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México D.F. Domingo 15 de junio de 2003

Carlos Bonfil

La baronesa y la cerda

En el contexto del Festival de Cine Canadiense que esta semana presentan simultáneamente la Cineteca Nacional y Cinemex Masaryk, se proyecta La baronesa y la cerda (The Baroness and the Pig), primer largometraje del también dramaturgo Michael Mackenzie. Si en un principio el título desconcierta, muy pronto se entiende como el juego de una oposición subyacente, de lo sublime y lo grotesco, categorías estéticas del romanticismo, a lo Víctor Hugo, en una historia ambientada en el París de 1887. En su origen, La baronesa y la cerda fue una obra teatral, con sólo dos personajes: una dama estadunidense, ascendida a la nobleza por un matrimonio de conveniencia, deseosa de inaugurar en su residencia parisina un salón de las artes y las ciencias, que le permitiera ganar respetabilidad entre la aristocracia local, y Emily, una adolescente salvaje a quien la baronesa rescata filantrópica y literalmente de un chiquero, con el propósito de educarla intensivamente y presentarla en sociedad, como una curiosidad de salón o corolario de sus extravagantes devaneos pedagógicos.

Mackenzie adapta su propia obra teatral y añade varios personajes secundarios, algunos notables, como el mayordomo Soames, otros, abiertamente fársicos, como la duquesa, árbitro de la buena sociedad y continua pesadilla de la baronesa advenediza. El realizador, en complicidad con su diseñador artístico, Ben van Os, colaborador de Peter Greenaway, concentra el ámbito aristocrático parisino en un castillo húngaro, cuyos interiores decora de modo extravagante, cual reflejo de los gustos iconoclastas de una estadunidense acaudalada ansiosa por introducir la modernidad en círculos elitistas que juzga retrógrados. La cinta se divide, muy teatralmente, en cuatro actos (La ciencia, Las artes, El teatro, y Las artes y la ciencia), y desde el inicio domina la fascinación por la imagen: el comercio de reproducciones pictóricas, la técnica finisecular de colorear las fotografías, las figuras humanas en animación de Muybridge, la anticipación del kinetoscopio, y la omnipresencia del espejo (magnificación narcisista en el caso de la duquesa; abismo de perplejidad para Emily, temerosa de su propio reflejo). También la fascinación del vulgo por la nueva tecnología y los inventos: la electricidad, el fonógrafo, la telegrafía.

La baronesa y la cerda establece un vínculo entre el espíritu de aventura científica de finales del siglo XIX y la euforia actual por las nuevas tecnologías; la cinta misma está filmada en digital y la pista sonora es obra original de Philip Glass. El fotógrafo Eric Cayla ensaya variaciones cromáticas y transita con facilidad al blanco y negro en su búsqueda de atmósferas y texturas adecuadas. El efecto jamás es pretencioso, y remite, en la secuencia en el salón de la duquesa, a las experimentaciones barrocas de Sokurov en Arca rusa, con un guiño a las técnicas de iluminación en Barry Lindon (Kubrick) y en El contrato del dibujante (Greenaway).

Algo fascinante es el modo en que la educación moral de Emily (Caroline Dhavernas), la joven "cerda", expone la vanidad de las convenciones sociales en el círculo hermético al que pretende ingresar la baronesa (Patricia Clarkson). De golpe, maestra y alumna se descubren solidarias frente al rechazo social, parias las dos, sujetas ambas a la amenaza de un internamiento siquiátrico. Un momento singular: las dos protagonistas recitan, parodian, memorizan pasajes de Julio César, de Shakespeare, sólo para vivir después en carne propia, una, los efectos de una traición, y la otra, la violencia de un acto criminal: el estupro. La cinta opta muy deliberadamente por la teatralidad, desde la elección de decorados (nunca tan radical en el artificio como La inglesa y el duque, de Rohmer, otra experiencia digital), hasta el juego muy libre de la cámara. Las actuaciones femeninas son muy eficaces en su registro de candidez y heroísmo, y en su vigorosa oposición a la petulancia patriarcal.

Mackenzie revela igualmente un excelente sentido del humor; véanse las asesorías estéticas del mayordomo Soames a la baronesa perpleja, o sus lecturas de poesía simbolista francesa, o su impasibilidad ante un arranque de cólera de su ama ("ƑPrecisa de mi asistencia en cualquier otra alteración suya, señora?"). La baronesa y la cerda muestra un tránsito inteligente de la dramaturgia a la pantalla, un buen aprovechamiento de recursos en su recreación histórica, una ironía tan discreta, que los desprovistos de ella, juzgarán superficial, y un evidente placer de filmar y de explorar, al modo de la baronesa, las invenciones varias de la tecnología.

La cinta se exhibe únicamente hoy en Cinemex Masaryk Polanco.

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