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México D.F. Domingo 25 de mayo de 2003

MAR DE HISTORIAS

La última llamada

CRISTINA PACHECO

El domingo 12 de febrero, Esperanza recibió en la caseta de El Ocotal una sola llamada.

Habla Eutimio. šCaray! ƑA poco ya no se acuerda de mí? Y entonces cómo que Ƒcuál Eutimio? Pero si nomás hace un año que me fui. Bueno, Ƒme oye? Yo sí. Mire: le encargo que me haga el favor de hablarle a Brígida. ƑCuánto cree que tarde en contestar? šVale! En veinte minutos le marco de nuevo.

Esperanza anotó en su cuaderno la hora -3.34 de la tarde-, la procedencia del telefonema -Austin, Texas-, el nombre del cliente -Eutimio Mijangos Santiago- y el de Brígida Hernández Hernández, del rancho Los Abedules. Encendió su aparato de sonido, tomó el micrófono, salió y maldijo el calor. Parada en medio del baldío se aferró al mecate y lo jaló de tal modo que el magnavoz, instalado en la punta de una torre inconclusa, giró hacia el norte. Entonces pronunció el mensaje:

Brígida Hernández, del rancho Los Abedules, favor de presentarse en la caseta telefónica. Tiene llamada de Austin, Texas. En veinte minutos volverán a llamarla.

Esperanza se mantuvo en silencio hasta que al fin escuchó, lejano, el estallido de un cohete: siempre era la señal de que sus avisos habían sido captados.

II

La comunicación entre Brígida y Eutimio duró trece minutos. Cuando la muchacha se acercó a preguntar cuánto debía, Esperanza lamentó tener que cobrarle setenta y cinco pesos. Si el negocio hubiera estado floreciente, como en otros tiempos, le habría pedido la mitad porque la Brígida casi no habló.

Se la pasó llorando. Quién sabe qué le habrá dicho el tal Eutimio, pero me lo imagino porque antes de colgar, ella le gritó: ƑPa'qué le das tantas vueltas? Mejor dime que no regresas šy ya! Con todo y lo furiosa que estaba, la Brígida se quedó un ratito junto al teléfono con la esperanza de que aquel volviera a llamarla. šPero cuándo! Al fin se fue muy espichadita, avergonzada de que la hubiera oído. šTonta! Como si no supiera que en este pueblo todas somos abandonadas.

A las cuatro de la tarde Esperanza volvió a quedarse sola. Decidió hacer el balance de los telefonemas recibidos durante la semana. Abrió el cuaderno pero no pudo concentrarse. A cada minuto se volvía al teléfono ansiosa de que sonara. En el fondo sólo esperaba una llamada de Austin, Texas. En tal caso saldría volando al patio y sin necesidad de accionar el mecate -ya que el altavoz estaba orientado al norte- gritaría a través del micrófono: "Brígida, del rancho Los Abedules, tiene llamada".

Esperanza imaginó a Brígida tratando de sobreponerse a su desencanto y quizás inventando frente a su madre ciega una conversación muy distinta a la que había sostenido:

Eutimio dijo que, por como están las cosas ahorita, no vendrá pronto; pero que luego, en cuanto pueda, se dará una escapadita para que empecemos con los arreglos de la boda. Mamá, si me oye llorar le juro que es de pura alegría.

A las cinco de la tarde al fin sonó el teléfono. Esperanza descolgó de prisa, segura de que oiría la voz de Eutimio, pero sólo escuchó risas infantiles y una sarta de insolencias. No pudo controlarse:

šMalditos escuincles! ƑPor qué no van a divertirse con sus patas?

Colgó furiosa. Recordó las noches dominicales, años atrás, en que venía a la caseta telefónica -entonces atendida por Anastasia Vargas- para contestar la llamada de Liborio. El estaba en Oregon, trabajando de albañil. Durante las primeras comunicaciones sólo Liborio hablaba:ƑMe extrañas? ƑPiensas en mí? Dime que vas a esperarme, aunque sea un año o más. Cuéntame cómo te vestiste hoy. Así podré imaginar que te estoy viendo.

