ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
En el principio fue el iconoclasta y frente a su fuerza aniquiladora nada quedó en pie. Podrán pasar los siglos como segundos desbocados y bocanadas de polvo por eras y eras, que la actitud de no dejar un hueso sano en el cuerpo social es una de las más riesgosas e inevitables, ineficaces y rotundas, valientes y temerarias que puede adoptar un ensayista, toda vez que la página en blanco y la pantalla vacía guardan con la existencia misma una analogía insoslayable: como era en un principio, y hasta el día del punto final, estamos solos. Desde su eminente soledad patronímica, Augusto Isla recupera para sí, es decir, para sus lectores, una veintena de asuntos ocurridos durante los últimos cinco años en nuestro país y los ataca (en su caso el término agrega a la naturaleza bélica el sentido musical de esta voz) con lujo de discreción e impaciencia, modulando las frases sólo para acerar mejor el dardo de la ira. Ya Borges había advertido que denostar y celebrar son operaciones emocionales que nada tienen que ver con la crítica. El arte de festejar o fustigar un acontecimiento, un vicio, una virtud venerable en un líder social o en una comunidad política determinada parecería doblemente mentecato si se reconoce que todo encono verbal es, además, un episodio efímero que, luego del vendaval, tiende a dejar las cosas como estaban: un arresto que deviene quietismo e inmovilidad. Y sin embargo, qué sano, qué reconfortante es escuchar la elocuencia de la justa indignación, el vituperio que acierta en el blanco como muchas veces ocurre en los ensayos de este libro. No se trata, como la insistencia en el tono de la obra podría sugerirlo, de un conjunto de desavenencias reclutado bajo la bandera de la cólera, sino de un equilibrado volumen en el que el autor reúne algunas de sus colaboraciones periódicas en torno a problemas nacionales o acerca de libros, crímenes y personajes tan disímiles como Marcos, Daniel Cosío Villegas, Luis Donaldo Colosio o La Doña del cine mexicano. El enfoque es siempre personal, casi diríase que abusivamente subjetivo si no es porque, desde esa trinchera, la materia textual rejuvenece en análisis de una sutileza y una contundencia que, toda proporción guardada, reclaman un lugar cercano a los trabajos de Monsiváis en el ámbito del ensayo sociopolítico de los últimos años. La variedad temática recuerda también al autor de Amor perdido: Isla se detiene lo mismo en un concepto (peligroso por inasible) de la nueva casta eclesiástica que en el analfabetismo videobobo de los fanáticos de las estrellas televisivas. Y si bien no puede pasar adelante la afinidad (se trata de dos ensayistas de muy diversa formación y alcances), es de reconocerse en ambos una idéntica lección a la que convendría no prestar oídos sordos: hay estilo en sus textos, y esta devoción de la escritura es la que siempre ha caracterizado al trabajo ensayístico, así se trate de un ejercicio intelectual de carácter no literario. Es posible que el lector abomine de cierta retórica embalsamada o de trucos sintácticos publicitarios tanto en Monsiváis como en Isla, pero qué duda cabe que se siente incluido por un texto que no lo rechaza desde su objetividad profesional o desde una supuesta neutralidad de registro que va a parar casi siempre en el aburrimiento. Al margen de la pertinencia de las observaciones y la frialdad de los juicios (algunas veces montados en el rencor de la inconsecuencia: "Durante años, con cierta ingenuidad, creí que los intelectuales católicos tenían algo interesante que decirle al mundo contemporáneo"), Resplandores del caos es un libro que se atreve al desacuerdo y no recula en aras de una discutible discreción que, muchas veces, es hija de esa tolerancia y esa prudencia que no osan decir su verdadero nombre: cobardía intelectual. Es natural por ello que en el prólogo del volumen Hugo Gutiérrez Vega no pueda pasar en silencio el hecho de que "varias de sus afirmaciones y, sobre todo, de sus conclusiones" sean difícilmente compartibles, bien porque se han promulgado con una arrogancia desaforada o porque han caído en la tentación apocalíptica de pintar de negro un futuro que, aun en la peor de las premoniciones, ve sobrenadar en su oscura superficie el gris de algunas islas, así sean deleznables.
