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México D.F. Viernes 6 de junio de 2003

Jorge Camil

El imperio invisible

Andrew J. Bacevich, director del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Boston, acaba de publicar un libro muy interesante, American Empire (Imperio americano), en el cual revela que la participación de Estados Unidos en conflictos armados, de la Primera Guerra Mundial a Bosnia, ha sido parte de una estrategia de seguridad nacional destinada, más que a proteger las fronteras, que no obstante Pearl Harbor jamás han sido verdaderamente amenazadas, a establecer y mantener la hegemonía de Estados Unidos. Estrategia que tiene como objetivo principal el establecimiento de un imperio americano, no a la manera del antiguo Congo Belga, y de tantos otros mezquinos imperios coloniales de los países europeos en el siglo xix, construidos sobre la esclavitud de pueblos subyugados y la despiadada explotación de recursos naturales, sino un imperio que yo llamaría "invisible", basado en la diseminación del idioma y los "valores americanos", la apertura de nuevos mercados y la propagación de las nuevas tecnologías.

El imperio americano, concebido como una entelequia que descansa en la apertura de fronteras, la erradicación del nacionalismo y el florecimiento de la democracia, requiere un orden internacional estable, una pax americana garantizada por el poderío económico y militar de Estados Unidos.

Tiranos, aislacionistas, nacionalistas furibundos, y cualquier otro escollo que impida "el libre flujo del comercio", deben ser eliminados aun mediante el uso de las armas. La diferencia es que en el pasado la política exterior exigía "dorar la píldora" para justificar cualquier acción intervencionista. Según la retórica oficial de la guerra fría los marines actuaban en primer lugar para defender la democracia, y sólo "por coincidencia" para salvaguardar los intereses económicos de Estados Unidos. Bacevich cita a dos distinguidos historiadores, que habiendo gozado de prestigio académico en su tiempo (primera mitad del siglo xx) cayeron en desgracia por la franqueza con la que exhibieron las debilidades del poder político y las alianzas inconfesables entre el poder y los intereses económicos.

Charles A. Beard, el más prolífico historiador de su tiempo, desilusionado por la manera como Franklin D. Roosevelt manipuló la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, concluyó (como demostró George W. Bush medio siglo después) que "los líderes americanos intervienen militarmente en el exterior para evadir los problemas en casa". Y William Appleman Williams, el otro académico mencionado por el autor de American Empire, concluyó con gran perspicacia que la política de puertas abiertas al comercio exterior no tuvo que ser vendida a las masas: fue universalmente aceptada por los electores porque llevaba implícitas las bondades del principio democrático ("la expansión de los mercados significaba la expansión de las libertades democráticas y viceversa"). Sin embargo, tras la desaparición del contrapeso soviético en 1989, la política exterior de la única superpotencia dio un peligroso vuelco hacia la derecha fundamentalista. Porque si bien es cierto que el Pentágono y el Departamento de Estado justifican hoy el uso de la fuerza militar sin rodeos, la nueva política exterior se inició con George Herbert Walker Bush, que promovió sin ambages el libre comercio (y también el uso de la fuerza militar).

El intersticio entre los dos presidentes Bush, tan diferente en términos de política interior, confirmó el cambio: el país continuó abriendo nuevos mercados, pero también utilizando indiscriminadamente la fuerza militar. Bill Clinton jugó al mundo multipolar con los jefes de Estado de las otras potencias. Pero, no obstante las apariencias, él y su secretaria de Estado, Madeleine Albright, sostuvieron que Estados Unidos, como única superpotencia, estaba obligada a "conducir al mundo". "Somos la nación indispensable", proclamó Albright en febrero de 1998.

El historiador Arthur M. Schlesinger Jr. es otro que reconoce la existencia de un imperio que se torna cada vez menos invisible: "un imperio no colonial, pero rico en parafernalia imperial: tropas, barcos, aviones, bases, procónsules... y todo ello desplegado a lo largo de nuestro infortunado planeta". Bush hijo se encargó de correr finalmente el velo que cubría al imperio invisible. Se acabaron las justificaciones: ahora la superpotencia abiertamente puede hacer la guerra preventiva, derrocar gobiernos y disponer de los recursos naturales de cualquier país. (Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa, confesó a Vanity Fair que la supuesta existencia de armas de destrucción masiva fue una "excusa burocrática" para obtener consensos y apoyo popular.) ƑSorprende entonces que cada día más analistas (Robert Fisk, La Jornada 31/5/03) se asombren del creciente control que ejerce Estados Unidos sobre la mayoría del planeta: "una nación que verdaderamente posee (y ha utilizado) armas de destrucción masiva"?

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