Después de tres años de separación, era Esperanza quien preguntaba:

Liberio: ƑCuándo regresarás? ƑPor qué no me llamaste la semana pasada? ƑTienes otra mujer?

Un Domingo de Ramos, Esperanza dejó de recibir mensajes. Ante su familia y sus amigas justificó el silencio de Liborio:

Me explicó que estaría viajando porque hay obras en muchas partes y no sabe dónde se quedará. En cuanto se acomode, será más fácil comunicarse para acá.

Esperanza acabó por creer que su invención era verdad y que Liborio iba a comunicarse de un momento a otro. Por eso de pronto abandonaba sus quehaceres y les imponía silencio a los perros:

šCállense, lombricientos! ƑNo oyen que Anastasia está mandando un aviso?

Al darse cuenta de que el mensaje no era para ella, sentía odio por la destinataria y le deseaba males que luego la hacían sufrir de culpa. En ese infierno se quemaron sus sueños, el nombre de Liborio y los restos de su juventud.

Esperanza volvió a pensar en Brígida, en su angustia sofocada, en su imposibilidad de restablecer contacto con Eutimio. El, como todos los emigrantes, de seguro había hecho la llamada desde una caseta pública para no dejar rastro. Imposible encontrarlo.

III

La campana de la iglesia llamó al rosario. Esperanza se dirigió a la puerta de la accesoria. Por diferentes rumbos vio aparecer a las mujeres. Enrebozadas, lentas, silenciosas, sus faldas largas levantaban nubes de polvo.

Esperanza las conocía a todas de nombre, pero al pasar junto a ella apenas la saludaron. Estaban resentidas de que, durante meses o años, no hubiera vuelto a citarlas en la caseta. Injustamente le achacaban el abandono de sus novios, esposos, hermanos. La última en aparecer fue Brígida y también la miró con odio.

Esperanza maldijo el momento en que había aceptado sustituir a Anastasia Vargas en la caseta. La antigua operadora la convenció pintándole un panorama encantador:

Puedes abrir tardecito porque antes de la 10 no hay movimiento. Pasando de esa hora es otra cosa: se cargan las llamadas. Hay días en que me he quedado hasta las 12 de la noche, y eso tú lo sabes mejor que nadie.

Era cierto. Liborio acostumbraba comunicarse con Esperanza muy tarde porque, según él, así era más fácil llevarse el eco de su voz hasta sus sueños; la verdad era otra: temor a ser descubierto.

También era verdad que el negocio era jugoso. Cuando Esperanza empezó a administrarlo había muchas mujeres jóvenes en el pueblo. Las casadas iban a la caseta, una o dos veces al mes, para oír las andanzas de sus maridos y contarles las novedades. Las solteras acudían con más frecuencia, y, bajo el toldo que improvisaban con sus rebozos, hacían planes y juramentos.

El tiempo pasó. Los hombres que se habían ido al norte murieron o simplemente olvidaron el pueblo y el número de la caseta telefónica. Amargadas, solas, las mujeres fueron perdiendo la fe y la juventud. El timbre del teléfono se volvió tan esporádico como el estallido de los cohetes moteando de humo el cielo.

Esperanza entró de nuevo en la accesoria. A la luz del foco desnudo descubrió cosas que nunca antes había visto: telarañas en los rincones, paredes sucias, el equipo de sonido maltrecho. Miró el reloj: eran las siete y cuarto. No había posibilidad de recibir otras llamadas, pero Esperanza ocupó su lugar. Desde la iglesia le llegaban las palabras del sacerdote. La música del órgano la adormeció.

La despertó el timbre del teléfono. Levantó el auricular en el momento en que se interrumpía la llamada. Miró el reloj: eran las 12. Por un instante tuvo el anhelo de que hubiera sido Liborio. Enseguida comprendió que eso era imposible y que ella estaba demasiado vieja para revivir una antigua pasión.

Esperanza se puso de pie, apagó la luz y se fue para siempre. La caseta telefónica no volvió a funcionar y nadie se ocupó de mover el altavoz que, hasta la fecha, sigue orientado al norte.

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