –la mayor parte de los cuales han sido traducidos al castellano–conquistaran a amplios sectores de público. Así, su Pequeño tratado de las grandes virtudes (Espasa Calpe, 1996) se convirtió en un imprevisible bestseller en su país y fue traducido a una quincena de lenguas. Vasta resonancia lograron también otros libros suyos, como La sabiduría de los modernos: diez preguntas para nuestro tiempo (Ediciones Península, 1999), La felicidad, desesperadamente, El amor la soledad (ambos en Paidós, 2001) e Invitación a la filosofía (Paidós, 2002). Acaba de publicarse, asimismo en Paidós, su Diccionario filosófico. La siguiente entrevista fue realizada durante su reciente visita a Madrid.

-Usted ha definido la filosofía como "una práctica discursiva cuyo objeto es la vida, cuyo medio es la razón y cuyo fin es la felicidad". El positivismo lógico o la filosofía analítica parecen tener difícil acomodo en esta definición. ¿No los considera dignos de estar encuadrados en ella?

–Es bastante más complicado que eso. Diré que toda definición de la filosofía implica, evidentemente, una cierta filosofía. Y desde mi punto de vista el positivismo lógico o la filosofía analítica no son filosofías completas. ¿Por qué? Son filosofías, al menos parcialmente, porque tienen la vida por objeto y la razón por medio, pero no está claro que tengan la felicidad por fin. Dicho de otro modo: muchos positivistas lógicos o filósofos analíticos parecen haber renunciado a lo que ha sido la vocación de la filosofía, inscripta en su mismo nombre de origen griego, que como es sabido significa "amor a la sabiduría", la búsqueda del saber para procurarnos una vida más lúcida, más libre, más feliz. Al amputarse una parte tan importante, estas filosofías resultan incompletas.

–Una constante de su pensamiento es la oposición entre la sofisticación de la filosofía y lo que llama "la pura sencillez del mundo". Lo real es sencillo en el sentido de que simplemente existe, es lo que está ahí. Pero la sensación de sencillez que da la rotundidad de la presencia enseguida se diluye y deja paso a la perplejidad: ¿Y por qué eso es sencillo? ¿Es verdaderamente sencillo? ¿Por qué está en vez de no estar? Entonces, ¿no se trata de una sencillez tramposa?

–Tiene razón. Cuando pensamos en lo real nos enfrentamos a algo complicado y misterioso. Pero el problema de pensar en lo real es que justamente el instrumento que empleamos, el pensamiento, es ya complicado. Por eso vivimos en la complejidad, por eso hacemos filosofía, y la filosofía es casi por definición, diría yo, complicada, es una disciplina intelectual ardua, abstracta. Pero por el contrario, la sabiduría está del lado de la simplicidad. La diferencia que hay, en el fondo, entre la filosofía y la sabiduría radica, en que la primera es una cierta cualidad del discurso, mientras que la segunda es una cierta cualidad del silencio. La paradoja de la filosofía consiste en poner el discurso al servicio del silencio. No se trata de hablar por hablar, lo que en francés sería bavarder, exactamente, sino de hablar para vivir. Se puede decir que la filosofía está al servicio de la vida, y que pone las ideas, la razón, la complejidad del pensamiento al servicio de una vida que se quiere efectivamente simple. Creo que la experiencia humana nos enseña que los momentos de sabiduría, los momentos de paz, los momentos de felicidad son momentos de simplicidad. Pero añadiría que la simplicidad no es fácil, es siempre difícil, y la filosofía es la herramienta que permite afrontar estas dificultades. Se trata de aproximarnos a la sencillez de la existencia atravesando la complejidad del pensamiento.

–Dicen sus libros: "El mundo es sencillo porque es la única respuesta a las preguntas que no se plantea." ¿Para qué agrega esta afirmación, que no es sencilla?

