Jornada Semanal, domingo 29 de junio del 2003        núm. 434

ADIóS A MANUEL RODRÍGUEZ LAPUENTE

Todos los gatos eran ya pardos cuando empezó el mitin en la plaza de Tlalnepantla. Frente a nuestra camioneta, convertida en templete, se agolpaban unas setenta personas, algunas simpatizantes y la mayoría curiosas, interesadas en escuchar al candidato panista a la presidencia de la república, Luis H. Álvarez y a sus virulentos oradores, Manuel Rodríguez Lapuente y este bazarista que, junto con el maestro de ceremonias, Ignacio Arriola, formaban una pequeña pandilla de convictos y confesos “desbozalados” (Teófilo Borunda dixit) que recorrían el país convocando al pueblo para que participara en una lucha electoral perdida de antemano y, por lo mismo, carente de cualquier forma de esperanza y encerrada en esa pureza radical que es la esencia misma del idealismo.

El maestro de ceremonias dio inicio a la contienda retórica utilizando algunos precisos adjetivos para describir los rasgos principales de la nomenklatura priísta: “ratas de caño”, robavotos”, “fraudulentos”, “pillos” y “depredadores”... El público empezó a gozar, a desahogarse y, por lo mismo, la catarsis inició su acción precariamente liberadora. Se trataba, como decía González Luna, de “mover las almas” y todos, empezando por el candidato y su valerosa y prudente (recordemos a Tirso de Molina y su admiración por la prudencia en la mujer) esposa, sabíamos que, como lo afirmaba Gómez Morín, la lucha política en México era una “brega de eternidad” (las cosas y, con ellas, el partido, los ánimos y los principios ya no son los mismos después del 2000). Subí a la tribuna y asesté uno de esos “discursos de plazuela” que tanto deploraba Carlos Monsiváis, en esa época admirador de las metáforas aladas que constituían la columna vertebral del “verbo de la juventud mexicana” afiliada al partido en el poder y especialista en “jilguerear”, es decir, en hablar y hablar bellamente sin decir nada para evitar el camino empedrado del compromiso. “Casi nunca hacen lo que dicen; nunca dicen lo que hacen y generalmente ni hacen ni dicen cosa de verdadero provecho”, era una buena definición de origen orteguiano de esas florituras retóricas.

Llegó el turno de Manuel Rodríguez Lapuente. Delgado, flexible, entusiasta, arengó a la pequeña multitud y criticó a Fidel Velázquez y a los líderes “charros”. Hizo un retrato cargado de tintas fuertes del sindicalismo y de sus deturpadores y, con una ironía siempre colindante con el sarcasmo, describió los malos manejos del ya anciano patriarca cetemista y de sus ya maduritos lobos, lobitos y lobeznos. Sonó un disparo y escuchamos el silbido de una bala sobre nuestras cabezas. Manuel siguió hablando impertérrito. Su voz no tembló en ningún momento y su ademán se hizo más perentorio. De un extremo de la plaza provenían los disparos de los pistoleros cetemistas. Ni el candidato, ni su esposa, ni Ignacio Arriola, ni este bazarista (confieso que el otro yo del doctor Merengue andaba ya debajo del templete) movimos un músculo. Silbaban las balas y el público corría por todos los rumbos de la plaza. De repente, Fernando Aranzabal, el periodista de Excélsior que cubría la gira de Álvarez, se dirigió hacia los pistoleros agitando los brazos. Recibió un impacto de bala en el brazo derecho, pero cesó la balacera. Los colegas recogieron a Fernando y lo llevaron a una botica. Nos informaron que la herida era superficial y el mitin siguió (quedaban unos diez espectadores a los que se les unió un nuevo grupo de morbosos). Manuel, siguiendo el estilo del “decíamos ayer” de Fray Luis de León, retomó su discurso y arremetió con más fuerza contra los “charros” y sus pistoleros. Todos mirábamos de reojo hacia la madriguera de los tiradores, pero nada sucedió y el candidato cerró el mitin con un discurso ponderado y sereno.

Así era Manuel Rodríguez Lapuente, hijo de español de San Vicente de la Barquera, pueblo visitado por la marea baja; nacido en Teziutlán y muerto hace unos días en su refugio de Atemajac, a un paso de la imponente barranca que corta de tajo el desenfrenado crecimiento urbano de Zapopan y de sus satélites, Guadalajara, San Pedro Tlaquepaque y Tonalá. Manuel escribió una inteligente Historia de Iberoamérica que publicó Sopena, una serie de libros y de folletos sobre temas de derecho, historia, sociología y economía; dictó muchas conferencias y varias cátedras memorables, fue un respetado y carismático maestro de la Universidad Autónoma de Querétaro, creó institutos y centros de estudios en la Universidad de Guadalajara, intentó, junto con este bazarista y otros cándidos, inclinar al pan hacia el terreno de la izquierda cristiana, apoyó la huelga de Vallejo y la Revolución cubana, fue directivo del prd en Jalisco y formó una familia unida e inteligente con María, su admirable compañera. Una vida plena, alegre, a ratos desasosegada; una vocación de servicio y un gran amor por la cátedra y por la investigación. Esos fueron los rasgos de su firme paso por este mundo. Escucho su risa y recuerdo su humor implacable y gozoso. No se me ocurre decirle adiós porque los catedráticos de alma y cuerpo, como los viejos soldados, nunca mueren. Se quedan en sus palabras, en sus libros, en sus dudas, sus certezas y su alegría. Eso es lo que importa... “lo demás es silencio”...
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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