La Jornada Semanal,   domingo 25 de mayo del 2003        núm. 429
Leandro Arellano

Bajo el sol de Morelia

Todo es un misterio, sentenció Santoyo mientras aclaraba su garganta. No hacía tres semanas que yo había vuelto a México. Nos juntamos a desayunar en el mismo restaurante de San Ángel, Araujo, Ulises Castañón, Santoyo y yo. Me informaron de todo lo ocurrido durante mi ausencia. Se produjo un silencio denso cuando cité el tema. Santoyo ordenó unos Marlboro y más café para todos. Les dije que en realidad ignoraba lo sucedido con Laborde. La información que yo tenía era incompleta, parcial; resumida de varios correos de mi hermana y algunos amigos. Nada más me quedaba claro que el accidente de Laborde no era común. 

De nosotros, Santoyo era el más cercano a Ricardo. También era él quien se ocupaba de reunirnos desde que acabamos la universidad. Usualmente fluido y sonriente, adquirió un aire grave cuando me lo refirió. No sé cuántas veces lo habrían escuchado ya Araujo y Ulises, pero se mantuvieron muy quietos mientras Santoyo hablaba. El temor impone silencio. Me advirtió que el caso no estaba resuelto aún. Sabía que los Laborde todavía investigaban pero mantenían el asunto casi en secreto. 

Bueno, nadie sabe en verdad qué ocurrió, comentó Santoyo, inhalando con fruición el humo del tabaco. No, no, no. Los acontecimientos tuvieron lugar en la Semana Santa del ’97. La semana anterior para ser preciso. Todo comenzó con una llamada el viernes de Dolores. Avisaron a los Laborde que algo andaba mal con Ricardo. Santoyo dio un sorbo a su taza de café y guardó silencio unos momentos, luego continuó. Lo recuerdo bien. Había ido al cine pero me hizo volver temprano a casa un dolor de cabeza. Mi madre me informó que los Laborde me buscaban con insistencia por teléfono. Tomé un par de aspirinas y marqué. Me contestó Salomé. Muy excitada, con una voz que no era la suya, me dijo que su hermano Ricardo había sufrido un accidente. 

Acordamos que vendrían por mí en media hora. Avisé a mi madre lo que pasaba y que los acompañaría a Morelia, sí, a esa hora. Tomé un baño y me vestí deprisa. Preparé una muda de ropa adicional para llevar conmigo. A pesar de la hora el calor no cejaba. Salomé rehusó entrar a casa. Mi madre le ofreció en el pasillo un refrigerio que también rechazó con amabilidad. Estaba pálida y temblaba. 

Poco después de las nueve de la noche llegamos a la caseta de cobro de Tepotzotlán. El aire que entró al abrir la ventanilla acabó por ahuyentar mi dolor de cabeza. Insistí en hablar de otros temas para tranquilizar a Salomé. Le dije que si el accidente de Ricardo no había sido letal, tuviera esperanzas. Una vez 
que se serenó le pedí detalles de la llamada de Morelia. Ramón, su marido, manejaba callado. Ella iba en el asiento trasero. Me dijo que Ricardo había salido el Domingo de Ramos a Morelia para participar en un congreso. Ricardo era uno de los más brillantes anestesiólogos del país, razón por la que a menudo era requerido en distintos eventos médicos. Partió después del desayuno, él conducía su propio automóvil. Prometió llamar a Antonieta apenas se instalara en el hotel. El congreso habría de durar tres días, por lo que el jueves siguiente Ricardo debería volver a México. Contra su costumbre, Antonieta no lo acompañó esa vez porque ya habían hecho planes para salir en Semana Santa, además de que ella tenia compromisos propios y atender a sus hijos.

Fue la policía de Morelia. Llamaron alrededor de las siete. Yo estaba de visita con mis papás y tomé la llamada. La administración del hotel les había reportado un caso extraño con uno de sus huéspedes. Vistas las circunstancias irregulares del incidente se requería la presencia de algún familiar de la víctima. Pedí que me aseguraran que estaba vivo –soltó de golpe Salomé, y agregó: Además, yo tuve que informar de todo esto a Antonieta y disuadirla para que no viniera con nosotros.

En el crucero de Apaseo me turné al volante con Ramón. La noche estaba quieta y estrellada. Empezaba a refrescar. Salomé intentaba dormir pero no lo conseguía, mantenía cerrados sus ojos y cambiaba una y otra vez de posición. Por un rato no hablamos, encerrado cada uno en sus pensamientos y sospechas. Sabíamos que Ricardo no estaba muerto ni herido. ¿Qué podría haberle ocurrido? ¿ Por qué tanto misterio de la policía y del hotel? Ramón comenzó a roncar tan pronto como cambió de asiento conmigo. Más tarde Salomé se incorporó, me pidió un cigarrillo y conversamos. Luego de Salvatierra el trayecto me pareció eterno. Otra vez nos mantuvimos callados. Simon y Garfunkel sonaban en la radio cuando arribamos a Morelia. La ciudad dormía, iluminada y silenciosa. 