–En el pasaje que usted alude está implícita una pregunta ineludible que encarna el principal enigma metafísico: ¿por qué hay algo en vez de nada? Pero ciertamente no es el mundo quien se la plantea, somos nosotros. Cuando digo "el mundo es la única respuesta a las preguntas que no se plantea" me refiero a eso que llamamos "el silencio del mundo". Al regresar a Alemania desde Italia, Hegel se encontró ante la inmensidad de los Alpes; entonces su genio especulativo sólo atinó a exclamar: "¡Es así!" No había nada que interpretar. Una actitud de sencillez ante el silencio del mundo, que no responde a la gran pregunta metafísica, sólo puede balbucear: "Es así." Y es que no hay respuesta ante el misterio de la existencia, no podemos saber por qué hay ser, sólo podemos constatar que está allí. Esto me recuerda la fórmula de Woody Allen: "La respuesta es sí, pero ¿cuál es la pregunta?"

–¿Qué propone ante lo real? ¿El éxtasis en vez de hacer preguntas?

–Yo no propongo nada. Me contento con observar y reflexionar. Y lo que observo es que mis momentos de alegría son momentos de simplicidad, no forzosamente momentos de éxtasis. El éxtasis está siempre en relación con otra cosa, en última instancia con Dios, y como usted sabe yo no creo en Dios, no creo en otra cosa que en el mundo, y el éxtasis es salir del mundo, algo que no he experimentado. Lo que he experimentado no es la salida de mí mismo y del mundo sino lo contrario, el énstasis, la fusión con el mundo, la re-unión con él. Pero no se trata de algo que propongo como un programa de humanidades; es una experiencia personal. Cuando no se espera otra cosa más que lo que es, aprendemos a amar, a conocer, a aceptar y a transformar el mundo. Estoy con una filosofía de lo real y de la acción, de la unidad con lo que es y no de salida del mundo.

–Hay en sus reflexiones un permanente juego de enfrentamientos entre la filosofía y la vida. ¿Para qué escribe filosofía en lugar de dedicarse simplemente a vivir?

–Ocurre que no estoy tan dotado para la vida como para vivirla sin filosofar. Precisamente porque creo que el fin de la filosofía es la felicidad, tanto más necesidad tengo de filosofar cuanto mejor quiero vivir. Sé que hay mucha gente que se levanta cada mañana llena de alegría y que no tiene ninguna necesidad de entregarse a la complejidad de las reflexiones filosóficas para vivir. Mi primera reacción cuando me despierto, por el contrario, no es de alegría, sino más bien de fatiga, de angustia. Por lo tanto, si quiero aprender a amar la vida, tengo que reflexionar.

–¿La esperanza sólo es posible a condición de que devalúe su objeto?

–Más que a la devaluación de su objeto, la esperanza nos sitúa frente a su pérdida, ante la posibilidad de no alcanzar lo que esperamos. Si ser feliz es no sentir ninguna pérdida, la verdadera felicidad no espera nada, no necesita de la esperanza, es ese estado que está completo en sí mismo.

–¿Sólo es feliz quien no espera serlo? ¿Sólo es sabio quien no espera serlo? ¿La desesperanza es entonces sinónimo de la sabiduría?

–Sólo aquel que no espera nada tiene verdaderamente todo. Dice el Sankhya-Sutra: "Sólo es feliz quien ha perdido toda esperanza; porque la esperanza es la mayor tortura que existe, y la desesperanza la mayor dicha." La desesperanza no es la tristeza, no es la desdicha, sólo es el efecto de no esperar nada. A esto llamo yo la alegre desesperanza. Y esta es una verdad que vemos confirmada en la experiencia de la vida: los momentos de felicidad son aquellos en los que nos sentimos completos, en los que no esperamos otra cosa más que lo que es. 

–Ha escrito en sus libros: "Muchos no han inventado su filosofía más que para protegerse. Un sistema es un vestido que protege y enmascara." ¿De qué cree que se protegía Hegel? Y en todo caso, ¿no admira la prodigiosa arquitectura intelectual de su máscara?

