La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
Alejandro Pescador

Moscas blancas

...el gozo irresistible de perderse,
de no ser conocido, de huir.
Julio Torri

Cuatro nevadas cayeron ese invierno en Beijing. Al principio se llenaba el aire de copos grandes, moscas blancas, capaces de flotar durante unos segundos antes de rendirse en alguna superficie. Luego aparecían copos minúsculos, rápidos y abundantes. Los primeros días, la ciudad gozó de una pulcritud efímera; pero el paso reiterado de los automóviles y la ceniza de las calefacciones de carbón pronto ennegrecieron el hielo de las calles. Sólo unos cuantos lugares conservaron casi intacta su blancura invernal. El Palacio de Verano, el parque público más grande de la capital, se contaba entre esos sitios. El lago Kunming, el mayor del Palacio, como ocurría cada invierno, se había congelado. Algunos paseantes patinaban en la superficie, mientras los botes del verano permanecían prensados en el hielo. Al fondo, las Colinas Perfumadas y el Templo del Buda Yacente mantenían sus vestiduras de nieve.

Ese día, también estuve en el lago. La cancillería china había invitado a un grupo de diplomáticos latinoamericanos a disfrutar de un almuerzo de comida imperial en uno de los salones del Palacio de Verano. El lago lucía resplandeciente. Alguien propuso caminar un trecho por la superficie congelada. Se sugirió tomar una foto del grupo. 

Caminaba junto a Ricardo, el colombiano que a veces recitaba "A las cinco de la tarde./ Eran las cinco en punto de la tarde./ Un niño trajo la blanca sábana/ a las cinco de la tarde...", de García Lorca. Con nosotros también venía Herminio, el cubano experto en té chino. "Lo que llamamos té negro –bromeaba– para los chinos es té rojo. Y el té rojo no es sino una variedad del té verde..." Pero ya no escuché lo que dijo después. Me rezagué del grupo. Quedé arrobado por la blancura del lago convertido en un espejo y por el hondo tono pálido del cielo. El paisaje tenía las virtudes de un bálsamo para las heridas de mi alma. La adversidad bordaba mis días. Recordé uno de los poemas de Li Po, o mejor de Li Bai, en el cual el poeta vuela toda la noche sobre un lago donde habita el reflejo de la luna. La cesura del hielo y el cielo; la embriaguez alada del poeta.

Un súbito estruendo me desvió de mi sueño: cerca del puente de los diecisiete arcos se había hecho un socavón en el hielo. Al instante se produjo un coro de alaridos. Traté de correr hacia el puente. Varios de los diplomáticos del grupo habían caído a las aguas gélidas. En mi prisa por acercarme, resbalé y caí boca arriba. Temí que otros puntos de la superficie también comenzaran a resquebrajarse. Entre la confusa gritería, con los tonos que subían o bajaban o se prolongaban uniformes por un instante, apenas distinguí la voz atropellada de alguien que hablaba en español:

–Falta el mexicano.

Tomé una decisión al vuelo. Me levanté como pude; sacudí las briznas de nieve adheridas al abrigo; recogí el libro de José Juan Tablada que llevaba conmigo, y me alejé con rumbo a la salida del parque. A zancadas recorrí el largo Pasillo de las Pinturas. No volví la vista atrás. Se me escapaba el corazón del pecho. Caminé entre el barro y tomé el primer taxi disponible. El conductor sonrió al escuchar mi deficiente pronunciación del chino septentrional, pero me entendió. Le pedí primero llevarme a mi apartamento, en el distrito de Chaoyang, al noreste de Beijing; esperarme ahí unos momentos, y por último conducirme a la estación de trenes del Poniente. Me pareció que el taxista no era de nacionalidad han, sino más bien uigur, con unas barbas parecidas a las de Li Bai.