Quien conoce Morelia se maravilla con su imponente catedral de cantera rosada; es uno de los monumentos más hermosos de la arquitectura mexicana. A unos cuantos metros de allí, sobre la avenida Ignacio Zaragoza, se halla el Hotel Catedral. Pasaban las tres de la mañana cuando nos detuvimos frente a él. Al bajar del auto sentí frío y me estremecí. Miré el cielo. El resplandor de la luna se opacaba con las luces de neón. La avenida estaba vacía y soplaba con suavidad un viento fresco. Nos acercamos a la recepción con recelo. Las bombillas del hotel derramaban una luz densa y fulgurante. Apenas encaramos al personal del hotel, Salomé recobró su aplomo y desde ese momento tuvo el dominio de la situación, era ella quien interrogaba y daba órdenes.

Araujo y Castañón se miraban una y otra vez, con miradas cargadas de resquemor. Advertí que a Santoyo le conmovía referir el suceso, pero a fuerza de contarlo muchas veces había aprendido a contenerse. Salomé se identificó y preguntó por el gerente. El empleado nos miró con suspicacia y pidió que esperáramos unos momentos, hasta que volvió acompañado por un hombrecillo moreno y bajo, con lentes de carey, perfectamente vestido en su uniforme de trabajo y sin un atisbo de cansancio, a pesar de la proximidad de la madrugada. 

El gerente ordenó que nos ofrecieran de beber pero Salomé le pidió que nos condujera con su hermano de inmediato. Ramón se atrasó mientras acomodaba el automóvil en el estacionamiento. Con evidente excitación el gerente nos condujo, adelantándose. Algunos empleados somnolientos reanimaban su mirada al enterarse de quiénes éramos. Conforme avanzábamos hacia el cuarto de Ricardo mi agitación iba en aumento. Una sensación de agobio me subía hasta la boca. Sólo nuestras pisadas irrumpían el silencio de aquella hora. Ricardo se hallaba en una de las dos suites con que cuenta el hotel, donde un policía viejo y amodorrado montaba guardia. Cuando llegamos el hombrecillo se quitó las gafas, y al tiempo que abría la puerta de la habitación, muy circunspecto no obstante su agitación, se dirigió a Salomé: Señora, siento mucho lo ocurrido con su hermano. Tenía los labios resecos.

La habitación estaba en penumbras. El gerente encendió una lámpara en un costado y luego las del techo. Se hizo un silencio ominoso. La luz nos deparó una visión terrible: desnudo, inmóvil, con los ojos que parecían salir de sus órbitas y escurriéndole baba de la boca, se hallaba Ricardo recostado en una cama enorme. Sus pupilas, de intenso color azul, revelaban pavor y confusión. Su piel había adquirido un tono macilento y llevaba barba de varios días. De su boca emanaban unos estertores agudísimos.

¿Qué pudo transfigurarlo de este modo? Salomé y yo nos miramos con estupor, perturbados por una extraña sensación. Gradualmente nuestro temor se transformó en agobio. De la habitación emanaba un tufillo amargo y repugnante. No había rastro de que nadie más hubiese estado allí. Por un rato nadie abrió la boca, todos mirábamos a Ricardo. Ignorar el origen del mal cala más hondo que el dolor cuya procedencia conocemos. Salomé se sobrepuso y lentamente se acercó a Ricardo. Lo abrazó con ternura. Ricardo no tuvo ninguna reacción, no manifestó ningún gesto. Con aprensión, me senté en el otro borde de la cama. Tomé entre mis manos la de Ricardo. Estaba helado y tenía el pulso muy irregular. Lo inyecté y señalé a Salomé la conveniencia de trasladarlo a México sin demora. En ese momento llegaba la policía.

El gerente del hotel nos invitó a pasar a una pequeña sala donde despachaba. Impresionado todavía, refirió con prudencia lo que sabía. El domingo último se había registrado en el hotel, a las16:13 horas, el doctor Ricardo Laborde, quien dispuso que le cambiaran la habitación asignada por una suite. Tenía registrada una llamada telefónica a la Ciudad de México un poco después de su llegada. De noche pidió que le llevaran a su habitación una cena ligera. El lunes muy temprano ordenó un taxi, el cual lo condujo a las instalaciones del Seguro Social. Todos estos detalles los hemos juntado luego de encontrar a su hermano en ese estado, recalcó el gerente. Ramón había ofrecido quedarse con Ricardo mientras bajamos. Yo no había dormido nada en el camino. El jugo de naranja me reanimó. Pregunté si podía fumar y el comandante de la policía aceptó un cigarrillo.

