La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
Sergio Pitol

Historia de unos premios
(fragmento)

Cada premio tiene su historia, y en mi caso una consecuencia feliz. En 1978 ocupaba un puesto en la embajada de México en Moscú. Luchaba desde hacía seis o siete años con una novela empecinada en hacerme la vida imposible, un relato díscolo que me surtió de bloqueos, empantanamientos, parálisis de voluntad, y de varias maldades más. Se trataba de una historia que había concebido una noche en Xalapa, de la que tenía ya el principio, el final, los personajes, la trama, las situaciones, los espacios, todo a fin de cuentas. Creí poder resolverla en unas cuantas semanas y dejarla descansar un poco más de tiempo para luego afinarla, perfeccionarla y publicarla pronto. Nada sucedió de esa manera. La escribí y reescribí varias veces. Al fin la rompí, decidido a olvidarla para siempre y poder emprender otro proyecto, pero apenas encontraba otra trama la vieja novela se interponía entre el nuevo trabajo y yo. A la sección cultural de la embajada llegaban entonces algunas publicaciones culturales mexicanas, entre ellas de vez en cuando La Palabra y el Hombre, la revista literaria de la Universidad Veracruzana. Un día, de regreso de la casa de Tolstoi en Moscú, que visitaba por primera vez, hojée un ejemplar de esa revista, y vi una convocatoria del concurso anual de cuento que auspiciaba. Faltarían unas dos o tres semanas para que se cumpliera la fecha de clausura. Esa noche, en una cena de diplomáticos me comporté como un fantasma, al grado de que algunos se preocuparon por mí creyendo que había contraído una de esas gripes mortíferas típicas del deshielo. Es cierto, había estado abstraído, intranquilo, fastidiado, pero no por enfermedad. Al llegar a mi departamento comencé a borronear algunos apuntes sobre un joven mexicano que llega a París en busca de las huellas de su padre desaparecido en Francia muchos años atrás, durante un viaje del que jamás regresó a casa. En los años anteriores y aun entonces había yo contraído una pasión abrumadora por la ópera, al grado de convertirla casi en una razón de vida. De inmediato incorporé temas operísticos, la figura de una cantante mexicana frustrada, la de una hermana suya, especialista en Conrad, autora de un ensayo sobre lord Jim, el huérfano desamparado que va encontrando y perdiendo padres por el mundo, y ésas y otras muchas líneas se enlazaron, formaron una trama y comencé después de siete años de parálisis a escribir un cuento: "Asimetría". Lo terminé en unos cuantos días, lo envié a Xalapa y a su debido tiempo recibí la noticia de que había ganado el primer premio. Fue un premio formidable, soberbio, pues me significó la vuelta a la escritura. Es posible que el instinto, ligado por entero y desde toda la vida, a la literatura, me hubiese hecho reparar en aquella convocatoria al abrir una revista y devolverme al buen camino. A partir de entonces seguí escribiendo en Moscú con una pasión y una felicidad que pocas veces había conocido y que sólo recuperé muchos años después, al trabajar algunos textos de El arte de la fuga. Tengo la certeza de que si algo quedara de mí en el futuro serían unas cuantas páginas o al menos unos párrafos de aquellos cuentos moscovitas. A "Asimetría" se unieron otros tres relatos: "Nocturno de Bujara", "Vals de Mefisto" y "El relato veneciano de Billie Upward". Me sorprendió que después de terminar ese cuadrivio logré reescribir de principio a fin aquella novela preterida y terriblemente desalentadora que me había hecho perder varios años de vida. La escribí con una rapidez desconcertante, como si la mano fuera guiada por una voluntad superior a la mía, o, más bien, como si la mano fuera la que pensara, discerniera, ajustara la trama y decidiera el lenguaje. Además, aquel libro de relatos que se inició con un premio veracruzano, al ser publicado en México, con el título de Nocturno de Bujara, ganó el Premio Villaurrutia. Y así, al pasar de premio a premio ha ido discurriendo una existencia y una escritura que hacen pocos esfuerzos para halagar al mundo. Algunos psicoanalistas me reprochan una falta de competitividad. Deseo estar en el campo, escribir en una cabaña oculta entre la maleza para que nadie me perturbe, poder producir en soledad, llevar una vida apartada del mundo, pero soy susceptible a los goces del mundo, a la conversación, al gossip, a disfrutar y reírme de y con los protagonistas de la comedia humana.

La etapa de mi vida que transcurrió en Barcelona fue una de las épocas en que sentí más proximidad a un estado de libertad. Bajo un régimen autoritario por antonomasia, el de Franco, no permití que mi libertad interior se alterara. En aquel estado autárquico y ortodoxo por excelencia, Beatriz de Moura y un grupo de amigos nos divertíamos inmensamente al crear en Tusquets, su editorial, una colección exclusivamente de heterodoxos.