–Yo admiro a Hegel. Es, evidentemente, uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos. Y, a la vez, no me aparto de la idea de que su sistema completo, cerrado, en el que todo está explicado, es una especie de protección. No sé de qué se protegía Hegel; desentrañarlo sería tarea de un psicoanalista, y ese no es mi oficio. Pero puedo pensar que como todo filósofo se protegía de la fragilidad de su propia existencia, de la soledad, de la contingencia, del sufrimiento. Y yo no amo demasiado a los filósofos que se protegen así; amo a los que filosofan más cerca de su propia vida, a los que en vez de compensar su fragilidad personal con un sistema monumental tratan de avanzar por el pequeño camino de todo el mundo: Montaigne, Pascal, Nietzsche... No se trata de autores de sistemas sino de pensadores que filosofan en primera persona. Por otra parte, los grandes sistemas, los de un Kant, un Descartes, un Hegel, un Spinoza, se contradicen mutuamente: nos vemos obligados a elegir entre ellos. En cambio está claro que lo que dice Montaigne no pretende ser la verdad absoluta, es sólo la verdad de Montaigne. Los que han filosofado sobre su propia existencia siempre tienen razón.

–¡Qué poco sinceras suenan algunas de sus confesiones! Por ejemplo: "La filosofía no tiene ninguna importancia. Apenas leo, tampoco a los filósofos, excepto para preparar mis clases." Parecen frases calculadas para épater desde la comodidad de quien es reconocido como filósofo.

–Sin embargo, son absolutamente sinceras. Hace cinco años que no doy cursos de filosofía, estoy en disponibilidad. La filosofía ha sido mi primera pasión: he dedicado gran parte de mi vida a practicarla, a trabajar sobre sus textos. Pero hoy pienso que la vida tal cual es, el mundo tal cual es me interesan antes que los libros de filosofía. De todos modos, cuando digo que la filosofía no tiene ninguna importancia, empleo un poco una fórmula...

–Una fórmula retórica...

–No, tampoco es eso. En el fondo es verdad. La mejor experiencia que he tenido es ser padre de familia. Tengo tres hijos, y la vida de mis hijos me importa más que la mía, sinceramente. Pero que ellos se dediquen o no a la filosofía, sobre todo desde el punto de vista universitario, me tiene absolutamente sin cuidado. Lo que me importa de verdad es su salud, su felicidad. Por eso no hago una fórmula retórica, hablo de la verdad de mi vida. Y además creo que todos mis colegas que tienen hijos han de pensar lo mismo. Por supuesto, sí deseo que mis hijos sean lúcidos, que sean reflexivos, en definitiva, que sientan la necesidad de filosofar como una actitud existencial, porque ayuda a vivir. Pero me da igual que lean o no a Hegel, a Kant o a Heidegger.

Creo que una parte importante del genio musical de Fauré radica en su convicción de que en el fondo la música no tiene ninguna importancia frente a la potencia de la vida. Por la misma razón amo la música de Mozart, porque me infunde el sentimiento de que lo importante no es la música sino aquello que expresa, que es una forma de vivir, una experiencia de la belleza, de la emoción, de la ligereza, de la gracia. Podría decir que el mismo tipo de relación que establecen Fauré o Mozart con respecto a la música es el que yo mantengo con la filosofía. Lo que más amo de los grandes filósofos es eso que nos reenvía a la vida tal cual es, a la experiencia humana.

–Tampoco la literatura sale mejor parada en su consideración, particularmente las novelas, que afirma no leer desde hace mucho tiempo. Evidentemente, no está de acuerdo con Mallarmé, que creía que el hombre había sido hecho para llegar al libro.

