La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
Francisco José Cruz González

Varsovianas

Cuando él no me mira busco mi reflejo en la pared y
sólo veo un clavo del que han descolgado un cuadro
Wislawa Szymborska


Il,ustración de Eko-La vida me ha sido siempre traicionera –te dices mientras el taxi que te conduce al aeropuerto Federico Chopin devora calles y toma el sendero de árboles secos, sembrados uno tras otro en milimétrico orden militar, en la avenida Zwirki i Wigury.

Sientes el golpeteo de los últimos días en las sienes, el peso insoportable en los párpados después de una noche, varias noches en blanco, y el dolor –¿dulce?– en la boca del estómago que te aparece cada vez que la recuerdas. A Agnieszka, que no verás ya más. Te revuelve hasta las lágrimas esa sensación de pérdida, el mundo que se te cierra, como en tu adolescencia cada vez que terminabas con una de tus novias. Sientes que los árboles de la avenida, esos esqueléticos mendigos desnudos, se te vienen encima.

Tú, David Murrieta, de Ciudad Juárez, afincado ya hace largos años en el Distrito Federal, achilangado. Con un aburrido, insoportable matrimonio a cuestas, o mejor dicho atrás. Una hija de seis años que sientes que no te quiere. Tu mentirosa carrera universitaria de abogado, que nunca terminaste. La tramposa experiencia abogadil, que te sirvió en esta ocasión para conseguir del cascarrabias e ingenuo cónsul de tu país el dinero con el que te repatrías.

Tu obsesión por las mujeres. De la que no te arrepientes, ¿por qué has de arrepentirte? Tu manía de explorador –ésta sí una verdadera "carrera universitaria"– de los burdeles desde hace muchos años y de los table dance más recientemente. En Juárez y en la Ciudad de México. En Mérida, en Culiacán y en Veracruz. Donde te ha llevado el trabajo abogadil o tus ganas de correrías.

–La vida es traicionera –repites el lugar común y recuerdas que estás aquí, en Varsovia, porque la muerte de tu tía Amelia te dio unos dineros imprevistos y decidiste quemarlos en un buen "reventón" internacional. En la veta misma de las polacas, a las que descubriste en tus correrías en los table dance mexicanos. ¡Verdaderas diosas!, como decías emocionado. 

Il,ustración de EkoEl silencio insoportable del chofer del taxi te recuerda esa suerte de invalidez que te agobia en Varsovia: no entender casi nada, no poder decir casi nada en este idioma de consonantes en cascada. De nuevo te ríes recordando aquello de "me da mucho gusto verle, señor": Tsheshan shien she pana vidse. ¡Por Dios! Te entristece pensar que este endiablado idioma es el que te hace volver a México. Condenado al silencio, condenado a guardar tus sentimientos. Los de ahora que se te revuelven –¿otra vez las lágrimas?– sin poder decir nada a Agnieszka. Sólo "moya miuosh" –mi amor– ¡y nada más! Sin poder expresarle todo lo que sientes por ella, lo que tienes guardado para ella. Tu deseo de proponerle escapar del marido, huir ambos "como en película gringa". A México, a donde sea.

Con el dinero de la tía Amelia tomaste un avión y aquí estás en Varsovia. Llegaste un día gris y helado y sólo te recibieron los esqueléticos árboles de la avenida Zwirki i Wigury. Luego el paisaje desolado de la ciudad vieja –la Stare Miasto– a la que te precipitaste nomás llegar sobreponiéndote al cansancio del viaje. Los limpios muros ocre del Castillo Real que parecían fundirse con la humedad del día, la calle breve, estrecha, que te condujo a la plaza central. Penumbra y vacío por donde sólo cruza, apresurado, uno que otro transeúnte huyendo, no supiste si más del gris y de la penumbra que del frío. Pero tú llegas a la plaza central y recorres con la vista las casas que la enmarcan, ocres, oros, azules, grises. Los dibujos y pinturas en los frisos de paredes y ventanas. La Sirena al centro de la plaza, feroz y bella, que en su desnudez te pareció un buen augurio de tus conquistas.

Tu animo de "conquistas", David, y tu precario inglés te llevaron a un rosario de cabarets. Como el Korome, frente al impertinente edificio-hongo que es la estación de trenes. En la Varsovia de caos arquitectónico. Los grises y manchados cajones de las construcciones socialistas conviviendo con palacios barrocos y neoclásicos. El Palacio de la Cultura, de arquitectura "sovietizante" que te recuerda un tenebroso pastel de quinceañera. La irrupción de edificios modernos, audaces, pretenciosos de la "Nueva Polonia" del libre mercado. 