El trayecto me permitió ver Beijing por última vez. Las parvadas de ciclistas no disminuían a pesar de las costras de hielo que erizaban las calles. Las altas grúas al lado de los edificios en construcción se coronaban con pequeñas banderas rojas que ondeaban ligeras sobre el cielo pálido. Las muchachas escondían sus cuerpos esbeltos bajo las pesadas ropas del invierno. En los parques, grupos de ancianos reían y conversaban mientras el vaho de sus voces se diluía en el viento helado. Beijing: las descomunales vaporeras de los distribuidores de baozi; la ópera local, a la que tanto me había aficionado después de conocer la vida de Mei Lanfang; la Ciudad Prohibida, con la presencia de jirafas que alguna vez pasearon en sus explanadas, y sobre todo los caracteres chinos, esa otra muralla de escalinatas infinitas. Todo esto era Beijing y lo veía por última vez.

Tan pronto llegué al conjunto residencial Isla Dorada, donde vivía, subí al apartamento. Abrí la caja fuerte. Saqué sólo el pasaporte ordinario y los ahorros que en secreto y a lo largo de tantos años había reunido. Una parte del dinero estaba en yuanes; el resto en divisas. Metí todo en una mochila de lona; también el libro de Tablada, inseparable para mí en esos días. Vi el retrato de mi mujer, tan joven y bella, sobre la mesita de noche y salí. Ella había escapado a buscar por unos días el calor de la isla de Hainan. Estos últimos meses nuestra vida en común extravió su sentido. Un segundo divorcio me arruinaría.

En la estación, como siempre, se apretujaba una multitud ávida de abordar los trenes o de recibir a quienes llegaban. Sabía que era imposible comprar en la taquilla un boleto. Los boletos del ferrocarril se compran en China con mucha anticipación. Me dirigí a los tableros electrónicos. Busqué el horario de salida del próximo tren a Shenzhen. En la sala de espera correspondiente, me acerqué a un joven de aspecto campesino sentado sobre un gran bulto atado con una red de yute. Quise comprar su boleto. Se negó rotundamente. Le dije que era cuestión de vida o muerte. Le ofrecí tres veces el valor del boleto. Volteó a ambos lados a ver a sus dos amigos, sonrientes y en cuclillas; luego me miró de frente y dijo:

–Diez veces.

–Cinco veces.

–Ocho.

–Seis.

–Siete.

–Siete.

Llegué a Shenzhen día y medio después. Pagué una fortuna por un taxi hasta el cruce a Hong Kong. En el puerto de salida, dos oficiales de migración, enfundados en sus uniformes grises, no entendían por qué motivo mi pasaporte sólo mostraba un visado de estudiante, caduco desde hacía cuatro años. Discutieron a gritos en cantonés. Uno de ellos sostenía mi pasaporte con la mano izquierda, y con el dorso de la derecha golpeteaba una página en blanco. Sentí que todo se hundía bajo mis pies. Había sido ridículo el intento de huir de todo, de empezar otra vida. Las personas que estaban detrás de mí en la fila se mostraban intrigadas. Yo estaba sudando. De pronto los oficiales de migración dieron por terminada su discusión. Mi pasaporte recibió la gracia del sello de salida. Me volvió el alma al cuerpo.

En Hong Kong estuve una noche. Después de comprar el boleto Hong Kong-Los Ángeles-México, me encerré a piedra y lodo en mi diminuto cuarto de hotel y sólo salí para ver tras las vitrinas los portaviandas colmados de dim sum. Fernando Savater escribió que debieran servirse desayunos mexicanos a quienes van al cielo. Eso haría al llegar. El trayecto hasta Los Ángeles fue eterno. Dormí diez o doce horas. Soñé que volaba sobre el Lago del Espejo y veía a Li Bai, un descendiente de turcos de poblada barba y mirada vidriosa. Vi a las viudas de Shun, que ahogaron en el río Xiang su infinita tristeza al conocer la pérdida de su marido. Las vi, al fondo del agua, convertidas en diosas. En mi sueño brotaron los versos ideográficos de Tablada, los primeros escritos en castellano: "...rOstrOs de mujeres en la laguna..." 

