Jornada Semanal, domingo 18 de mayo  de 2003           núm. 428

NMORALES MUÑOZ.

AHORA Y EN LA HORA (II y última)

Difícil es separar al creador de la obra de arte, sobre todo en el caso de alguien con la trayectoria y personalidad de Luis de Tavira, uno de los pilares indiscutibles del mejor periodo del teatro universitario. Regatearle valía a la obra artística de De Tavira, archivar sin más sus casi tres décadas de ejercicio teatral con el único argumento de exigir un recambio generacional –lo que, por otro lado, es perentorio en nuestro medio teatral– es cuando menos irresponsable, sobre todo si se considera que con ello sólo se logra incentivar una dinámica que ha sido una de las más nocivas para la política teatral de este kafkiano país nuestro: la tan cotidiana y lamentable pugna de egolatrías, megalomanías y demás manifestaciones del más pueril narcisismo tan característico del grueso de quienes intentan ganarse la vida en las tablas. Luego: descalificar la labor profesional de De Tavira por el marcado (sobre todo en fechas recientes) divorcio entre sus postulados teóricos y su accionar profesional, sin un verdadero análisis de sus puestas en escena, se ubica más cerca de una actitud adolescente y reaccionaria, incluso colindante con aquello que supuestamente se busca combatir, que de un genuino afán de confrontación con el mínimo nivel de profundidad.

Empero, cabe destacar que en los últimos años, quizás de tres o cuatro a la fecha para mayor precisión, se ha evidenciado mucho más claramente cuán complaciente se ha vuelto el teatro taviriano con sus propios límites y alcances. Que se presente un anquilosamiento de sus recursos expresivos viene a ser síntoma de un mal mayor: una pérdida de perspectiva y distancia con respecto a la efectividad del hecho escénico, una sobrevaloración del rol de la puesta en escena con respecto a las posibilidades del texto dramático. Lo que se percibía ya como un problema agudo en Santa Juana de los mataderos (olvidando por un momento los famosos seis millones de pesos destinados a su producción, que convirtieron a aquel cerdo con nutriólogo en una especie de artista de culto por efecto contrario) se vuelve decididamente estorboso en Ahora y en la hora: la monumentalidad del montaje acaba matando casi por completo el espíritu de la obra, en tanto la complejidad de aquél se contrapone ya no a la estética de éste, sino, más grave aún, a las emociones que busca transmitir. Y es que el escrito de Rascón Banda, como ya se ha mencionado, encuentra su mayor fortuna, con todo y su abierto coqueteo con el sentimentalismo, en su simpleza y su visceralidad, en la urgencia e inmediatez de su temática y el sentido de denuncia de los lastres éticos y morales que rodean al único evento seguro en la vida de cualquiera: la muerte. Dotarlo entonces de una espectacularidad más bien barroca, convertirlo a los ojos y sensibilidad del espectador en un evento cerebral y quirúrgico, no conduce sino a la escalofriante conclusión de que aquella estéril pugna entre dramaturgo y director, que tanto han documentado quienes la padecieron, bien podría reaparecer en momentos en los que se le creía plenamente superada.

Nadie podría poner en duda la vistosidad de la escenografía diseñada por Phillipe Amand, con su pulcro escenario múltiple de dos plantas que suben y bajan vía mecánica. En cambio, preguntarse por su aportación a la narración escénica se antoja más pertinente, en tanto el hecho de que sea logrado no lo hace efectivo en términos de significado espacial. Algo similar sucede al referirse la presencia del video, mediante el que se agrega una subtrama, como si las varias que propone Rascón no fueran suficientes: la de la supuesta desaparición del Papa en su más reciente visita a México, que discurre sin ninguna consecuencia salvo la atribuible a una mera puntada anecdótica. Agréguese a ello el que se haya obviado aún más algunos elementos del texto (una paloma blanca como símbolo de esperanza, el que sea una proyección de Juan Pablo ii a la que Estela se dirija durante su monólogo final), a la indefinición en el estilo de actuación del equipo de intérpretes (entre quienes sólo se rescata totalmente a Héctor Holten y Stephanie Weiss) y se tendrá un montaje fallido y frío pese a su fastuosidad. Y, quiérase o no, tómense en cuenta las quejas en público de Luis de Tavira con respecto a que la unam "tan sólo" le proveyó de un millón de pesos para producirlo, y se deducirá que lo que sucede es que, en efecto, uno de los creadores fundamentales de nuestro país se ha despeñado en la sobreestimación de su trabajo. Y eso, exclusivamente en el rubro artístico, debiera ser suficiente motivo de reflexión.