conversación
con la poesía
La certeza de haber vivido
Para José Emilio Pacheco, "no leemos a otros: nos leemos en ellos", y esta ha sido la convicción que permanentemente ha alimentado lo mismo su poesía que su obra narrativa, ensayística y periodística. En este sentido, incluso sus "inventarios" (colaboraciones que todos esperamos, algún día, ver reunidas en uno o varios volúmenes) se fundamentan en la certeza de que lo leído es tan nuestro como lo vivido. Durante cuarenta y cinco años somos muchos los que nos hemos leído en su prodigiosa obra. Nadie trabaja aislado, dice Pacheco: un escritor "debe tanto a los que lo precedieron como a sus contemporáneos, y a los que vienen después". Voz de la tribu, José Emilio Pacheco recoge las preocupaciones de todos, junta las emociones, asume como suyas las muchas derrotas colectivas y los escasos triunfos humanos en una obra diversa y polifónica donde los géneros se nutren mutuamente: la poesía alimenta a la prosa y la prosa se comunica con la poesía en plenitud de recursos. José Emilio Pacheco el poeta no se disocia de José Emilio Pacheco el novelista, el cuentista, el cronista cultural y el antólogo e historiador de nuestras letras. En su mediodía poético, ha publicado la cifra perfecta de doce libros, reunidos hoy en Tarde o temprano: Poemas 1958-2000: Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980), Los trabajos del mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena errante (1999) y Siglo pasado: Desenlace (2000). El novelista ha entregado a los lectores obras igualmente inolvidables: Morirás lejos (1967) y Las batallas en el desierto (1981). Y no menos singular es la producción literaria del cuentista: La sangre de Medusa (1958), El viento distante (1963) y El principio del placer (1972). En todos los casos, estos libros han seguido escribiéndose, pues la reescritura del autor, como él mismo ha dicho, es una lucha incesante: "uno tiene el deber permanente de mitigar su imperfección y seguir corrigiéndose hasta la muerte". Paradigma inalcanzable, la obra literaria admite cada día los "borradores en marcha" que son los libros, como nos recuerda Pacheco que dijo Valéry, no "terminados" sino tan sólo "abandonados". Nueve lustros después de su primer libro, Pacheco continúa su batalla contra el "texto definitivo", sigue corrigiéndose y piensa en la obra literaria "como trabajo humano, producto histórico y perecedero: por tanto susceptible de mejorarse". Para decirlo con la voz de uno de sus heterónimos, Julián Hernández, "Todo poema es un ser vivo:/ envejece." La obra de Pacheco es, en consecuencia, una obra en construcción. Cuando, en 1980, apareció la primera edición de su poesía reunida, solicitó: "Me gustaría que Tarde o temprano se viera no como una obra solemne y definitiva sino como un libro más: mi primer libro, que he tardado veinte años en escribir." Una década después, al reescribir y reeditar La sangre de Medusa, el autor explicó: "Al adolescente que publicó en 1958 la primera Sangre de Medusa le digo: Aquí termina nuestra colaboración. Hice lo que pude. Ahora tú lee estos cuentos desde tu perspectiva irrecuperable y dime qué te parecen. Aún tengo mucho que aprender y de verdad tu juicio me interesa." La conversación que sigue es, como ya dijimos, un diálogo con la poesía y, por ello mismo, con el poeta. Abrimos las páginas de Tarde o temprano, las interrogamos. Y estas páginas cordialmente nos responden, y esto es lo que responden: Desde la primera edición de Tarde o temprano, en 1980, hiciste tuyas unas palabras de T. S. Eliot, tomadas de los Cuatro cuartetos. En ocasión de haber reeditado por tercera ocasión tu poesía reunida, en 2000, reiteras la convicción de que la obra siempre es un intento, jamás una versión definitiva. Eliot creía que "lo que fuerza y sumisión deben conquistar ya ha sido descubierto varias veces por quienes uno jamás podrá emular"... Pero no hay competencia añadió Eliot: sólo existe la lucha por recobrar lo perdido y encontrado y perdido una vez y otra vez y ahora en condiciones que parecen adversas. Pero quizá no hay ganancia ni pérdida: para nosotros sólo existe el intento. Lo demás no es asunto nuestro. Cierto, tal decía Eliot. Y tal lo sigue creyendo José Emilio Pacheco. Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras acabadas, sólo obras abandonadas. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección. En su Cancionero apócrifo, Julián Hernández dice algo parecido, en varias ocasiones. ¿Lo recuerdas? Todo poema es un ser vivo: envejece. Hay que ser implacables. (No tengan, pues, clemencia con mis errores.) Nuestra debilidad les dará fuerza y acertarán en donde fracasamos. Pero una vez borrados (si nos recuerdan) ojalá piensen en que la perfección es para siempre ajena a todo intento humano. Sin embargo, Julián Hernández tenía un motivo para ese intento, el mismo que desde hace ya cuarenta y cinco años te alienta también a ti. Tenemos una sola cosa que describir: este mundo. ¿Qué quieres decir con ello? Otros hagan aún el gran poema, los libros unitarios, las rotundas obras que sean espejo de armonía. A mí sólo me importa el testimonio del momento inasible, las palabras que dicta en su fluir el tiempo en vuelo. La poesía anhelada es como un diario en donde no hay proyecto ni medida. ¿Para qué escribir entonces? No importa que la flecha no alcance el blanco. Mejor así. No capturar ninguna presa, no hacerle daño a nadie, pues lo importante es el vuelo, la trayectoria, el impulso, el tramo de aire recorrido en su ascenso, la oscuridad que desaloja al clavarse, vibrante, en la extensión de la nada. ¿Quieres decir, con ello, que es mejor vivir que escribir? Escribir es vivir en cierto modo. Y sin embargo todo en su pena infinita nos conduce a intuir que la vida jamás estará escrita. Pese a todo, has dicho que en los libros dormidos también habita la vida.
Si es así, entre todas las escrituras, la poesía conserva la memoria. La poesía es la sombra de la memoria pero será materia del olvido. No la estela erigida en la honda selva para durar entre sus corrupciones, sino la hierba que estremece el prado por un instante y luego es brizna, polvo, menos que nada ante el eterno viento. ¿Para qué escribir poesía entonces? No hemos cumplido cuarenta años y ya hay en nuestra generación demasiados poetas muertos. Muertos en la guerrilla, la tortura, el accidente, el suicidio... Pactemos con los adelantados que nos permitieron sobrevivirlos. Si ellos vivieron nuestras posibles muertes, correspondamos a tanta gentileza tratando de escribir sin proponérnoslo en ese libro único que cada generación transmite al desdén o al malentendido generoso de las siguientes las páginas que aquéllos no tuvieron tiempo ni deseo de escribir. Has dicho que la poesía no es, como pudiera suponerse, "signos negros en la página blanca", sino que llamas poesía "a ese lugar del encuentro con la experiencia ajena". Dicho de otro modo, el poema lo hacen, conjuntamente, el autor y los lectores. No leemos a otros: nos leemos en ellos. Me parece un milagro que algún desconocido pueda verse en mi espejo. Si hay un mérito en esto dijo Pessoa corresponde a los versos, no al autor de los versos. Si de casualidad es un gran poeta dejará cuatro o cinco poemas válidos, rodeados de fracasos y borradores. Sus opiniones personales son de verdad muy poco interesantes. Sin embargo, son las opiniones personales del poeta lo que más se exige y le interesa al mundo actual. Extraño mundo el nuestro: cada día le interesan cada vez más los poetas; la poesía cada vez menos. El poeta dejó de ser la voz de la tribu, aquel que habla por quienes no hablan. Se ha vuelto nada más otro entertainer. Sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica, sus alianzas o pleitos con los demás payasos del circo, tienen asegurado el amplio público a quien ya no hace falta leer poemas. Y, para estar a tono con esas exigencias