La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
Son muchos los escritores que han trabajado y trabajan en el Servicio Exterior Mexicano. Desde Manuel Eduardo de Gorostiza, Manuel Payno, Ignacio Manuel Altamirano y Amado Nervo, pasando por Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Luis G. Urbina, Francisco de Icaza, Efrén Rebolledo y José Juan Tablada, hasta llegar a Gilberto Owen, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Octavio Paz, Neftalí Beltrán, Renato Leduc, Fernando del Paso y Carlos Fuentes. En este número presentamos una antología de algunos de esos diplomáticos que, además de redactar notas verbales, sellar pasaportes y proteger connacionales, se dedicaron y se dedican al ejercicio de las letras. Publicamos estos textos en los momentos en que crece el antiintelectualismo en los pasillos y antesalas de la Secretaría de Relaciones, ahora invadida por comerciantes y economistas que han hecho público su desprecio por la gente de la carrera y por las tareas culturales del Servicio Exterior.

EL DIPLOMÁTICO ESCRITOR

La cultura comprendida desde sus entornos urbanos, la diplomacia como forma y fondo de proximidad e interacción con distintas realidades, la literatura como espacio de encuentro con la otredad, han constituido buena parte del quehacer intelectual de distintas generaciones de miembros de carrera del Servicio Exterior Mexicano que también se han dedicado al ensayo, la poesía, la dramaturgia y la narrativa.

Lo mismo en la protección de los derechos de los migrantes que en la defensa y promoción de nuestros valores en el extranjero, estos "devoradores de ciudades", como los tituló Alfonso Reyes, han contribuido con su creatividad literaria a otorgar un marcado rasgo identitario que desde el siglo pasado y aún hoy distingue a la diplomacia mexicana.

De José Juan Tablada, Alfonso Reyes y Julio Torri a Octavio Paz y Carlos Fuentes; de Francisco de Icaza a Fernando Sánchez Mayans; de Rodolfo Usigli a Sergio Pitol y Hugo Gutiérrez Vega, la relación de escritores-diplomáticos se extiende a varias centenas de autores que ensancharon las fronteras de nuestras letras simultáneamente al desarrollo de sus actividades de política exterior. La muestra de catorce nombres y obras escritas con y desde ciudades lejanas a nuestra contaminada megalópolis expresa, en su obligada brevedad, la permanencia de una vigorosa tradición que continúa renovándose a pesar de la medianía global.
 

JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ


Alfonso Reyes

En el ventanillo de Toledo

FORMA Y SONIDO

El ventanillo se abre, sobre un remolino de tejados, frente a los montes de Toledo. Al fondo, la Ermita de la Virgen del Valle, de rosa pálido entre las sombras azules de las rocas, el verde nuevo de la primavera y el pasto desteñido al sol. La Ermita deja caer una vereda en zigzag. La curva del Tajo se adivina –allá donde la cascada de casucas se hunde hasta confluir con los pies del monte y sobresalen unos árboles altos. A veces, desde la Ermita escapa un repiqueteo loco, que viene como a desflecarse en las rejas del Ventanillo.

Una arquitectura de baraja sirve al Ventanillo de pedestal: los tejados se encaraman unos a otros como barcos apiñados por la resaca, dejando apenas escurrir, por las hendeduras, tortuosos hilillos de calles. Los montes, al frente, llenan el horizonte hasta medio cielo, y acogen y multiplican los ruidos de la ciudad.

La ciudad se pone ceniza a medio día. "Dan ganas –dice Eugenio d’Ors–, dan ganas de bañarla toda en purpurina." La ciudad se pone ceniza a mediodía, salvo los reposos verdes de algún patio sembrado, tal jardín de azotea, tal sombra de yerba libertina crecida entre los tejados de barro, y dos o tres árboles lanceados que ahogan, entre el follaje esmeralda, corimbos rojos. A la izquierda y a la derecha, altos edificios monásticos y vetustas iglesias arquean el lomo, y alzan los brazos intentando en vano levantar la tela caída –irremediablemente caída hasta mojarse las puntas en el agua– de la ciudad. Duermen las veletas. Por los techos ambulan gatos, huéspedes naturales de la noche toledana, perdidos ahora bajo el fuego del mediodía. Y todo aquel universo de formas, colores, sones, ráfagas, apunta, como a una boca de concentración, al Ventanillo: centro del mundo, aéreo camarote de tres pasos por cuatro, que se encarama, travieso, sobre la onda cristalizada y poliédrica de tejados.

La piedra se tuesta bajo el sol. Hierven los rumores. Acaso, de lejos, zumba el río sus endecasílabos clásicos. Dominan los cantos de golondrinas y las voces de los niños. Se oyen, a ratos, los pregones; y el cuerno del carbonero suena por entre las calles, torciéndose al capricho de éstas como para untarse en las paredes. El órgano llega en jirones –suave humo tornasolado. Los gallos, atentos al tiempo, centinelas del meteoro, maestros de las horas, descargan clarinadas largas. El rebuzno pánico del asno bombea y electriza el aire. Tejen su danza las campanas, y su minueto señorial se prolonga en ondas que el monte multiplica y borra en alas. Y todo ruido que sobre sale, o se parte en dos con el eco, o fulgura en un vago halo de resonancias que pronto lo vuelven atmósfera.

En el orbe cristalino y vibrátil voltea el alma, henchida de olvido. Y, de pronto, estalla como cohete, da en el campanile de la Ermita y estremece frenéticamente la campana.