La Jornada Semanal,   domingo 18 de mayo del 2003        núm. 427
Jorge Moch

Ausencia de Arreola con ángel

A Guillermo García Oropeza, 
un agradecimiento votivo
Todavía no sé de dónde saqué el anacoluto empeño de ir a buscar la huella de Juan José en su crecido Zapotlán. Siendo ateo, poco podía esperar de su etéreo espíritu, de que rondase las cúpulas de las iglesias, las calles atestadas de ruidosos goliardos intoxicados de compraventa o de que bajara desde los cerros convertidos en alfileteros de pinos para soplar algún consuelo en mi alma atribulada, porque alma no tengo. El cariño que le tuve aunque él no pudiera saberlo, supongo, la necedad, también, y que un brevísimo intercambio cibernético unos días antes me enteró de que Orso, su hijo, pasaría unos días en Zapotlán antes de proseguir en viaje de vacaciones a Colima. Imaginé, goloso, que Orso me obsequiaría con su guía y partiría como un pan el anecdotario paterno, así que dispuse, autoritario e incómodo, que allá fuéramos y arrastré conmigo a la Negra, a mi madre, a mi padre y claro, a Fabiana, que con poco más de un año a cuestas aceptó gustosa salir del amoroso encierro en casa de los abuelos.

Poco ha cambiado en apariencia Ciudad Guzmán desde la última vez que desmonté de la motocicleta para recuperar la verticalidad y el juicio arrasado por el vértigo de la que entonces era una carretera nueva. En realidad la ciudad es otra. Igual que yo, ha mudado las células que se le apelotonan en el todo cada siete años para ahora, con casi dos mudas de por medio, ser territorio remoto, desconocido, ajeno; una ciudad pequeña o un pueblo grande, qué más da, en cuya plaza me detenía yo por primera vez. Donde antes hubo un cafetín ahora encontré una galería de ruidosas explosiones electrónicas, villanos virtuales, coloridos pero inexistentes autos de carreras falsamente conducidos por una chiquillería que es la imagen viva de la enajenación. Si allí había una jarciería, hoy se alza un local de hamburguesas de insolencia anaranjada. Los puestos de dulces han sido convertidos en puestos de baratijas. La que fue tlapalería hoy vende zapatos de segunda. El sombrerero ha trucado en pregonero de telefonía celular. Y claro, el cáncer de los tiempos se ha comido también a la panadería aunque, hay que reconocerlo, su perfume, el santo olor de la panadería que cantaba López Velarde para regocijo de Juan José, allí sigue por las mañanas, desmayando en los portales de Zapotlán antes de que lo ahuyenten las vaharadas léperas del humo de coches y camiones. Pero la panadería de las Arreola es ya otra aunque lleve el mismo nombre evocador de risueños recibimientos y comentarios agudos de antes. Hoy campea la indiferencia de una dependienta cuyo inocultable fastidio proclama que está allí por pura necesidad. El pan no es malo, pero no es ni la vaga silueta de lo que era desmoronar esas empanadas gordas de guayaba en el paladar, crujir esas palanquetas de nuez dulcísima que ahora me parecieron un poco blandas. Qué se le va a hacer si al piloncillo ahora nos lo sustituyen por alta fructosa; a la mantequilla nos la tornaron soya parcialmente hidrogenada y aceite de coco. Parecían puestos de acuerdo, Arreola y sus hermanas, en perpetuar ausencias. Ya no están ellas, las hermanas de Juan José, sus réplicas mujeriles y harto menos nerviosas acodadas en el mostrador de suéter una y chal la otra porque reposan ahora sus años, según supe, en una casona cercana al centro, que imagino con un patio central fresco y arrebozado de flores: jacintos, geranios, rosas y, con suerte, jazmines que recuerden que la noche por venir también ofrece cosas buenas. Todos los viejos deberían tener derecho a reposar la espera final en un patio florido, qué carajo. La dependienta, con la ceja izquierda alzando su desagrado por encima de mi lamentable condición pedigüeña, me cercenó las esperanzas de encontrar un museo: en Ciudad Guzmán, dijo, no tenemos museos. Estuve a punto de contestar preguntando, puntilloso, si en Zapotlán tampoco, pero me contuve porque no creí posible que la altiva Circe panadera entendiera la debilidad de mi ponzoña y canceló cualquier posibilidad de abundar en el asunto con un movimiento de cabeza que me arrojaba al otro lado del local, junto a la caja. Pregúntele a él, dijo. Luego se volteó para atender a una clienta que sí le iba a comprar pan. Él resultó ser un amable sobrino de Juan José. Me dijo que sí, que su primo Orso estaba en casa del tío Librado, y me proporcionó un número que inmediatamente quise hacer valedero en el primer teléfono público que encontré disponible. Eso de las presencias esquivas les ha de venir de familia a los Arreola. Ni Orso ni tío Librado, dijo una voz severísima, de mujer avezada en esto de capotear peregrinos librescos. Tal vez la madre de la dependienta, me dije.