La tarde del lunes –continuó el gerente– hacía mucho calor. El sol resplandecía en el cielo añil. Su hermano volvió acompañado de una mujer. Era rubia y estaba vestida de rojo. ¡Por supuesto –enfatizó ante una pregunta mía– era mujer refinada, como el doctor! Al poco tiempo salieron. Ahora sabemos que visitaron la catedral y cenaron en el portal. Hay un tiempo que no logramos establecer dónde estuvieron. Regresaron poco antes de la medianoche, con algunos paquetes y una maleta roja, grande. Habían bebido un poco. Parecían una pareja feliz. El día siguiente no salieron de su cuarto. Como ocurre en estos casos, la camarera esperó hasta tarde para preguntarles si podía limpiar la habitación. La mujer asomó su rostro sonriente a la puerta y le agradeció; ella pediría el servicio cuando lo requirieran, agregó. Amable siempre. Ya no volvieron a salir ni permitieron que alguno entrara a su habitación desde entonces. Alimentos, bebidas, todo lo que pedían se entregaba en la puerta. A ella. 

Del mismo modo transcurrieron martes, miércoles y jueves. Desde luego nos produjo extrañeza su conducta, pero pronto concluimos que debía tratarse de una pareja de amantes. Por otra parte, eran personas educadas, no hacían escándalo y teníamos abierto un voucher del doctor... El personal del hotel murmuraba pero nada más... En la administración consideramos que no había motivo de queja. Del congreso buscaron al doctor pero él había advertido a la operadora que lo negaran. Ya señalé que no hacían ruido ni molestaban. Sólo mantenían la prohibición del ingreso a su habitación. Las propinas que daban cada vez que solicitaban algo eran muy generosas. En fin, nada anormal. Así nos lo pareció. 

Santoyo arrastró su silla un poco hacia atrás y se ajustó los anteojos. Mi inquietud aumentaba al paso de la narración. Sin embargo, prosiguió, afirman que el jueves por la noche sucedió algo inesperado. La camarera y el velador oyeron que el doctor y la mujer discutían a gritos. No entendieron mayor cosa, de hecho no pueden ligar algo coherente. Pero recuerdan que dos cosas se repitieron una y otra vez: la referencia a unas cartas y un nombre de mujer, Rosario. Discutieron durante casi dos horas, según afirma el velador. De pronto se acallaron los gritos y las luces del cuarto se apagaron por completo. Pasada la medianoche, la mujer salió. Llevaba la maleta roja. No advertimos nada extraordinario. Pidió que le permitieran hacer uso del teléfono. Cuando el ujier le ofreció un taxi lo rechazó; dijo que un amigo pasaría a recogerla. Y así fue, unos minutos mas tarde un automóvil oscuro la levantó. No pudimos ver quién manejaba, ni mucho menos tomamos las placas. Nunca supimos su nombre. Se la hemos descrito a la policía con todo detalle. Ya tienen su retrato hablado. Ni Salomé ni yo la reconocimos.

A mediodía del viernes, al no tener ninguna respuesta y al hecho de que el doctor había anunciado su salida para el jueves, el gerente dio la orden de que abriesen la habitación. Fue así como descubrimos a su hermano. Sí, la camarera que lo encontró sigue aterrada. Después de dar aviso al gerente ya no quiso volver a entrar más. Salomé y yo vestimos a Ricardo con dificultad. Tenía los miembros algo rígidos y sus ojos parecían mirar muy lejos. Un brillo ajeno los perdía. La policía nos indicó que el delito no era grave, porque aparte del estado de shock –así lo calificaron– en que se hallaba, el doctor estaba ileso. Tomaron nuestros datos para reportar cualquier progreso en las investigaciones.

Tomamos fruta, café con leche y pan antes de regresar a la Ciudad de México. Para distraer mi ansiedad, manejé todo el trayecto. Ramón y yo nos acabamos una cajetilla de cigarrillos. Salomé viajó detrás, con Ricardo. Lo abrigó con una manta y probó a hacerle beber un poco de agua. Yo decidí no mirarlo más a los ojos. Nos detuvimos en Celaya a poner gasolina. El calor y la falta de sueño me pusieron de mal humor.

Ya han pasado casi tres años. Al principio yo lo visitaba a menudo, ahora ya sólo llamo a Salomé para saber cómo va. Ustedes saben que Ricardo jamás se desvió de sus hábitos. Nunca bebía y el apego a su familia lo conocíamos todos. Antonieta fue su única novia antes de casarse. Sus padres lo han hecho examinar por varios especialistas. Ni tratamientos ni medicinas han tenido efecto. La mayor parte del día se la pasa bajo el sol, a medio patio, en una mecedora. Está demacrado y cada vez se entorpecen más sus movimientos. No tiene expresión en su mirada. Parece un vegetal. Desde entonces no ha vuelto a articular palabra. ¿La mujer? Nunca más se supo de ella.