–No puedo estar de acuerdo con esa bella fórmula de Mallarmé, que considero decadente. Mallarmé era un inmenso poeta, pero un poeta decadente. ¿Qué entiendo por artista decadente? Todo el que piensa que el arte es el fin del arte, que el arte está por encima de la vida. Se trata del arte por el arte. Yo creo que los grandes artistas son los que nos remiten siempre a la vida, los que no quieren, como Mallarmé, abolir el mundo sino extraer de él su belleza y a veces su crueldad. Ante un autorretrato de Rembrandt experimento el claro sentimiento de que para el pintor hay cosas más importantes que el arte: la vida humana, el mundo. Hay obras maestras, por supuesto, pero la pintura no es más que pintura, la poesía no es más que poesía, la novela no es más que novela. Si una obra de arte es grande se debe a que su autor nos habla a través de ella de él mismo, de los hombres, del mundo. El equivalente de Mallarmé en novela es Proust, con quien el género se repliega sobre sí mismo. Pero si me gusta enormemente Proust es por los momentos en que no habla de literatura sino del amor, de la vida, de la muerte.

Ahora bien, mi distanciamiento de la novela no es una cuestión de teoría filosófica sino de gusto: he perdido en gran parte la atracción por la ficción. He amado apasionadamente las novelas de Flaubert, pero no creo que hoy tuviera ganas de releerlas. En cambio su correspondencia sí; en ella no me cuenta una historia, me habla directamente de sí mismo, de quién es, de su vida, de sus amigos. Hoy encuentro más rica la vida real que la ficción, por eso prefiero leer las memorias, los diarios, la correspondencia de los grandes escritores antes que sus novelas. 

–¿Cómo caracterizaría el panorama de la filosofía contemporánea?

–En primer lugar, destacaría su diversidad. Creo que hay mucho más que la dualidad de la llamada filosofía continental –cuyo origen se remonta a los presocráticos–, por un lado, y la anglosajona –filosofías analítica, del lenguaje, positivismo lógico– por el otro. De una parte, la filosofía analítica, particularmente la que se practica en Estados Unidos, ha empezado a percibir sus propios límites; son muchos los pensadores que comprenden que es bastante estéril pasarse toda la vida desmenuzando frases. Al mismo tiempo, la filosofía continental pone en cuestión una cierta tradición de complacencia con las formas oscuras, herméticas. Así, estas dos grandes corrientes comienzan a aproximarse. La anglosajona ya no rehuye las cuestiones fundamentales de la existencia humana (hay una tendencia analítica muy importante que se ocupa de la filosofía moral) y la continental intenta renovarse con una mayor exigencia de rigor, de precisión del lenguaje, de claridad y solidez en la argumentación.

Pero hay otra característica sobresaliente de la filosofía contemporánea: su extrema dispersión. Hoy no se visualizan, prácticamente, grandes escuelas y grandes individualidades. La última controversia relevante fue la que sostuvieron el existencialismo y el estructuralismo. Se trataba, en verdad, de dos corrientes perfectamente definidas que podían debatir entre sí. En la actualidad, hay grandes dificultades para distinguir dos o tres escuelas fundamentales con límites precisos. Nos encontramos, en cambio, con una multitud de individuos que hacen filosofía. Esta dispersión es un saludable síntoma de libertad de espíritu, pero también entraña dificultades para la confrontación. No es lo mismo el debate entre dos grandes corrientes de pensamiento que entre trescientos individuos.

–¿Cómo se sitúa ante el concepto de posmodernidad?

