La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
Enrique Berruga

Propiedad ajena
(fragmento)

En el antiguo claustro de La Misión habían colocado templetes y micrófonos, coronados por una enorme guirnalda de globos con los colores de las banderas de España y de Estados Unidos. Las Hijas de la República de Texas, ataviadas para la ocasión como Aunt Jemina, repartían panfletos que exhortaban al público a "conocer tu historia". Rechazaban las aviesas intenciones de "grupos de mexicanos resentidos" que a últimas fechas habían salido con el invento descabellado de que un soldado de Santa Anna escribió una crónica en la que narra la muerte de David Crockett, el personaje más mítico de la batalla de El Álamo, en términos menos heroicos que los consignados por la leyenda. El debate estaba en su apogeo sobre este giro inesperado de la historia, como también lo estaba la puja en las casas de subastas, donde el escrito del siglo pasado rondaba el medio millón de dólares según la empresa Quysner & Baker de Los Ángeles, que lo tiene bajo su custodia.

Con sus discretos listones en verde, blanco y rojo, unos menos discretos chalecos de charrería, simpatizantes de la causa mexicana paseaban también por el claustro, repartiendo sus propios panfletos. "La visión de un testigo", se titulaba, en referencia al polémico diario del soldado José Enrique de la Peña. Estas memorias rompen con el mito de que Crockett murió en el fragor de la batalla, blandiendo hasta el último momento su rifle, el famoso Old Betsy, como si fuera un bat de beisbol, en una lucha cuerpo a cuerpo cuando ya se le habían terminado las municiones. La narración de De la Peña establece que Crockett fue arrestado y pidió clemencia a Santa Anna, diciéndole que no era más que un naturista inocente que se había quedado encerrado en El Álamo y, a la luz de las circunstancias, no había tenido más remedio que defenderse con todo lo que tuviera a su alcance. De cualquier forma, fue ejecutado con otros seis compañeros, cuando ya había terminado el sitio.

La Hijas de la República de Texas afirmaban que se trataba de un documento falso, fabricado por los mexicanos resentidos para empañar la reputación de Crockett y para "ajustar la historia a su gusto". Los mexicanos efectivamente resentidos, argumentaban que la autenticidad del escrito de De la Peña estaba fuera de discusión, como lo avalaba Quysner & Baker. El panfleto que distribuían formaba parte de una colecta entre la comunidad mexicana y cualquier otro "simpatizante de la verdad" para adquirir las memorias de De la Peña, "antes de que algún fanático conservador y adinerado las comprara con el único propósito de prenderles fuego", como efectivamente se rumoraba.

La plaza se cubrió de un silencio sepulcral. Estaba tan acendrada la costumbre –quién sabe de dónde vendría– de aplaudir religiosamente al final de cualquier intervención pública, que la gente no acertaba qué hacer. El conde les había tomado por sorpresa. Resultaba impensable aplaudir el anuncio de que la propiedad de cada uno de los presentes no era suya y nunca había sido verdaderamente suya. El noble español ya había hecho su reclamación, por ellos, ¿a quién debían reclamarle entonces? A fin de cuentas, todos habían pagado con dinero bueno, tasas de interés e hipotecas, los bienes que poseían. Ahora, si tenía razón jurídica el conde, se desayunaban con la noticias de que no habían hecho otra cosa más que hacerle el juego a usurpadores, que a su vez seguramente habían sido embaucados por otros y así, indefinidamente, hasta la fecha en que se torció la letra y el espíritu de la leyenda inscrita en la piel de borrego que estaba frente a sus ojos.

–Is it that after all we didn’t win at the Battle of El Alamo? –me interrogó apresurada mi vecina–. Is it what he is saying? My home is not my home, I mean Really? –usaba insistentemente el "I mean". Luego se preguntó–: Then who is the real owner, this man, the noble?

Esas mismas preguntas flotaban en el aire para todos. El alcalde, presa de la confusión y del ridículo, después de todo a él se le había ocurrido traer al conde a celebrar los ciento cincuenta años de la anexión de Texas, decidió enviarle un mensaje contundente al miembro de la realeza española. Escribió apresuradamente unas líneas en una tarjeta que extrajo del bolso del saco. Llamó a uno de sus asistentes, todos pudimos ver cómo dio unos cuantos pasos temblorosos y le pasó la nota al conde don Gustavo de Bejar. Aquél la leyó, transformándosele la expresión del rostro regordete y sonrosado. Se acercó al micrófono.

–El alcalde me pide que "amablemente" done en estos momentos el título de propiedad a la ciudad de San Antonio. Me hace notar que este sería un buen gesto de mi parte en esta ocasión. Yo le preguntaría a cambio al señor alcalde, por qué no se nos pidió lo mismo en tiempo y en forma cuando se produjo el arrebato de nuestras propiedades. Os recuerdo que no han pasado más de ciento cincuenta años, un tiempo corto en la historia, pero suficientemente largo como para que se nos hubiese preguntado si queríamos una indemnización, poner en venta la comarca o, como ahora me solicitan, hacer una "amable donación".

El alcalde tenía los ojos inyectados por la contrariedad. Desde mi segunda fila pude escucharle, supongo que muchos más le oyeron exclamar: "¿Por qué carajos nadie me informó que San Antonio no era nuestro?", buscando algún responsable.