del mundo, son muchos los que ostentan el oficio de poeta. Qué presunción decirle al mundo: "Yo soy poeta." Falso: "yo" no soy nada. Soy el que canta el cuento de la tribu y como "yo" hay muchísimos. Ocupamos el puesto en el mercado que dejó el saltimbanqui muerto. Y pronto nos iremos y otros vendrán con su "yo" por delante. A eso se le puede denominar el endiosamiento, ¿o no? Si dejas que alguien te endiose recuerda que esta clase de laica religiosidad acaba siempre en la propagación del ateísmo. Has dicho también que ese Yo mayúsculo representa siempre al enemigo que uno lleva en sí mismo. Allá entre cada una de mis acciones encuentro siempre al enemigo: el Yo, el fascista de adentro, el dragón o el erizo cuya boca insaciable sólo pronuncia verbos: quiero, devoro, dame, quítate, reverénciame. Para su inmensa desgracia el monstruo no está solo: habita una mazmorra o una gota de agua en donde otros feroces devastan todo, corrompen todo, al son de sus propios himnos individuales: quiero, devoro, dame, quítate, reverénciame. Como no les dan gusto se erizan, luchan. En lanzas y misiles se transforman sus púas. Y luego inventan las mejores causas, los nombres más sonoros, las coartadas perfectas. Y por eso la bestia nunca se sacia y en todas partes sigue la matanza. Es como estar en la República de los Lobos. En la República de los Lobos nos enseñaron a aullar. Pero nadie sabe si nuestro aullido es amenaza, queja, una forma de música incomprensible para quien no sea lobo; un desafío, una oración, un discurso, o un monólogo solipsista. Según has dicho, es tan falso el pronombre yo como el posesivo mi.
¿Qué es la poesía? Sigo pensando que es otra cosa la poesía: una forma de amor que sólo existe en silencio, en un pacto secreto entre dos personas, en dos desconocidos casi siempre. ¿La poesía es, entonces, como una botella al mar? Más que botella al mar o vuelo del vampiro, simple papel que va hacia ti en la calle, el poema. O lo levantas o lo dejas pasar. Lo lees o lo arrojas a la basura. ¿Qué otra cosa es hoy la poesía? Contra la noche oscura una pantalla que arde y una página en blanco. La poesía y los poetas verdaderos, por lo demás, están más cerca del sufrimiento que de la vanidad y la frivolidad. La poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento. Baudelaire lo atestigua, Ovidio aprobaría afirmaciones semejantes. Y esto por otra parte garantiza la supervivencia amenazada de un arte que pocos leen y al parecer muchos detestan, como una enfermedad de la conciencia, un rezago de tiempos anteriores a los nuestros cuando la ciencia cree disfrutar del monopolio eterno de la magia. Para prueba de ello, son muchos los poetas cuyo final fue infeliz, ¿no es así? En la poesía no hay final feliz. Los poetas acaban viviendo su locura. Y son descuartizados como reses (sucedió con Darío). O bien los apedrean y terminan arrojándose al mar o con cristales de cianuro en la boca. O muertos de alcoholismo, drogadicción, miseria. O lo que es peor: profetas oficiales, amargos pobladores de un sarcófago llamado Obras completas. Triste fue la existencia de César Vallejo, por ejemplo, y también la de Luis Cernuda y otros tantos más. Ahora sí lo imitan, lo veneran y es "un orgullo para el continente". En vida lo patearon, lo escupieron, lo mataron de hambre y de tristeza. Dijo Cernuda que ningún país ha soportado a sus poetas vivos. Pero está bien así: ¿no es peor destino ser el Poeta Nacional a quien saludan todos en la calle? Por otra parte, como bien has dicho, la poesía no siempre es la misma, cambia, muda, se transforma y, por supuesto, también perece. Escribo unas palabras y al minuto ya dicen otra cosa, significan una intención distinta, se hacen dóciles al Carbono catorce: criptogramas de un pueblo remotísimo que busca la escritura en tinieblas. Los instantes se van para siempre, pero a cambio nos dejan los libros que, en muchos casos, se suman de manera angustiosa porque jamás tendremos