EFECTOS DEL CALOR La familia de mi madre es yucateca, y a pesar de que hasta que cumplí los dieciocho años hicimos temporada, es decir, mi familia y yo pasamos julio y agosto en Chelem, un pequeño pueblo aledaño a Puerto Progreso, jamás me acostumbré al calor. Por las mañanas, después de mirarme los pies con estupor se me hinchaban y cambiaban totalmente me ponía el traje de baño y metía mi pijama al refrigerador. Ese remedio inútil y pintoresco me causaba un gran placer nocturno, porque mi pijama sí se enfriaba, pero mi gusto duraba diez minutos y generalmente me provocaba un catarro que duraba dos semanas. Luego desayunábamos panqué cubano y bebíamos leche en polvo, que sólo veíamos cuando estábamos de vacaciones. Bebíamos Sidra Pino negra o Cristal de cebada. En la merienda, los panuchos y los salbutes eran acompañados con Soldadito de chocolate. Me pasaba la mitad del día sumergida en el mar y leyendo novelas policiacas. Mis hermanos eran más vivaces: a veces jugaban volibol, hacían castillos de arena, o juntaban conchitas. Pero siempre terminaban por venir al agua. El mar de Chelem es como una tina y tiene la temperatura de un caldo. El gusto del agua es mucho más salobre de lo normal; tiene un vago sabor metálico. El sol inclemente de la península nos ahuyentaba de la playa al mediodía y nos arrastraba, morosos y atarantados, a la hamaca. Dormir boca abajo en la hamaca es una costumbre desfiguradora: olvídense de las marcas de la almohada, las de la hamaca pueden hacer que a uno no lo reconozca ni su madre. Nunca se debe permitir que la sábana toque el suelo, porque por ella se suben alimañas de tamaño extraordinario que acaban hechas bola en el cuello del durmiente. Hay una tarántula muy impresionante y completamente inofensiva que los mayas llaman chi huó, que puede dormir con uno y matarlo del susto. Los moscos tienen un temperamento más vivaz que los moscos del df que de tanto volar entre la contaminación ya no saben ni qué hacen. Un mosco yucateco es un ser impertinente y decidido, al que no le importa morir por una gota de sangre. Las enormes cucarachas yucatecas están dotadas de antenas muy expresivas; por las noches, cuando uno enciende la luz de la cocina, la huida repentina de tanta cucaracha da la impresión de que se ha interrumpido una fiesta orgiástica. Los perros languidecen, los gatos se meten dentro de los armarios. Pero el calor en Yucatán es de siempre y los yucatecos han diseñado muchísimas estrategias para sobrellevarlo: la siesta, la salsa de chile habanero, la cerveza Montejo, el mantecado de crema morisca y la guayabera, por ejemplo. La vida tiene dos ritmos paralelos y perfectamente avenidos: el de la naturaleza: vigoroso, lleno de una especie de ansia en la que todo madura más rápidamente, se pudre a la velocidad de la luz, es más dulce y de colores más intensos; y el de la gente, lento, alegre y despreocupado. Las casas, desde la más humilde choza campesina hasta las señoriales mansiones ante-bellum que bordean el Paseo Montejo, fueron construidas buscando la frescura. Por eso, los laureles de la India, y la sombra densa que proyectan son muy apreciados. Hay cafés por todas partes, y hasta el mesero más distraído lo sirve con una botella sudada y fría de agua mineral al lado. Pero ahora tenemos calor como de allá, y estamos, ay, aquí en el df. En primer lugar, a más altura, y en un valle. En segundo lugar, hay mucha contaminación. Nadie usa shorts, y pocos usan huaraches, que hay que ir revalorando porque son los zapatos que convienen a este clima. Todos manejamos con prisa, sometidos a la tiranía del pesero y la pipa de Pemex, la mayoría sin aire acondicionado en el coche. Inútil soñar con un pesero climatizado. Del metro ni hablo. Ya la voz popular afirma
que es sauna, vapor y masaje gratuitos, y no hay nada más qué
añadir. Si salimos al porche a tomar el fresco, a lo mejor nos asaltan.
Sólo las mascotas y los bebés duermen la siesta; pocos tienen
ventiladores de pie, y los de techo, como escribió Juan Villoro
en su magistral Palmeras de la brisa rápida, suscitan imágenes
de decapitación y otras catástrofes. Yo propongo que si no
hay dinero para cambiar la arquitectura, la comida o poner aire acondicionado,
hay que ser más calmosos. Tomar limonada de ésas que se hacen
con todo y cáscara; dormir en hamaca, comprada en el mercado y comer
tacos de cochinita pibil. No se nos va a quitar lo acalorados, pero estaremos
de mejor humor.
|