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México D.F. Viernes 27 de junio de 2003

Horacio Labastida

La grandeza de Cuba

Los últimos versos del poema de Ho Chi Minh en su Diario de la prisión (1942-1943), escritos al recobrar su libertad en la China de Chan Kai-shek, entonces líder del Kuomintang fundado por Sun Yat-sen (1866-1925), dice lo siguiente: Y en los árboles, de ramas limpias ahora,/ Los pájaros cantan en coro./ El corazón de los hombres se llena/ De este calor,/ La vida vuelve a nacer,/ Y las amarguras ceden el paso a la felicidad.

No vivir en un profundo calabozo, atadas las manos y los pies y embozado para impedir los gritos de auxilio, connota una libertad anhelada por igual en la mente del individuo y la sociedad. En las raíces del humano florece la necesidad radical de romper las ataduras enajenantes que le imponen las clases hegemónicas, desde el administrador prehistórico de los excedentes de la tribu hasta nuestros días, dominados por las corporaciones trasnacionales que representa, en el ejercicio del poder político, la alta burocracia adueñada del Tío Sam.

A los 50 años y en representación de la Liga para la Independencia de Vietnam, organización fundada para derrotar a los fascistas japoneses y a los imperialistas franceses, sale Ho Chi Minh confiado en encontrar ayuda en el gobierno sínico, y su sorpresa fue enorme cuando en lugar del auxilio la policía lo aprisionó sin conmiseración alguna.

Protestar y oponerse a la subyugación que beneficia a las elites opulentas es algo incompatible con el capitalismo internacional y su adueñamiento del mundo al concluir la Primera Guerra Mundial (1918), apoderamiento que continúa con nuevas armas al caer estrepitosamente la Unión Soviética (1991). Precisamente el gran problema del presente es hallar una estrategia que permita resistir la deshumanización que se impone y recuperar la libertad creadora y feliz que el hombre anhela. Notorio es que tan maravilloso proyecto está rodeado hoy por ejércitos que tienen en sus manos las más agresivas y asfixiantes armas de destrucción masiva, arsenal éste que guardan y reproducen con cuidado Washington y sus socios europeos y asiáticos con objeto de avasallar a los pueblos y convertir a las personas en cosas.

Sin embargo, no todo está perdido. En Seattle y Porto Alegre se sumaron las fuerzas morales de la humanidad y declararon la necesidad de detener la barbarie y sustituirla por la civilización. La idea de otro mundo es posible es por ahora un escudo universal contra los expoliadores de las masas humanas. Al lado de esta corriente negadora de las bombas atómicas y de los aviones y tanques que a gran distancia mutilan a millones de niños, hombres y mujeres, hay una sociedad en la patria de José Martí que enseña de manera concreta y en la experiencia cívica cómo es posible acrecentar día a día la grandeza revolucionaria que ha derrotado la vieja opresión y retomado para sí una autonomía soberana. Primero venció al colonizador español entre 1868 y 1898, y después al colonizador yanqui en las décadas que parten de la imposición de la Enmienda Platt (1901) al triunfo de la revolución de los guerrilleros comandados por Fidel Castro (1959), y por medio de la creación de un hombre nuevo que niega la cultura del goce de unos cuantos a costa de los demás.

El hombre nuevo cubano sabe que su bienestar material y cultural no es posible sin el bienestar material y cultural de todos, y así es como trabaja para provecho de sí mismo y de los otros al distribuirse con equidad los bienes materiales y espirituales que genera la sociedad con sus energías físicas e intelectuales. El bien sólo puede ser bien común, porque si es bien parcial se convierte en mal, ética suprema que nos fue mostrada a mi esposa y a mí por el cochero que nos condujo a través de las calles de Varadero.

Cuando era niño -nos dijo- yo, mis hermanos y mis padres no sabíamos leer ni escribir, trabajábamos de sol a sol en una hacienda azucarera por un salario miserable y teníamos prohibido acercarnos aun de lejos a la Casa Grande. Vino la revolución y las cosas cambiaron. Un maestro llegó a nuestra casa y nos enseñó a leer y a escribir, y después cada uno pudo ir a escuelas superiores sin costo alguno. No me preocupé de la educación y salud de mis hijos en vista de que eran gratuitas, abiertas en grupos no mayores de 20 alumnos y con atención en hospitales de médicos especialistas; mis hijos son ahora profesionistas; mi señora y yo estamos pensionados por el Estado, cultivamos nuestro terreno, intercambiamos las cosechas con los vecinos y yo obtengo -dijo- otros ingresos con el carro que alquilo a los paseantes. Yo, los míos y la gente de mi pueblo -agregó al fin- vivimos tranquilos y esperanzados en el porvenir.

Así siente y piensa el hombre nuevo cubano como símbolo de lo que todos los hombres podrían ser en el futuro. No hay duda. La grandeza de Cuba está enraizada en una revolución que ha creado las condiciones sine qua non de la liberación de los cubanos de hoy.

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