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México D.F. Martes 27 de mayo de 2003

Teresa del Conde/ I

Gustavo Monroy en el MUCA

Se exhibe en el Museo Universitario de Ciencias y Artes (MUCA) una amplia exposición de Gustavo Monroy, artista que pertenece a la generación de Roberto Turnbull, Mauricio Sandoval, Gilda Castillo y Germán Venegas, entre otros. Consumado grabador que en los comienzos de su vida profesional practicó con predilección la xilografía, después se involucró con otras técnicas gráficas entregando siempre productos de primera línea, cosa perceptible en el espacio circunscrito de las amplias galerías de ese recinto en el que se reunieron de manera prioritaria sus obras sobre papel.

Hace casi década y media, Monroy presentó una exposición -que muchos recordamos, tuvo lugar en el Auditorio Nacional, fue vetada y clausurada un mal día por los integrantes de Pro Vida, como corolario a la funesta irrupción de dicho grupo en los espacios del Museo de Arte Moderno, dirigido entonces por Jorge Alberto Manrique. Las autoridades del Instituto Nacional de Bellas Artes en ese entonces se mostraron timoratas y decidieron sacrificar a tan egregio maestro para así taparle el ojo al macho. En similar ímpetu los espíritus de la censura y la reacción pretendieron cancelar funciones de El concilio celestial, la pieza teatral de Oscar Panizza, en versión y dirección de Jesusa Rodríguez. Aún recuerdo a Daniel Giménez Cacho, en el papel de Jesús, cargando todo el tiempo una cruz pesadísima.

La actual exposición de Gustavo Monroy, desde el punto de vista iconográfico es, como aquella, cristológica; reúne un conjunto de pinturas, la mayoría de muy buen nivel, realizadas todas entre 1991 y 1994, pertenecientes en su mayor parte al galerista de Yucatán, Manolo Rivero.

Además de la buena mano pictórica manifiesta en ellas, el artista retoma allí sus preocupaciones religiosas y si se quiere también anatómicas y ecológicas en obras tanto de pequeñísimo como de enorme formato. En el primer caso, las pinturas se encuentran enmarcadas como si fueran iconos sacros -los marcos simulan una integración a los iconostasios de la Iglesia ortodoxa- y en el segundo las pinturas pueden formar grandes trípticos o un enorme retablo que puede funcionar como un Víacrucis muy contemporáneo.

Sin glosas aparentes (latentes sí, tal vez) al mirar ese conjunto uno puede pensar en el Retablo de Issenheim, de Mathias Grunewald; en los grabados de Martín Schongauer y también en José Clemente Orozco. La incursión de paisajes campiranos, vistas de pequeños pueblos, o escenas desprendidas del tema principal se anexan a éste por contigüidad. En no pocas ocasiones el pintor incluyó en sus cuadros estrofas o lemas sacros, algunos tomados de San Juan de la Cruz o de la mística castellana Teresa de Jesús. Esta sección de la exhibición se encuentra en el espacio inicial del MUCA, luce desahogada y corresponde a una buena lectura de curadores y museógrafos.

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