Jornada Semanal, domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429

UN LIBRO SOBRE EL GRAN COCODRILO

En este libro, Raquel Huerta Nava reúne a varias voces jóvenes: Raúl Bravo, Kenia Cano, Luis Vicente de Aguinaga, Eduardo Aguirre, Roxana Elvridge-Thomas, Carlos Oliva, Diana Espinoza, Heriberto Yépez y Norma Garza, para que podamos darle otra indispensable vuelta de tuerca a la obra de Efraín Huerta.

Raquel, en su presentación, habla del poeta, del periodista, el memorioso, el culto (en el humanista sentido del término), el padre, el amigo Efraín Huerta. Recuerdo (esta palabra es muy usada por los carcamales de mi rodada. La usamos hasta que nos llega el Eisenhower) su último viaje a España. Fuimos a Toledo y recorrimos las estrechas calles. Lo veo sentado en una banqueta esperando a que Raquel visitara la catedral y se detuviera ante los altares barrocos hechos con oro y plata de las minas de los virreinatos americanos. Efraín se quejaba de algunos males menores y, con una elegancia de gran cocodrilo africano, soslayaba los muy mayores, ésos que le habían cercenado pedazos del cuerpo, pero le habían dejado inalterada la alegría y el amor por la vida y sus alimentos. Por eso, sentado en la acera frente a la catedral toledana, me confió que ya le dolían los pies cuando caminaba más de veinte cuadras. Esta anécdota nos permite acercarnos al misterio de una vida generosa, honesta, coherente y fiel a sus verdades y a sus emociones. Lo veo, una tarde y en el Palacio de Minería, defendiendo a Octavio Paz de la rechifla de un grupo de intolerantes. Cuando Octavio empezó a leer un poema, los fundamentalistas pretendieron callarlo (eran los días de la hermosa lucha libertaria de los sandinistas que Octavio no pudo o no quiso entender y condenó sin matizar). Efraín se levantó, abrazó a Octavio, le dio un beso en la mejilla y con gestos perentorios (su garganta ya había sido asesinada) pidió a los chillones que se callaran. Lo logró y Octavio leyó, con voz trémula, tres poemas magníficos.

Los autores de estos ensayos sobre el gran humorista de los poemínimos, el épico cantor de nuestro pasado histórico, el poetizador de nuestra ciudad, sus calles, noches, piernones brutos, puñaladas traperas, vejámenes, humillaciones, contrastes abismales, soledades y alegrías; el lírico profundo de los poemas absolutamente amorosos, viajan por todos los rumbos de su poesía. Espero que pronto revisitemos su prosa y recuperemos el asombro ante la rara perfección de sus reseñas cinematográficas y la honesta claridad de sus pronunciamientos sociopolíticos.

Raúl Bravo lo llama “romántico realista” y revisita muchos momentos, aficiones, deslumbramientos, compromisos y amores de Efraín. Bravo pasea con buen humor y afecto por algunas facetas de la biografía cocodrilesca y se detiene para hacer acertadas reflexiones sobre su escritura, sus postales de viaje, su manera libre y personal de acercarse al haikú amado por Basho, Tablada y Rebolledo. El ensayista lleva sus reflexiones hasta la cúpula del Hospicio Cabañas y, pensando en Efraín, ve la ascensión del hombre en llamas orozquiano.

Kenia Cano nos confía su manera de leer los poemas de Efraín y la califica de “desordenada y antipoética”. Tal vez por esto sea tan humana, demasiado humana y logre penetrar hasta los relieves más profundos de la caverna lírica. Hermoso ensayo éste de Kenia, tan acucioso y libre en su búsqueda de definiciones del acto poético en Efraín Huerta. Lo llama “contorsión corporal” y para leerlo nos sugiere “espigarnos hasta el asombro”, aunque nos quedemos con “la respiración entrecortada”. Tres poemas culminan admirablemente el ofertorio de Kenia: “Ennoblecida verdad la del olvido, Purísima verdad aquella de la ternura muerta...”

Luis Vicente de Aguinaga analiza Los hombres del alba, el libro de Efraín que más lo ilumina y se detiene en la idea del amor impaciente y de ella parte para vivir en la lectura la férvida visión del erotismo. Hacía tiempo que no leía un estudio tan acucioso de un poema nacido de la mayor sinceridad posible y, por lo mismo, tan “verdaderamente” amoroso.

Eduardo Aguirre entra con solvencia y afecto en los terrenos de “absoluto amor”. Su lectura es muy cuidadosa y alaba la claridad, la transparencia del poemario publicado por Fábula en 1935. Eduardo compara las juventudes de ayer con las de hoy y, en mi opinión, es un poco severo con las actuales, aunque, debo decirlo, comparto su disgusto por los retorcimientos y los plagios.

El ensayo de Roxana Elvridge-Thomas nos habla de los distintos orbes internos que se entrelazan en el itinerario creativo de Efraín Huerta. Partiendo de los sentidos, el poeta conoce y goza al mundo y, a través del amor, se reconcilia con la otredad y vive gracias “a la sencilla geografía” de los labios amados.

Carlos Oliva se mueve por el terreno de las muchas voces de la poesía de Efraín: las estrictamente líricas, las del compromiso con su tiempo y con la sociedad, las del ingenioso juego alburero y las capaces de describir y reinterpretar poéticamente a nuestro pasado histórico.

Diana Espinosa habla de las afinidades de nuestro poeta, así como de sus variados temas y atmósferas: Nietzsche, la guerra civil española, Stalingrado, la Diana Cazadora y la Avenida Juárez, Alberti, Neruda, Whitman, García Lorca. Su estudio comparativo enriquece la crítica de la poesía de Huerta y culmina con una afinidad emocionante: don Francisco de Quevedo.

Heriberto Yépez desentraña el sentido de los poemínimos que son mucho más que los chistes de los que hablaba Paz. Amorosos, burlones, políticos, los poemínimos se aproximan al haikú, algo tienen de aforístico y son un permanente desafío para sus imitadores. Son, en fin, un género que nació y murió con su creador. Los que se hicieron después son o simples copias o, tal vez, homenajes involuntarios al inventor, ese “poeta De Segunda Del Tercer Mundo” tan complacido de serlo y de burlarse, como López Velarde, de “los sesos de su cráneo”.

El último ensayo del libro, el de Norma Garza, se inicia con dos epígrafes: uno de José Emilio Pacheco y otro de Carlos Fuentes. Ambos se refieren a “la más monstruosa aberración urbana del planeta: el df...” En este preciso texto vemos a Efraín recorriendo la terrible y entrañable ciudad que escogió para vivir: México-Tenochtitlan. El odio, pero también el amor son las dos caras de esa moneda poética. Es claro que en el lado del odio triunfa la compasión.

Nueve puntos de vista, nueve lecturas de la obra de Efraín. Y las nueve son de jóvenes. ¿Qué más puede pedir el mejor y más querido de los cocodrilos?
 
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
[email protected]