Socavado el propósito imposible e inicial de encontrar el sagrario literario, o al menos un museo local que afirmase decoroso apuntalamiento a la gloria del poeta, cosa que hubiera sido de gran lustre para el pueblo, no me quedó más que encarar a mi familia y admitir mi derrota. Una vereda escoltada por algo así como una docena de pilotes con nombres ilustres en la plaza central era el único testimonio monumental a la grandeza de Arreola y Orozco, "el de los pinceles violentos". Vamos a pasear un poco de todos modos, dije, alimentando la ilusión de imaginar a Juan José recorriendo esas calles que de ninguna manera podían ya ser las mismas: el suyo fue otro Zapotlán, sin tanto plástico, con plazas de toros hechas de tapiloles y bejuco verde y oloroso. Quise ver las iglesias, porque tenía la certeza de su antigüedad aunque después de tanta tembladera de tierra no queda gran cosa que ver como no sean sus piedras viejas, remozadas una y otra vez con terquedad de hormiguero hasta que un día sucumban, vencidas, ante los violentos argumentos del telurismo que, cuando Juan José era niño, ya desgajaba las imbricaduras de los tejabanes, dejando no pocas casas con involuntarios tragaluces por donde asomaban luego, curiosas, la luna, la lluvia y las gallinas.

Caminamos sin prisa, y mientras los abuelos buscaban en los portales una miniatura de escoba para que Fabiana pudiese barrer el polvo de la incertidumbre en su mundo diminuto, la Negra y yo caminamos entre dos iglesias, cuidando el paso porque grandes camionetas con placas de California, manejadas por gordos fieros y atejanados amenazaban a cada rato con embestirnos, pasándose la luz del semáforo por los destos. Lamentables destemples propalaban, yendo y viniendo, las glorias de algún narcotraficante y entonces el sacristán dio la señal, halando el badajo y el tañido de la campana del Sagrario que Juan de Padilla dedicó en 1533, año de la evangelización de Zapotlán, al Sagrado Corazón, concitó el nerviosismo de las palomas. En un instante todo cambió y Juan José nos regaló, condescendiente desde alguna improbable dimensión en la transparencia del aire, un momento de magia porque cuando nos acercamos al atrio del templo donde me gustaría imaginar al trémulo Juan José niño recibiendo la primera comunión poco después de la época en que recitaba, sin entenderlo, El Cristo de Temaca, cantó el Ángel y solamente las cosas importantes quedaron en un primer plano, y la majadería de los vaqueros, las marcas extranjeras, los exilios de la inteligencia, se disiparon en su anonimia.

Cantaba un Miserere sentidísimo, un llanto diáfano y dulce que sonaba a Palestrina. El canto, acompañado apenas con tenues acentos del órgano, venía de la otra iglesia. Yo me quedé envuelto en ese manto de dulzura decibélica mirando cómo Fabiana se fascinaba con las palomas persiguiéndolas en vuelo espiral; un centenar de palomas que en vuelo rasante eran un fuelle gigante que flota y trasvola de las baldosas a las cornisas de aquella otra iglesia, absolutamente catedralicia. Crucé la calle de vuelta y entré en la mole. Un purpurado de alta cofia encomendaba a dios un matrimonio de viejos elegantes, allí postrados de espaldas a la concurrencia que vistosamente amalgamaba a lo más granado de la sociedad guzmanteca. Vibraban las columnas, las altísimas arquivoltas y las figuras de los santos de cera y pasta con el canto del Ángel y algunos de los asistentes y el príncipe eclesiástico me dedicaron miradas recelosas, de soslayo. Investigué de todos modos y llegué donde estaban el Ángel y su acompañante. El Ángel, tímido en el trato con la bestia humana, como deben ser todos los ángeles, se retrajo ante mi grosera aparición. Fue la organista la que me dijo que efectivamente se trataba de un Miserere, pero no de Palestrina, sino de su discípulo, Giovanelli. Dí la mano a ambas y las felicité por la exquisitez de las ejecuciones, aunque mis felicitaciones valiesen, diría Gonzalo de Berceo en los albores del buen español, ni sendos rabos de malos gavilanes, y el Ángel me ofreció la luminosa diestra con inocultable temor. Tal vez creyó que yo le iba a invitar un trago, o que fuéramos a bailar a una discoteca. Salí, satisfecho de todos modos, y el Ángel ya volvía a cantar, no se qué delicia, cuando volví junto a los míos. Quise pensar mientras miraba a la Negra, a Fabiana barriendo la plaza de Ciudad Guzmán, a mis padres platicando por lo bajo, que el Ángel cantaba ahora sólo para nosotros, y Ciudad Guzmán siguió siendo Zapotlán por los siglos de los siglos.

A Juan José no lo encontré pero su pueblo, dehiscente, nos regaló su esencia. Luego nos fuimos a reconocer Tapalpa, todavía entrañable aunque los trigales los han convertido en cotos residenciales. En el camino nos detuvimos un instante a las orillas de la lámina de agua que es la laguna de Sayula, donde Juan José muchacho llegó a cazar "más de un pato collarejo y golondrino". Yo prefiero verlos allí, vivos. Fabiana gorjeó al ver los patos, las gallinitas de agua, unos mirlos solferinos que prefirieron estarse muy quietos y yo vi una garza morena, y me acordé de Arreola cuando a Fernando Del Paso le dijo que siempre le habían fascinado las aves acuáticas y "la garza morena, frente a la blanca, está para mí llena de poesía. Una imagen muy dulce y melancólica que asocio a la belleza de la mujer". La Negra, claro, es morena como una garza.