La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
La apuesta de París

Álvaro Uribe

Del mar y las montañas y el desierto, así como de cualquier otro paisaje arquetípico, es probable que sólo existan impresiones de segunda mano, subsidiarias de una vaga noción anterior. Con París ocurre lo mismo. No es preciso conocerla para recordarla platónicamente, porque en ella encarna, después de Roma y antes de Nueva York, la idea occidental de la Ciudad. En el principio no está la experiencia sino, según la época y la persona, una tarjeta postal de la Torre Eiffel o una descripción novelística de los bulevares o una escena cinematográfica con fondo de café al aire libre. Para mí la imagen que precedió a la sensación directa fue la de un mapa en donde la mancha urbana se arrogaba la forma de un cerebro cortado transversalmente. Casi tan impersonal subsiste en mi memoria el disco de la luna llena que de algún modo se veía más grande y más brillante y más blanca sobre la masiva lividez de Notre Dame. Un vistazo a un calendario de 1971, para buscar los plenilunios de agosto o septiembre de ese año ya remoto en que yo acababa de salir de la preparatoria, me ayudaría a ponerle una fecha exacta a mi primera noche parisiense. Prefiero seguirla evocando como un hecho intemporal.

París ha sido secularmente un destino laico de peregrinación. Yo me asomé a ella quizá demasiado tarde en su historia y quizá demasiado temprano en mi biografía. Ni siquiera compensaba estas carencias con la anticipada devoción del afrancesamiento. Ignoraba mucho de Francia, empezando por el idioma. Pero tenía dieciocho años y algunas veleidades literarias y todo el tiempo del mundo para aprender. Antes que nada leí Rayuela con crédula minucia, como si contuviera las instrucciones de uso de la ciudad.

La segunda vez yo había cumplido veinticuatro. Sabía más o menos a dónde iba y suponía que mi estancia ahí sería ilimitada. Por inercia me convertí en uno de tantos extranjeros que con la sola fuerza de su número universalizan una cultura orgullosamente local. Frecuenté a gente del planeta entero, sin excluir a algunos ejemplares nativos que tendían a pertenecer al género femenino. Salvo por esas excepciones, mis amistades más duraderas podían clasificarse en uno de dos grupos afines: el de otros mexicanos que sí peregrinaban a París y en beneficio de los cuales yo me calzaba sin esfuerzo el hábito del guía turístico, y el de otros extranjeros, generalmente latinoamericanos, que también habían descubierto en Francia que la América Latina era una invención francesa y contribuían con su presencia a que la capital de esa entelequia fuera París.

Entre los expatriados voluntarios sobresalía el poeta peruano Armando Rojas. Lo conocí en septiembre de 1977, a pocas semanas de mi vuelta a Francia. Menos de un año después nos había organizado al poeta panameño Edison Simmons, al poeta mexicano Antonio Santisteban y a mí para editar por nuestra cuenta una revista literaria. Simmons sugirió que se llamara Altaforte, como llamó Dante al castillo de Hautefort, heredad en el siglo xii del trovador Bertrand de Born que deambula en el Infierno con la cabeza pendiente de su diestra a la manera de una lámpara. Aquí y ahora esa alusión al origen provenzal de todas las literaturas en lengua romance puede parecer retorcida y hasta pedante, pero entonces y en París quería ser una declaración de universalidad o más bien de occidentalidad frente al provincianismo europeo. Lo cierto es que cada poema o cuento o ensayo escrito en español o en francés se presentaba en Altaforte en versión original y en su traducción al otro idioma. Lo cierto es que su carácter rigurosamente bilingüe y en alguna ocasión trilingüe la distinguía no sólo de anteriores publicaciones de latinoamericanos en Francia sino también de las revistas francesas de los setenta y ochenta.

Altaforte pretendía ser trimestral. Por falta de dinero no llegó a más de once números a lo largo de seis años, que se reducen en realidad a nueve entregas si se toma en cuenta que hubo dos números dobles. Casi al principio Simmons fue reemplazado en el consejo de redacción por el poeta chileno René Zapata. El ensayista mexicano Víctor Herrera se añadió después a los editores. A mitad del camino Armando Rojas asumió la dirección. Era una formalidad injustamente postergada, porque Rojas hizo la revista con sus manos y le dio buena parte de su alma desde el comienzo hasta el final. A él se debían los lujos tipográficos que compensaban la forzosa austeridad de una publicación independiente. A él se debían en gran medida la variedad de los autores y la fidelidad de los traductores. A él se habría debido la muy probable continuación de la revista si la muerte no lo hubiera tomado por sorpresa en junio de 1986.

Yo había salido a regañadientes de París el año anterior. Cuando me enteré de que el cáncer había fulminado a Rojas a sus cuarenta y uno pensé, entre tantas mezquindades y sensiblerías, que yo también había muerto un poco. Desconfío de los escritores que declaran haber sacrificado sus vidas por sus libros. Descreo todavía más de los editores que se jactan de haber entregado sus vidas a los libros ajenos. No quiero decir por consiguiente que mi segunda temporada en Francia, ni mucho menos la única y definitiva de Armando Rojas, se consumieron en el altruismo de publicar una revista, sino que en el bastidor de Altaforte se tejió entre cuatro o cinco personas una figura hoy irrecuperable de la amistad.

Volví a instalarme en París por tercera y última vez en 1989. Me quedé hasta enero de 1994 en que elegí no exactamente irme pero sí regresar a México. Para entonces había sumado en Francia doce años en los que no me limité por supuesto a ganar y perder amigos. También disfruté el sexo más o menos libre de la época anterior al sida, padecí toda clase de amores y desamores, aprendí a vivir solo y luego en pareja, me estrené como diplomático y me cansé de serlo, pergeñé mis segundas letras y las terceras, me aficioné a las tertulias en que la lectura en voz alta es pretexto para tomar vino o quizá viceversa, descubrí que la disciplina puede llenar los huecos que va dejando la inspiración, practiqué el turismo como una de las bellas artes, convertí la extranjería en una vocación o cuando menos un oficio y me harté por fin de ser extranjero.

Después he comprobado sin alarde y sin alarma que esa condición no desaparece automáticamente en el propio país. Uno va siendo cada vez menos su circunstancia y cada vez más lo que recuerda haber sido y lo que se acostumbró a ser. Casi no hay recuerdo ni costumbre de mis últimos años teens, de mis años centrales de adulto postuniversitario y de mis años renuentes de ingreso en la madurez que no estén inextricablemente asociados al paisaje parisiense. Sé que eso me define, aunque sé también que nadie puede asegurar que su persona habría sido diferente en otra época y en otra parte. 

Si el alma individual preexiste a la carne o persiste después, como postulan la mayoría de las religiones y de los sistemas filosóficos, no es imposible que su experiencia en la tierra sea un incidente de importancia menor. Importa más lo que experimentó en la antesala, importa mucho más lo que experimentará en su morada eterna. Por razones o especulaciones como éstas Pascal apostó, según es fama, por la existencia de Dios. Un teólogo menos transmundano se contentaría con que esos recintos insondables fueran el original que copia defectuosamente París.