Jornada Semanal,  29 de junio de 2003         núm. 434

ANA GARCÍA BERGUA

IR AL CINE

Ya no hay noticieros cinematográficos, con lo bonitos que eran. Yo era bastante chica, pero me acuerdo bien. Antes de la película y luego de los anuncios, aparecía Demetrio Bilbatúa asomado al lente de una cámara que ahora se antoja verdaderamente antediluviana, y después de eso venían unas escenas muy variadas, a saber: un montón de refrescos desfilando en la banda de una fábrica que en los años cincuenta ha de haber sido muy moderna con fondo de música de jazz, de preferencia de vibráfono; el presidente de la República –López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría– cortando un listón para inaugurar alguna cosa en medio de funcionarios y señoras de largo que palmoteaban como focas; unos clavadistas en la Quebrada de Acapulco, y al final, unos anuncios de la rubia Superior que mentiría si dijera que le gustaba mucho a mi papá o a mi hermano porque no lo sé: para esas alturas me encontraba yo rascando muy afanada mi copa de helado de tres sabores y lamentando que no me hubiera durado hasta la película. Antes los cines eran enormes como el circo romano, y apestaban y siempre se le pegaba a uno en el zapato algo de lo más sospechoso, y las películas estaban llenas de rayas amarillas (cuando entré a trabajar en la Cineteca, los técnicos las llamaban muy poéticamente "lluvia"), como si le hubiesen dado la copia al gato del cine para que retozara a gusto, y uno siempre sabía en qué rollo iba la película, porque aparecía el número con total impudicia a mitad de la escena más emocionante. Ir al cine era una experiencia cavernícola y los críticos se quejaban de que la gente hacía ruido masticando las palomitas y arruinaba las obras de Resnais o de Bergman.

Ahora ya no se le pega a uno nada en el zapato gracias a las mullidas alfombras, y las salas son diminutas. Nada más llegar lo recibe a uno el aire acondicionado, y las butacas son tan cómodas que se corre el riesgo de quedarse dormido antes de que comience la película. Y ya no hay noticieros cinematográficos. Hay, eso sí, una cantidad exagerada de comerciales, que son los de la televisión pero en versiones más largas, llenos de efectos especiales muy bonitos. Cuando han pasado los veinte minutos de comerciales, llegan otros veinte minutos de avances de otras películas, cada uno con el pequeño anuncio de la compañía productora y la distribuidora que tiene también un notable efecto especial. Para esas alturas, uno ya siente un poco de frío con el aire acondicionado, bastante sueño por el mullido sillón, se ha terminado no sólo la copa de helado de tres sabores, sino un galón de refresco y una cubeta de palomitas, e incluso ha olvidado qué película había ido a ver. Uno está a punto de recordarlo cuando cree que ya viene el anuncio de la compañía productora de la película, pero no, es el anuncio del cine en el que uno se encuentra, faltaba más, en el que uno siente que vuela, que recorre un país de efectos digitales parecido al set de la guerra de las galaxias, y ya cuando por fin termina aquel anuncio comienza... el anuncio del sonido Dolby, que le recuerda a uno que no sólo va a admirar toda clase de monerías brillantes –aunque haya ido a ver una película perfectamente deprimente–, sino que escuchará todo que será un primor. Pero, ¿qué era lo que vine a escuchar?, se termina preguntando uno, junto con los críticos, que a estas alturas ya han de estar dormidos. Yo a veces no sé si luego de tanta pompa y solemnidad tecnológica no extraño un poco la fábrica de refrescos y el presidente cortando el listón, con todo y las rayas amarillas y el pegoste en la suela del zapato. 

Pero fíjense que todo esto lo pensé luego de leer en el periódico que el gobierno de la ciudad ya no va a rescatar para el cine mexicano algunos viejos cines como se había planeado, y que nada más venderá los edificios de la manera más pragmática. Entre ellos se encuentra el cine de barrio donde vi aquellos noticieros cinematográficos que les cuento, el cine Bella Época que en mi infancia se llamaba Lido, de manera menos porfiriana y más sabrosona. ¿Qué irá a ser de mi cine? Yo espero que aparezca alguien sensible y con posibilidades, para salvar a aquel cine que forma parte del perfil de un barrio, tan cercano a la heladería Roxi, con su torrecita art déco, y los fantasmas de sus niños espectadores que veían noticieros cinematográficos y películas musicales.