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México D.F. Domingo 15 de junio de 2003

Guillermo Almeyra

Entre Gramsci y el tango Cambalache

Como profesor me encuentro a menudo con colegas que me recitan, sin saberlo, el famoso tango de Santos Discépolo Cambalache, según el cual "el mundo fue y será una porquería" (en la versión de ellos "los pueblos" están demasiado corrompidos e integrados en el capitalismo como para que puedan buscar una alternativa al régimen del capital. Marcuse, en vez de "pueblos" colocaba al proletariado y algunos sostienen que la democracia representativa funciona muy bien, sólo que "el pueblo" no está a su altura). Eso no sería demasiado grave, porque sería meramente la justificación de gente que sí está integrada al sistema, es impotente y está de salida, pero cuando uno encuentra en jóvenes veinteañeros la idea de que no se puede hacer nada porque no habría sujetos para un cambio social, la cuestión es preocupante y merece un análisis.

Antonio Gramsci tomó de Georges Sorel su confianza inquebrantable en los trabajadores y oprimidos y el concepto plasmado en la fórmula que recomienda trabajar con "el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad". O sea, ver la realidad tal cual es, por desastrosa que nos parezca, pero apostarle a los elementos que en esa realidad -que es contradictoria- van a contrapelo de la tendencia dominante y, por tanto, permiten actuar y cambiarla. En ese optimismo no hay fideísmo ni ceguera, porque el mismo tiene una base material. Lo que hay, en cambio, es la negativa total a aceptar el fatalismo y el determinismo que llevan a la impotencia porque no somos sólo hijos de nuestro medio y de nuestra época, modelados por el poder de los dominantes (como expresó después Foucault) sino que también podemos modificar esa sociedad que se nos impone y, así haciéndolo, modificarnos nosotros mismos en buena medida, aunque no totalmente.

El teatro griego clásico está construido en torno a esta idea de la lucha del individuo contra el Destino (o sea, contra las determinaciones sociales, culturales, religiosas) y la historia de la creación de la intelectualidad en Europa, rompiendo con la Iglesia y con las presiones de clase, demuestra también que ello es posible. Por eso entre Gramsci y Discépolo prefiero al jorobadito y no al narigón, porque el primero es un filósofo de la acción y de la esperanza, y el segundo sólo el amargo cantor de la muerte y del "qué-vas-aché" pasivo y resignado.

Agreguemos sin embargo algunas cosas: no hay un "pueblo" ni hay "pueblos" siempre homogéneos, siempre iguales a sí mismos en la ignorancia, el bajo interés, el egoísmo que permite que les manipulen. Esas supuestas unidades están divididas en grupos que se diferencian y combaten. Hay en ellos minorías altruístas, revolucionarias, llenas de iniciativa. Y esas minorías -culturales o de clase, tanto da- en ciertos momentos se convierten en mayorías, porque en las ovejas del rebaño, en los sometidos por cálculo o por tradición, hay también algo de leones. Un fuerte agravio, una experiencia intolerable, puede entonces convertir a los mujiks resignados que imploraban pan al zar, o sea, al culpable de su miseria, en revolucionarios guiados por las minorías que remaban contra la corriente, y en seres capaces de dar su vida por altruísmo y sentido colectivo. Es cierto que, después, aunque su participación en un proceso violentamente disruptivo, los haya cambiado y haya cambiado las relaciones de fuerza entre las clases, el peso del pasado retomará sus fueros. Así se ha comprobado en todos los procesos de degeneración de las revoluciones, que son explicables porque el conservadurismo y la ignorancia de las masas no habían sido totalmente eliminados sino que habían pasado a segundo plano, y resurge la necesidad de un Hombre de orden. Pero no se puede esperar que el despertar de los trabajadores sea un proceso lineal y siempre ascendente o deducir que el fracaso de las revoluciones que hemos conocido durante esta fase del capitalismo se deba a la imposibilidad de hacerlas mientras el género humano no se haya liberado del fetichismo de la mercancía, de la hegemonía cultural burguesa y de su propia naturaleza imperfecta. Cada uno lleva en sí un cerdo y un cobarde, pero también un héroe abnegado que puede surgir si se presenta la ocasión. Si no fuera así no habría habido ningún progreso, ningún descubrimiento científico, ninguna revolución. En la democracia directa predominan los que piensan en el bien común (aunque hay margen también para los maniobreros). Pero los que practican la democracia directa en su territorio también votan, delegan su representación, abdican de su independencia, al elegir un "representante" que sólo se representa a sí mismo o a su partido-grupo de interés. Por eso no es un sistema bueno y muchos le dan la espalda con su abstención en las urnas, aunque siguen actuando en la vida cotidiana. Combinar la generalización de la democracia directa con algunas expresiones controladas de democracia representativa (con revocabilidad de mandatos, por ejemplo) podría ayudar a la gente común a expresarse y sentirse representada, y a ganar independencia cuando hoy abandona sus derechos políticos, porque se siente tratada como imbécil o permanece en la sumisión diciendo, antes de regalar su voto, "total, son todos iguales".

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