La Jornada Semanal,   domingo 1º de junio del 2003        núm. 430
Augusto Isla

Los subterfugios del corazón

Esa ciudad donde transcurrió mi infancia parecía más vieja que hoy, medio siglo después, pues no padecía la comezón de aprovecharse de su hermosura para atraer a los curiosos. Abarcaba lo que se nombra como el casco histórico y unos cuantos barrios pobres y temibles. Durante el día las casas permanecían abiertas y uno podía observar sus amplios patios interiores vestidos de helechos, bugambilias, limoneros y naranjos que producían frutos agrios, ahora tan codiciados para aderezar el sabor de la carne de cerdo que se prepara en cazos de cobre.

Llevo en mi recuerdo esa confianza de puertas abiertas, el trino de los canarios, las oraciones en los templos, la prepotencia de las campanas, las conversaciones de las mujeres a media voz... y la sensualidad de los boleros cuyo ritmo y lírica irrumpían como una profanación en aquel orden sigiloso, ahogado por estrictas normas morales.

Cuán subversivo ha llegado a parecerme el bolero con sus relatos de amor apasionado, justamente allí donde la pasión no tiene cabida, donde pedir el frenesí de una boca, el regalo de una noche, donde cantar al engaño, la traición, la mentira, son un riesgo, un escándalo: un pecado. Y sin embargo el bolero, como un viento envenenado, sacude esas almas, las mueve a vivir en otra dimensión, como en sueños, lo que las reglas prohíben. La maravilla del bolero reside precisamente en la aclimatación misteriosa, en ámbitos tan vigilados por los rigores del catolicismo, de un género musical y poético popular que prescinde de las leyes familiares, se abandona a la sola dialéctica de los lazos emotivos entre el yo y el otro y conmina, dada la brevedad de la vida, a quererse más, a desgarrarse, a imponerse al destino, daga mortal.

Hace medio siglo, la sociedad urbana de México, la del Bajío, tan conservadora y recatada, vivía entre dos extremos: sus devociones y su gusto por esas ofrendas de amor que el bolero le ofrecía, entre el apacible mundo familiar y la quemadura sabrosa de las historias que cantaba. Me parece que, en este sentido, el bolero era una catarsis, una manera de liberar las fuerzas de la imaginación amorosa. Incluso, ingenuamente, hasta el punto de la blasfemia.

Nunca podré olvidar aquel Madrigal de los Hermanos Martínez Gil que mi madre, devota católica a toda prueba, cantaba siempre de regreso de nuestro paseo dominical a un bosquecillo de laureles... "Haremos en el cielo una mansión, borraremos nuestras penas una a una, tendremos como Dios al corazón y nuestras almas que se pierdan en la bruma"

¿Cómo podía ella cantar con dulce emoción esos versos que extraviaban sus valores? El renunciar a la contemplación del creador, ese erigir al corazón en Dios, aquel escapar de su mirada para que las almas se entregasen la una a la otra, perdidas en la bruma; todo esto pone de relieve la primacía del corazón, que –admítase o no– está en el centro de la vida, ya glorioso, ya sufriendo la maldición de su esclavitud. Y es que, a pesar de todo, de un ethos que lo ningunea y lo humilla, el corazón encuentra un subterfugio para proferir sus verdades. De ahí, la permanencia, la universalidad del bolero, equiparable al tango, a la canción popular norteamericana, esa misma que Billie Holiday honró con su voz un poco agria de contralto, hermana gemela de Elvira Ríos o de "Bola de Nieve", de Daniel Riolobos.

Aunque ya no sea el bolero la sonoridad diurna de la ciudad, está allí, en la conciencia, guareciéndose en bares y cantinas adonde los muchachos –los mismos que estropean el silencio con sus percusiones estridentes– acuden para que unos pobres músicos que apenas logran sobrevivir expresen, por aquellos, que "sin un amor el alma muere destrozada, desesperada en el dolor, sacrificada sin razón, sin un amor no hay salvación".