El Korome de angostas puertas en uno de los grises edificios, ofrece "girls". Y la oferta no defrauda: las "girls" son abundantes y bellísimas. Pagas la entrada, te acomodas, pides una cerveza y observas y admiras ese mercado de la carne fresca y viviente que va y viene. Rubias oro, castañas, morenas, rostros hermosos y cuerpos todos perfectos en sus medidas y proporciones de senos, pubis y piernas, tersas pieles a la vista. Luego el mismo rito de México: invitas a la mesa, pagas una bebida y aceptas que una "girl" dance para ti, sobre ti –pero ¡prohibido besar o siquiera tocar!– mientras se da el espectáculo permanente de la que se desnuda y baila a la vista de todos en el centro del local.

Il,ustración de EkoTu peregrinaje por antros te hace conocer un ramillete de bellezas –polacas, ucranianas, bielorrusas– y coleccionar sus números de teléfono. Pero nada más. Bueno, hay más: las danzas, literalmente sobre ti, de la chica. Después, si se arreglan, el contrato carnal que te llevará al cuarto húmedo y en penumbra de un hotel-prostíbulo. El baile "íntimo", el desnudarse mecánico, el condón, la prohibición de tocar y de besar. La eyaculación y el final insípido. Ni siquiera el fingimiento de placer que las prostitutas mexicanas son maestras en montar como una obra de teatro implícitamente acordada con el cliente.

Un día decides visitar en su apartamento a la ucraniana Larisa que conociste en el Korome. Le llevarás flores y te dará –imaginas acalorado– las pasiones que no te han dado hasta entonces en los antros. En la florería no sabes qué comprar hasta que la florista en su extraño idioma y a señas te sugiere. Le dices que es para tu "kojanka" –ya aprendiste la palabra amante– y la florista ríe. Sólo de pasada te fijas en ella: ¿cuarenta años? Un bello rostro, ojos azul clarísimo. Su cuerpo no es el perfecto de tus "amigas" de los antros, pero aún invita a la pasión. Su sonrisa te parece coqueta.

La visita a Larisa es breve y deprimente. Un displicente, casi grosero, "buenos días", que te despide en realidad hasta la noche cuando podrás verla. En el club –te advierte. Sales a la calle indignado, con la intención de arrojar violentamente a la basura las flores. ¡Pero no! –dices y te detienes. Luego te encaminas a la florería donde ofreces el ramo, con tu mejor sonrisa, a la florista. A fin de cuentas es otra mujer.

A partir de ese casual obsequio y del asombro y del rubor de Agnieszka la florista, ante las flores que le ofreciste, Varsovia dio un vuelco para ti. Nevó, porque el clima parecía querer ser cómplice de tu felicidad y la ciudad gris se volvió blanca. Salió el sol. El Castillo Real y la ciudad antigua cambiaron de rostro. Los ocres del Castillo y los colores de las casas de la plaza central adquirieron brillo. La Sirena fue Agnieszka.

Varsovia fue otra porque tú, David Murrieta, decidiste conquistar a la florista y en ello empleaste tus dotes de seducción por entero. Primero fueron tus encuentros "casuales" con Agnieszka. Luego tu obcecada invitación, a señas, para que salieran a tomar un café. Tu terquedad que venció las negativas amables de la florista. Y el primer café con ella. Un café silencioso, de miradas –agresiva casi la tuya, asustada y complacida la suya, después cómplices ambas. Tomarle la mano –¡como novios!, te decías burlonamente. 

Il,ustración de EkoSiguieron los días de escapadas al parque Lazienki, siempre al monumento a Chopin por deseo de ella. Bajo el frío y en la nieve inmaculada, brillante, sedosa, arenosa bajo las botas, y las risas de Agnieszka que casi les hacía olvidar el frío. Hasta que los colores de manzana que aparecían en el rostro de ella y tu temblor los empujaban a refugiarse en una cafetería. Allí silencios, miradas de dulzura y pasión. Si acaso una palabra aislada, torpe, que trataba de subrayar la felicidad. Tomarse de las manos. Un beso. La salida apresurada de Agnieszka después de ver el reloj.