tiempo de leerlos todos. A cambio de las horas que no regresan se acumulan los libros, cajas de sueños, esperanzas, cóleras que (es muy probable) no leeremos nunca. Por todas partes libros en desorden, objetos de ansiedad, mudo reproche de no haberlos abierto. Miedo a morirse sin hojearlos siquiera. Con qué cinismo, con cuánta desvergüenza o qué locura, después de todo esto nos ponemos a escribir otro libro. Has escrito: "se gastan las palabras, cambia el sentido" de lo que escribieron los poetas ya muertos, ya lejanos, ya distantes desde sus monumentos de bronce. Extraña sensación esta vida inmóvil que sólo se reanima cuando alguien los lee. ¿Qué leemos cuando leemos? ¿Qué invocamos al decirnos por dentro lo que está escrito por ellos en otro tiempo, incapaz de imaginar el mundo como es ahora? Algo muy diferente sin duda alguna. Se gastan las palabras, cambia el sentido. Aquí bajo el sol, la lluvia, el polvo, el esmog, la noche yacen los prisioneros de las palabras. Algo parecido dijo Julián Hernández. Escribe lo que quieras. Di lo que se te antoje: de todas formas vas a ser condenado. Y esto es válido para todos, incluso para los vanguardistas, para los autores a la moda. ¿Recuerdas qué fue lo que dijo a propósito de esto Julián Hernández? Vivieron a la moda. Fueron toda su vida de vanguardia. Atacaron lo viejo. Y recordé sus nombres al leer esta noche en el periódico que la Academia celebró en pasados días a sus Miembros de Número difuntos. Esto es algo similar a la experiencia de cuando antiguos compañeros se reúnen, ¿o no? Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años. Tarde o temprano el mundo termina con nosotros, pero ¿se termina el mundo con nosotros? Uno siente que el mundo ya se acaba porque cuanto termina es su vida, su pobre vida tan independiente de él: empezó cuando ella misma quiso y concluirá nadie sabe dónde ni cuándo ni de qué manera. Morimos con las épocas que se extinguen, inventamos edenes que no existieron, tratamos de explicarnos el gran enigma de estar aquí un solo largo instante entre el porvenir y el pasado. ¿Hay poetas definitivos? Todos somos poetas de transición: la poesía jamás se queda inmóvil. Según Harold Bloom, los poetas se esfuerzan por matar a sus influencias. ¿Estás de acuerdo?
Aunque cada vez es más frecuente, entre los poetas y los lectores, el fulgor de la pantalla, la modernidad de la computadora, no es infrecuente que el mundo antiguo derrote a Bill Gates. Después del gran calor y el brillo intolerante del sol la tormenta eléctrica, la lluvia que no anunció su llegada. Y el trueno inmenso, emperador de los aires, hace que el mundo estalle en los conductores eléctricos, borra la luz, nos deja en las tinieblas incomputables y nos vuelve por un instante sombras de un mundo antiguo sin electrónica, aprendices de espectro, aire en el aire. ¿Ni siquiera vale invocar la posmodernidad? Lo posmoderno ya se ha vuelto preantiguo. "La moda pasa de moda" y sólo "la desnudez sigue intacta como al principio del mundo". Lejos de las modas, ¿José Emilio Pacheco sigue creyendo en el libro antiguo y en la página de papel? Gracias, mil gracias, todo está muy bien. Celebro lo que hacen y lo agradezco. Me gustan mi laptop y mi laserprinter. Pero soy como soy y no son para mí poemas en pantalla ni a muchas voces ni con animaciones electrónicas. Me quedo (aunque sea el último) con el papel. La página no es, como se dice ahora, un soporte: es la casa y la carne del poema. Allí sucede aquel íntimo encuentro que hace de otras palabras tu mismo cuerpo y te vuelve uno solo con lo que dicen sus letras. Del correr de los años, del camino que has andado en la poesía, ¿cuál sería finalmente la certeza encontrada, si es que hay alguna? Si vuelvo alguna vez por el camino andado
no quiero hallar ni ruinas ni nostalgia. Lo mejor es creer que pasó
todo como debía. Y al final me queda una sola certeza: haber vivido.a
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