Noventa y seis grados de poesía A mi
padre J. M. Pineda Linton+
El
bolero: ese dandy arrabalero de sombrero bajo y levita dionisiaca, que
con la mirada torva acaricia el entremuslo de la aventurera que se vende
por una copa a los fieles de la barra; sacerdote incondicional del lamento
moridor, con la voz angelicalmente aguardentosa (negra por dentro, roja
por fuera), de quien en el espejo fracturado busca las respuestas que la
bebida le negó.
A las infinitas noches del bolero Ocasión para que la memoria sea llanto y eufórico grito acallado en el silencio entre trago y trago. Ocasión para que el cancionero rasgue las ropas de su guitarra y el parroquiano beba de la copa rota, beba su propio llanto. Curvo el acorde del requinto que da entrada y salida a la vida; a la caricia furtiva en el sexo de la prostituta dormida, de la soledad de la muerte, de la doncella prohibida... ¿Qué cosa es el bolero si no tres sílabas, seis letras y millares de silencios; de miradas perdidas que desde el rincón más nocturno de la cantina se quieren sol, luna llena, luz furtiva? ¿Qué, si no poesía encarnada en el lecho donde ya no se dice nada: humo de cigarro: garra de cuervo que abre por el ecuador al corazón desprevenido; al ojo extasiado de pasión? Eucaristía sin más dios que el suspiro, el beso nómada, el beso que no se pudo. Venero mineral de la caricia: el bolero. Ocasión para el lucimiento de la lágrima y de la carcajada que oculta el dolor tras la máscara del olvido. Canto al amor no consumado... al que se quiere puñal, sombra y sangre que se desgrana en las cuerdas bautismales del cancionero, del viejo cantor que sabe que si hay vino, mujeres y guitarra, todo lo hay; que quiere en su canto la gran O mística, la vocal que se transfigura en pezón en la boca, en pendón que despunta como un alba desconocida tras el odio que pronto será suspiro, tiro de dados, puñetazo en la mesa y en el rostro del compadre querido. Quede en otros la sabiduría de lo nombrado, de lo verdadero o lo falso y el dato preciso que dé sustento a la Historia ( bienvenido sea); quede aquí lo dicho: silencio acordado: poesía a noventa y seis grados: el bolero: la vida: el canto. Si bien es cierto que el bolero nace en España probablemente derivado de algún ritmo gitano hay quienes fundamentan lo anterior por la cercanía de la voz gitana "volero", de volar, con el término castellano a que se refiere el género musical, su manera de ser interpretado, los contenidos y acompañamientos, sufren profundas transformaciones cuando toca tierra americana. Se aclimata rápidamente gracias al siempre bondadoso Caribe, al trópico que lo absorbe y observa todo. Es así que al pasar por el tamiz rítmico de la cultura afroantillana nace lo que podemos llamar el "bolero latinoamericano", el cual se suele interpretar con un par de guitarras y unos bongoes, congas o tumbadoras como percusión, sirviéndose de un compás cadencioso y ligero. La norma clásica del bolero dicta que debe tener aproximadamente treinta y dos compases, divididos en dos partes, los primeros dieciséis en tono menor y los siguientes en tono mayor. Pero como toda regla, ésta no es sino pretexto para toda clase de invenciones en cuanto a la estructura musical, así como a las maneras y los modos de interpretación y acompañamiento. Se considera que "Tristezas" fue el primer bolero, compuesto por Pepe Sánchez, en Santiago de Cuba en 1886. Después de él, toda una pléyade de autores e intérpretes han visto en el bolero la expresión musical justa a sus requerimientos expresivos. De entre todo ese vitral multifacético y gozoso de color que ha llegado a ser la historia del bolero, hay algunos autores que gracias a su buena estrella y a la fortuna de su genio, han logrado despuntar de entre tanta maravilla. Compositores como Consuelo Velázquez ( Zapotlán, Jalisco, 1924) quien con el tema "Bésame mucho" conquisto la inmortalidad que da el juego de un par de labios como si fuera por última vez; Federico Baena, (1917- 1996) que amén de cultivar el bolero, el cual, se dice, vino a revolucionar, compuso música varia de concierto, así como doce preludios para piano; Álvaro Carrillo (1921-1969), ingeniero agrónomo que cultivó junto a su compañero de juergas interminables Pepe Jara, los campos fértiles al amor tabernario y al idílico; Agustín Lara (1900-1970) compositor que mitificó a la mujer acercándola peligrosamente a lo divino. Muchas más son las voces y las plumas
que han hecho del bolero la expresión poética por excelencia
de la música popular; muchos más los que en sus canciones
han congelado el tiempo y han llorado bajo una farola, o en una cantina
de mala muerte; muchos los que aún se han de enamorar, y alguna
madrugada con los ojos inflamados por la desazón, en la soledad
perfecta del recién abandonado, comiencen a tararear aquella melodía
de la cual quizás ignoren el autor, pero que les obliga a cerrar
el párpado para que la lágrima encuentre la salida del laberinto
del dolor.
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