Para mi mujer, también yo estaría en el fondo del agua, sumergido en el espeso limo. Después del deshielo, podrían dragar el Lago Kunming; explorar la vasta red de canales comunicados con el lago, dentro y fuera de la ciudad, y luego el mar. Tarde o temprano se darían por vencidos. Mi mujer estaría satisfecha con esta separación caída del cielo y hasta se permitiría derramar algunas lágrimas. Tenía su destino asegurado: tenía la casa de México, dos coches nuevos y su propia cuenta bancaria. Un amante no le faltaría.

Tras una escala de casi cuatro horas en Los Ángeles, volé a mi último destino. En el avión dormité a ratos y rechacé todo alimento. Acaricié el sueño de tener una segunda vida, anónima, discreta. Acaso podría leer días y noches enteros. Como lo imaginó Apollinaire, tal vez podría vivir rodeado de libros, con un gato que terminara por convertirse en el alma de la casa, y una mujer dispuesta a tolerarme. Me dejaría crecer la barba y nunca más volvería a vestir de traje.

Llegué a la Ciudad de México antes del amanecer de un sábado. El aeropuerto lucía semidesierto. Los maleteros y los choferes de los taxis se veían exhaustos. Celebraban de mala gana sus bromas sórdidas. No tenían sentido del humor. Sólo se burlaban. Se denigraban unos a otros para saber que estaban vivos. 

Compré el boleto para el taxi y eché al hombro la mochila, mi único equipaje. El taxista era un hombre de pelo blanco y trato cortés. Vestía de negro y llevaba guantes blancos. No musitó palabra. La ciudad amanecía ojerosa y pintada. En las afueras de los prostíbulos, muchachas de pies alados y mirada marchita bromeaban con muchachos ahítos de polvos y licores.

El taxi entró por avenida Chapultepec; tomó un corto tramo de avenida de Los Insurgentes, y luego dio vuelta en Orizaba. Al fondo, asomó la Plaza Río de Janeiro. Los destellos del alba perforaban las copas de los árboles. El gigantesco David en el centro del jardín parecía un santo católico con su aureola. El taxi se detuvo frente al castillo, un edificio de tabiques rojos y techo de hierro, estilo art déco. A la entrada del edificio, una anciana regordeta de sonrisa familiar barría la acera. Un gato al pie del quicio, nada más al verme, huyó despavorido. 

Me sentía ligero. Sabía que el mal de avión me afectaría por la tarde. Subí la escalera grande y la pequeña, hasta el cuarto piso: abrí la puerta del apartamento. Incluso mi mujer desconocía la existencia de este lugar. Vicente, el joven y brillante poeta, había tenido un apartamento en el mismo edificio. Lo había arreglado con gusto. Volúmenes de poesía francesa, española, latinoamericana empastados en piel lustrosa llenaban con orden y simetría los estantes de su biblioteca. En alguna pared colgaba un cuadro de Toledo. Unos grillos danzantes, creo.

Dejé la mochila en un sofá. Me quité el abrigo. Saqué el volumen de Tablada y lo coloqué en la mesita de centro, cerca de los otros volúmenes de sus Obras completas, publicadas por la Universidad Nacional. El apartamento estaba intacto. Había algo de polvo y humedad por falta de ventilación. Hacía más de un año que lo había terminado de pagar, pero nunca lo había ocupado. Una felicidad discreta me llenaba el alma. Cada instante era de oro; cada verso, cada hoja de té, un milagro. Pero también había una pérdida muy grande. Ya no tenía a mi mujer, ni a mis amigos. No volvería a ver a mis hermanos, ni a mis sobrinos. No podría volver a Beijing. Pero cada pérdida también se compensa. Cuando nieva, nada mejor que regalar carbón, propone el refrán chino. Es decir, hay que buscar el consuelo oportuno para cada padecimiento, propio o ajeno. Ahora podría dormir tranquilo. No padecería el sobresalto desgastante producido por la conducta impredecible de mi mujer.