Un día ella te pidió ir –te condujo amablemente– a una iglesia, la de la Santa Cruz. Te extrañaste porque hasta entonces no te había parecido muy religiosa. Pero entendiste el por qué cuando te puso frente a la columna del templo que guarda el corazón de Chopin. Agnieszka, tu Agnieszka que ya estás extrañando, por la que dejas llorando este país, es una romántica. Y tu caíste en su trampa de romanticismo que te ha hecho volver a tus sentimentalismos adolescentes. 

Ese día Agnieszka te llevó a su departamento. Fue un largo viaje en tranvía por la devastada y reconstruida Varsovia. Atravesar el puente, con el Vístula a los lados, un río de placas de hielo que el sol de ese día hacía brillar de forma enceguecedora. Hasta llegar a un barrio popular en el que se enfrentaban sin orden y concierto los horribles cajones de zapatos que eran las viviendas socialistas y la nueva arquitectura barata que imita el peor gusto de una fea ciudad de Estados Unidos. Con muchos parques, la tabla de salvación de la ciudad y de sus habitantes. 

Del claro día entraron a la penumbra de un edificio. Una humedad de gruta en las paredes, escaleras gastadas, una bombilla que daba una luz opaca. Subieron a pie varios pisos, en silencio y tú nervioso –ambos nerviosos. Luego Agnieszka abrió la puerta y los dos entraron al modesto departamento. Pocos muebles. Fotos familiares en las que te fijaste. La de la boda, con el marido. Al verle apartas instintivamente la vista y la diriges a otras fotografías. Agnieszka joven y sus hijas. Otras fotos de familia –padres, abuelos.

Luego Agnieszka pone música y te invita a bailar. Intymnie –íntimamente– y Bez Milosci –sin amor– que canta suavemente, tristemente Ryszard Rynkowski mientras ustedes se aprietan, se acarician, se besan de la dulzura a la pasión. Vuelves a sentir sus labios carnosos y tibios que muerdes y penetras con la lengua explorando el paladar de tu amada. Con desesperación. Sientes las formas de su cuerpo, sus piernas en tu propio cuerpo. Abres lentamente su camisa, pesas, acaricias sus senos, leves, suaves, del color de la leche y de la miel. Los besas, los muerdes. Hacen el amor.

Lo harán tantas veces. En el mismo lugar y a las horas que Agnieszka fija. Para evitar al marido –piensas– y recuerdas sonriendo el susto que llevaste cuando Asfar, el ambarino gato minusválido, se enredó en tus piernas mientras bailabas con tu amada. –¡Tu marido! –exclamaste aterrado sin que ella comprendiera tu grito. 

Recuerdas también el rostro de la florista, bello, casi clásico –pómulos marcados, nariz recta, pequeña, cuyas aletas vibrantes marcaban la pasión, labios al mismo tiempo carnosos y delineados, el azul casi acero de los ojos, el pelo de color oro oscurecido. Un rostro en el que las batallas de amor descubren los traicioneros rasgos de la edad, las pequeñas arrugas que un discreto maquillaje había escondido.

El lenguaje de amantes de los dos será la música, las canciones románticas por las que tu amada te conduce: "Íntimamente", "Sin amor" y "Demasiado jóvenes demasiado viejos" en la voz de Rynkowski; y "Los amantes de la calle Kamienna" y "Cómo fue" –¡en español!– que canta Kora. De ellas surgen las palabras aisladas: "amor", "amada", "amado" .

Il,ustración de EkoPero un día el destino da al traste con todo. Fue cuando a una más de tus declaraciones de amor –en tu torpe polaco– Agnieszka te respondió tristemente: "Yo sé que no soy tu amor, sólo soy tu querida." Fue el mismo día en que se te acabó el dinero. Entonces te dijiste que ese amor no podía seguir y, de cuajo, hiciste a un lado la pasión y el romanticismo y te decidiste a volver –a huir– a tu país. Una decisión que ahora, camino del aeropuerto, hace que se te agolpe la tristeza. Pero puede más tu egoísmo y tiras de nuevo por la borda el corazón. 

Agnieszka volverá a su vida de siempre: su trabajo y su armónica vida de familia. Una vida ejemplar, como lo fue antes de conocerte y de caer en las redes de tu ternura y de tu pasión. Pero hoy su corazón es un ave con las alas rotas, y no podrá volver a volar.

Mientras el invierno concluye, la nieve se ensucia, se ennegrece y se derrite. Y Varsovia se prepara para la primavera, en la que su ciudad vieja volverá a poblarse de la gente que la adorna. Y Varsovia volverá a mostrar a quienes intentamos descifrarla, su bello rostro eslavo y su corazón mediterráneo.