La casuística de las materias abordadas por el libro corre a parejas con el catálogo de discretas discrepancias o francas aversiones ya señaladas como el clima espiritual de los ensayos. No es posible suponer que, por una casualidad, el primero de ellos, "El fantasma de don Daniel", aliente una diatriba contra la turbiedad ideológica de Cosío Villegas, por más que el orden del caos, en el caso de la presentación de los trabajos reunidos, sea meramente cronológico. No se trata de una contingencia en la medida en que, si alguna familiaridad es evidente entre los intelectuales zarandeados por Isla, es la ascendencia liberal de su discurso: hablará más tarde de la ineptitud de Octavio Paz y, en "El mercader edificante", verá con sorna los trabajos históricos y politológicos de Enrique Krauze, para quien el epíteto que da título al artículo convive con el de llamarlo "gerente de Televisa". Pero no es éste el único frente en que abona el denuesto (no siempre muy luminoso) de los resplandores de Isla: así mismo, Pablo González Casanova y Julio Scherer son pasados por las armas en virtud de objeciones que se detienen incluso en melindres sintácticos. La lectura del autor deviene entonces una plataforma de palos de ciego que, si bien aciertan en algún punto, muchas veces dan sólo con el aire de su propia indignación e ignoran perspectivas fundamentales. Esto ocurre sobre todo en el caso de Scherer, cuando ve en los proyectos periodísticos emprendidos por el ex director de Proceso, marrullerías y amarillismo sin más, como si la denuncia de la ignominia que ha dado sentido a los esfuerzos de Scherer por violentar la inercia editorial de muchos medios, se deslavara completamente frente a los excesos que sin duda comete un periodismo de tal talante. Cuando Isla se refiere en el colmo de la inquina a su pluma "limitada en recursos literarios, demasiado atenida al hipérbaton", no nada más elude aspectos de mayor monta en la obra de Scherer sino que se muerde inocentemente la cola al ignorar que ciertos regímenes verbales, rimas inhóspitas y demás purulencia de su propia prosa (que comete el desacato, no por generalizado menos insolente, de pluralizar el pronombre sin razón alguna en "se apropiaron de cuanto pudieron mientras el mundo se los permitió"), de ninguna manera serían argumentos audibles para poner en entredicho la calidad de sus ensayos: pienso, por ejemplo, en la valentía de su examen al discurso ideológico de la Iglesia, en el paciente análisis de las etnomanías que han maniatado cualquier posible solución en Chiapas o en la sobria contención con que asienta, al hablar de María Félix y sus perogrulladas vocingleras, que "la belleza legitimó sus arbitrariedades". En resumidas cuentas, el libro de Augusto
Isla está lleno de pronunciamientos felices, rencores eficaces y
observaciones sustentadas en un oficio indudable, el del trabajo periodístico,
y en su formación sociológica que, como al pasar, le permite
reconocer en las ideas de Thoreau, Hannah Arendt o Isidro Fabela, por mencionar
sólo tres de las numerosas lecturas que pueden advertirse en su
discurso, puntos de vista cuya vigencia pone en aprietos a la exultante
perfidia con que "los señores del poder" manejan el mundo. La intransigencia
de los ensayos, en ocasiones ingenua y molesta, habrá de verse como
voluntad de estilo si se quiere acceder sin resentimientos a su propuesta
esencial: más allá de los modelos utópicos, dando
el brinco a la barda que los separa del caótico aquelarre en el
que se sumergen las sociedades modernas no se trata de condenar al hedonismo
sino de protegerlo de quienes lo desactivan y convierten en el mejor pretexto
para no pensar y, sobre todo, para no actuar, se puede reconocer que la
fiesta habrá de seguir y que sus resplandores, lejos de minarla,
iluminan la vieja idea de un orden más justo siempre difícilmente
posible pero, al mismo tiempo, siempre provocadoramente real
|