Jornada Semanal, domingo 18 de mayo del 2003        núm. 428

CARTA A MIS COMPAÑEROS DE SECUNDARIA 

Una de las gracias de la implacable vejez (al igual que Rodolfo Usigli, le saco la lengua, sin que esto menoscabe mi aprecio por su obra, al optimista Cicerón y a su De senectute) es la de irnos apagando, con paso lento, pero seguro, los placeres que fueron parte esencial de nuestra alegría en el mundo. El bazarista, debido al tiempo que hace... que nació, anda por ahí “flaco, fané y descangayado” por la pérfida acción de una colitis rabiosa que lo ha hundido en los arrabales de las verduritas hervidas, el arroz blanco y las manzanas cocidas. El desventurado que sufre el asedio bushblairaznariano de su antes vigoroso colon, ve pasar frente a su atribulada nariz los platos que alegraron sus épocas juveniles, maduritas y maduras; cierra los ojos y se concentra en una esmirriada zanahoria y en un bocadito de arroz de cardiaco y de cereal para el estreñimiento. Una rinitis le afectó el olfato y le hizo estragos en el gusto; el vino tinto es un país lejano, el cigarrillo y los puros lo abandonaron hace ya muchos años en el puente de Karel, y en otras materias, antes mágicas y sublimes, anda ya en la dolora de Campoamor que dice: “las hijas de las madres que amé tanto, me besan ya como se besa a un santo”. Un amigo, campirano de verdad, diría que todo tiene sus compensaciones y para demostrarlo contaría la historia de los dos caballitos que fueron muy amigos en su infancia y se separaron para cumplir destinos muy diferentes: el uno se convirtió en un famoso y ganador caballo de carreras y el otro se quedó en su rancho y lo dedicaron a las labores propias de su condición humilde. A la hora de Ítaca, el famoso regresó al hogar y se encontró con su amigo de la infancia. Bajo un huizache florido y al lado de la nopalera (“cuando el nopal florece hay un ligero aumento de luz”, decía Pellicer) se contaron sus vidas. El famoso habló arrobado de los galopes raudos y estratégicos, de los piensos especiales, las coronas de flores, los viajes de lujo, las fotos, la fama, la gloria... Su amigo, con relinchos resignados y nada melodramáticos, habló de sus jornadas agrícolas iniciadas al romper el día, de sus apresuradas comidas con el saco lleno de un pienso sin sabor metido en el hocico para que, mientras comía, siguiera trabajando; de los viajes jalando el carro de la leche, de las noches esperando en la puerta del congal a los parranderos hijos del patrón y del inmenso cuidado con el que paseaba en las tardes soleadas a los inquietos y alegres nietos... “pero, todo tiene sus compensaciones”, dijo el arruinado caballo de tiro y de arado: “los domingos me ponen mi capa y mis anteojos y me llevan a los toros”.

Reconozco que un columnista debe evitar la caída en la autobiografía y en las confidencias como norma general (¿a quién le importan los achaques nuestros de cada día?), pero, a veces, cuando se les escribe una carta a los compañeros de secundaria, es absolutamente necesario confrontar memorias, “contemplar estados” y, como los caballos del cuento, entregar informes, componer algunas quejas y lamentaciones (no muchas; recordemos la quiet desperation de Thoreau y el complaints I have a few, but then again, too few to mention de aquella canción tan sabia, hermosa e insolente), practicar comparaciones y refrendar simpatías y solidaridades.

Los recuerdos se remontan a una Guadalajara de menos de medio millón de habitantes. La capital andaba en los cuatro millones y ya empezaba a crecer ese apetito desenfrenado que la obligaba a devorar pueblos vecinos y a crear las colonias, nuevos barrios y arrabales que enlista dramáticamente Carlos Fuentes en su genial saga de la ciudad y sus gentes. Querétaro tenía cien mil habitantes y Lagos de Moreno menos de veinte mil, pues, al igual que otras ciudades alteñas, su población había decrecido durante los años de la revolución y de las guerras cristeras. La colonia Santa María en México y la ciudad de León fueron los lugares de refugio de los laguenses. Por las calles de Cedro, Pino o Naranjo caminaban Mariano Azuela, Carlos González Peña, Antonio Moreno y Oviedo y otros escritores que se habían visto obligados a dejar el “edén subvertido” lopezvelardiano. Por esas cuatro ciudades caminaron mi infancia y mi juventud y en ellas recibieron sus gozos, deslumbramientos, entusiasmos y vejaciones.

Estudié la secundaria en el Instituto de Ciencias de Guadalajara, colegio dirigido por los jesuitas. Algunos padres eran partidarios de la Falange española y de los movimientos políticos y sociales de la derecha mexicana (por esas épocas mantenían una relación subrepticia con los “tecos” de la Universidad Autónoma y con los “conejos” de la unam). Recuerdo a un maestro de origen vasco que cantaba el “Cara al sol” y una extraña canción de los legionarios que capitaneaban Yagüe y Millán Astray. Había sido capellán del Tercio africano y, durante unos meses, estuvo al lado del siniestro ebrio radiofónico, Queipo de Llano, en Sevilla. Los jesuitas jóvenes iniciaban ya su compromiso con el evangelio de los pobres y admiraban a los curas obreros de las barriadas de París. Tengo presentes los nombres del inteligente Pablo Latapí y el del excéntrico Porfirio Miranda, obsesionado por reconciliar a Marx con las sagradas escrituras. Los estudiantes seguíamos con entusiasmo a los “maestrillos” modernizadores y temíamos a los viejos defensores de la cristiada y de la “santa cruzada”. Ahora, con una complicada mezcla de la derecha en el poder, intento poner en orden mis memorias de los sinarquistas, panistas y tecos Guadalajara, de los sinarquistas del Bajío, de los muristas de Querétaro y Puebla, de los conejos de la ciudad capital, del sinarquismo campirano de Lagos. En el caso de la derecha queretana las cosas se complicaban, pues los grupos fundamentalistas eran especialmente agresivos y virulentos. Para nuestra fortuna, se mantenían divididos la mayor parte del tiempo, pero, para nuestro infortunio, se unían cuando consideraban que sus intereses estaban en peligro. Así, cuando la Universidad empezó a hablar de Freud, Reich, Jung, Hegel, Engels, Marx, Marcuse y Adorno, convocados por la Unión de Padres de Familia y el periódico Tribuna, se lanzaron con furia en contra de la “amenaza roja y masónica”. Tal vez muchos de mis lectores recuerden el sainete trágico que puso fin a la fiesta académica y refrendó el poder social del autoritarismo ultramontano y de sus grupos de presión. El panorama es tan complejo que requiere un buen deslinde histórico que, sin duda, servirá para ubicar a los grupos ocultos tras el tinglado del panismo gobernante. Los muchos años y las experiencias vividas me enseñan que, como dice Carlos Monsiváis, la derecha nunca es inventada.
 
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
[email protected]