–Me deja un poco perplejo, no se trata de un concepto unívoco. En la arquitectura, por ejemplo, percibo muy bien que las tendencias posmodernas renuncian a la vanguardia y a ciertas tradiciones, pero lo hacen de una manera que podríamos llamar lúdica. Si Bofill vuelve a utilizar columnas en sus inmuebles, no es para que les sirvan de soporte sino de adorno, en función decorativa. Ahora bien, ¿qué es un pensamiento posmoderno? En general, llamaría posmoderno a todo pensamiento que renuncia a hacer de la modernidad el valor absoluto, y muy especialmente a cultivar el mito de la vanguardia. En este sentido, yo soy un pensador posmoderno. La segunda cuestión es la relación con el pasado. Cuando aparecieron mis libros, muchos se preguntaban: "¿Pero quién es este tipo que en todas las páginas habla de Epicuro o Spinoza y no dedica ni una línea a Derrida?" Y el periodismo me bautizó enseguida de posmoderno. En efecto, a mí me interesan sobre todo los filósofos antiguos, y aclaro que siento un enorme respeto por Derrida, que por cierto fue mi profesor. Pero yo no me relaciono con el pasado de un modo lúdico, decorativo, anecdótico; no adquiero ciertos elementos de Spinoza o Epicuro para jugar con ellos sino para tratar de retomar el camino de su pensamiento. Y debo decir que cuando me refiero al estilo lúdico de vinculación con el pasado no utilizo el término posmoderno en un sentido positivo.

–Citar a Epicuro, Spinoza y Woody Allen, ¿es una provocación al mundo académico?

–No, en absoluto. Admiro a Woody Allen como cineasta, actor, autor de aforismos. Para sacar a la filosofía del ambiente cerrado de los especialistas hay que considerar la vida humana en toda su multiplicidad. Al fin y al cabo, ver películas o leer periódicos también nos pueden enseñar cosas sobre la existencia.

–A veces parece resonar en sus textos un eco del cristianismo, no sólo el más evidente del budismo: el aprendizaje del desprendimiento, la liberación del ego, el perderse para ganarse. ¿Lo asume?

–Sí, lo asumo. A menudo me defino como "ateo fiel". Es verdad que desde un punto de vista especulativo, conceptual, estoy mucho más cerca del budismo, pero también es cierto que he nacido en el cristianismo, he sido cristiano hasta los dieciocho años y finalmente está bien que asuma la dimensión no sólo de mi historia sino de nuestra historia. En una ocasión, cuando el Dalai Lama visitó Francia para dar unas conferencias, un joven se le acercó y le dijo: "Su Santidad, yo quisiera convertirme al budismo." Entonces el Dalai Lama, con inmensa sabiduría, le respondió simplemente: "¿Y por qué al budismo? Usted tiene el cristianismo, y está muy bien." Si yo me siento próximo al budismo no es por practicar una especie de exotismo, de turismo cultural. Sin embargo, intento también explorar mi propio mundo, mi tradición cultural, avanzar sobre un camino que es el mío, y no puedo dejar de reconocer ciertos valores que son cristianos. Es más: reivindico una cierta fidelidad a valores morales que son judeocristianos. Me gusta decir: "La fidelidad es lo que queda de la fe cuando ésta se ha perdido." Ciertamente, he recuperado valores que había denostado a los dieciocho años, cuando perdí la fe y me adherí al ideario de Mayo del ’68. Después, al tener hijos, me di cuenta de que les transmitía una serie de valores morales de cuño cristiano. El famoso "Prohibido prohibir" es una fórmula moral imposible, tanto para mi experiencia de padre de familia como de ciudadano. Porque al fin y al cabo, ¿qué oponemos al fascismo y la xenofobia sino valores que son judeocristianos? Y el hecho de que yo no crea en Dios no altera la esencia de esos valores –espirituales, culturales, morales–, a los que no tenemos que renunciar porque permiten una existencia humanamente aceptable.

–¿Es suficiente la lucidez, el conocimiento de la verdad para vivir?

–No. En primer lugar, no nos protege de la enfermedad, por ejemplo. Luego, nadie es completamente lúcido, ni sabio, ni conoce completamente la verdad. La filosofía no es una panacea, no es una garantía contra el sufrimiento, contra la desdicha, contra la adversidad. Simplemente, si se tiene más o menos salud y suerte, la filosofía nos ayuda además, a su manera, a vivir un poco mejor.