La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
A vuelo de pájaro

Edmundo Font

Desde este parque ficticio de mar
  envuelto en las velas recogidas
  de los veleros de las postales,
  veo una montaña sobre otra,
  una de miasma milenaria
  y la restante de cantera nueva
  erigida con propósitos turísticos;
  desde aquel palomar de águila
  el mar es un azul eterno,
  y ningún pensamiento navega
  más allá del horizonte.

  Cuando el ansia bruta del hombre se despliega,
  se producen despropósitos
  como en Père de Rodas,
  guijarros que coronan la testa de un imperio de piedras
  donde cada mirada, como una red al mar
  es un pez que se pesca.

 

Declaracion de Bogotá

José Gorostiza

Ha silbado una ráfaga de música.
Desciende el aire
de la negra montaña tempestuosa.
Tropieza en la esbeltez de tu blancura
como topa la luz, allá en la plaza,
en la amarilla catedral de aceite
que, lenta, se consume
cediendo a los dominios de la estrella
su estatura de llama endurecida.
Te hace sonar el aire:
eres su flauta.
Te engrandece los ojos plenilunios.
Imprime un ritmo pendular al brazo
Con que cortas la línea de tu marcha
y en nobles giros de cristal te ajustas
a frenos de pedales y sordinas.
Te ahoga la sonrisa inescrutable
en un sabor de té que se azucara
poco a poco en la pulpa de tus labios
y te erige, por fin, sonora estatua,
en el rigor de un martinete insomne
que bate en mis arterias
y que habrá de batir –¡ay, hasta cuándo,
mira el amor lo mucho que duele!–
un delirio de alas prisioneras.
Detrás de tu figura
que la ventana intenta retener a veces,
la entristecida Bogotá se arropa
en un tenue plumaje de llovizna.
He aquí los hechos.
En la virtud de su mentira cierta,
transido por el humo de su engaño,
he aquí mi voz
en medio de la ruina y los discursos,
mi oscura voz de silbos cautelosos
que vuelta toda claridad

               Declara:

Me has herido en la flor de mi silencio.
La que brota de él, sangre es del aire.
¡Tómala tú!
¡tenla en tu ser de caña dúctil al sonido!
Es un grumo, no más, de poesía
para cantar el salmo de tus bodas.

XI

Hugo Gutiérrez Vega

Para Anthí Michael

 El sol tiene ocho días sin salir. El mar y el cielo son unánimemente grises.

Pienso en mis muertos, en sus ojos que vieron mañanas azules y días grises como éste; en sus manos acariciadas y acariciantes; en los sueños truncados por la descuidada impiedad de la vida.

Llevo a mis muertos en la memoria y acuden cuando se los pido.

Hoy llegaron a la isla y me pusieron a pensar en ellos.

Conozco muy bien esta interna ceremonia: cierro los ojos por un instante y los veo a todos tal y como eran en la vida.

Me han ocupado la mitad del corazón. Con la otra sigo en los días.

Grises el mar y el cielo y yo en la ceremonia de los ojos cerrados por un instante viendo a mis muertos. Me son tan necesarios que ya no podría vivir sin ellos.
 

De Una estación en Amorgós


Mar

Andrés Ordóñez

I

Desde la colina del barrio árabe contemplo la desolación serena que se traduce en un rumor de olas blandas al golpear la costa. La soledad marítima oculta la muralla natural que hace las bahías de agua transparente, donde refrescas tu piel, oscura de tanta luz, en las tardes de verano. El horizonte es sólo un resplandor, el gesto anticipado de la noche. Escucho el canto repetido del muecín llamando a oración. Llega a mí en oleadas de viento. Palabras sostenidas, entonación monótona, rigor sagrado... Nadie encuentra la soledad. Cada cual la construye a su manera. Viajar es una forma de estar solo. Todo a mi alrededor es la distancia. Transito en el tiempo y en el espacio. Permanezco inmóvil, en el silencio.
IV
Abro los ojos, miro el mar... El sueño me venció al recordarte. Han llegado las primeras lluvias, breves, leves; brisa que apenas humedece el rastro del verano en su partida. Ráfagas de aire fresco comenzaron a azotar la costa haciendo difícil el vuelo del albatros. La playa está desierta. Imagino los veleros fenicios en su ruta desde Gaza. ¿De qué color es el amor? Azul, dijiste, y volviste a apretar tus senos contra mi cuerpo en duermevela.
 

Felicidad en Herat

Octavio Paz


 
A Carlos Pellicer

 Vine aquí
como escribo estas líneas,
sin idea fija:
una mezquita azul y verde,
seis minaretes truncos,
dos o tres tumbas,
memorias de un poeta santo,
los nombres de Timur y su linaje.

Encontré al viento de los cien días.
Todas las noches las cubrió de arena,
acosó mi frente, me quemó los párpados.
La madrugada:
              dispersión de pájaros
y ese rumor de agua entre piedras
que son los pasos campesinos.
(Pero el agua sabía a polvo.)
Murmullos en el llano,
apariciones
            desapariciones,
ocres torbellinos
insubstanciales como mis pensamientos.
Vueltas y vueltas
en un cuarto de hotel o en las colinas:
la tierra un cementerio de camellos
y en mis cavilaciones siempre
los mismos rostros que se desmoronan.
¿El viento, el señor de las ruinas,
es mi único maestro?
Erosiones:
el menos crece más y más.

En la tumba del santo,
hondo en el árbol seco,
clavé un clavo,
              no,
como los otros, contra el mal de ojo:
contra mí mismo.
              (Algo dije:
palabras que se lleva el viento.)

Una tarde pactaron las alturas.
Sin cambiar de lugar
                caminaron los chopos.
Sol en los azulejos
                  súbitas primaveras.
En el Jardín de las Señoras
subí a la cúpula turquesa.
Minaretes tatuados de signos:
la escritura cúfica, más allá de la letra,
se volvió transparente.
No tuve la visión sin imágenes,
no vi girar las formas hasta desvanecerse
en claridad inmóvil,
el ser ya sin substancia del sufí.
No bebí plenitud en el vacío
ni vi las treinta y dos señales
del Bodisatva cuerpo de diamante.
Vi un cielo azul y todos los azules,
del blanco al verde
todo el abanico de los álamos
y sobre el pino, más aire que pájaro,
el mirlo blanquinegro.
Vi al mundo reposar en sí mismo.
Vi las apariencias.
Y llamé a esa media hora:
Perfección de lo Finito.

Derechos a disposición


Dejà vu

Jorge Valdés Díaz-Vélez

Para Francisco Hernández

 
 Llueve fuego en Madrid y en Buenos Aires
han salido a la calle las bufandas.
La Habana está sumida entre ciclones.
En México hay buen sol y es tan radiante
que hoy podemos creer que los volcanes
son auténticos dioses. Hay quien toca
en los bajos de Almagro o en Belgrano
la puerta sin aldabas de una casa,
en Miramar tal vez hay quien me busque
o irá por Coyoacán a levantarme
para ir al Café, y será un amigo
el que llega a charlar con la frescura
de las nubes errantes y el verano.
Recuerdo una mañana como ésta:
en otra vieja casa yo leí
la misma predicción meteorológica:
relámpagos aislados en los ojos,
un calor insistente al sur; al este
del corazón vientos propicios, buenos
para hacerse a la mar con la memoria
ceñida en sus mudanzas; 30°
a la sombra, dudoso clima estable.
El viento norte aleja las montañas
hacia su divinidad. En el diario
el pronóstico dice que habrá tiempo
de sobra más allá de mis nostalgias
y que no han de variar las condiciones.