La Jornada Semanal,   domingo 11 de mayo del 2003        núm. 427
Alberto Roblest

Frida contest

Ilustración Gilberto BobadillaHay días en que sencillamente uno se siente una mierda, y no hay nada que hacer. Se tienen tres opciones: conformarse con el hecho de ser algo menos que nada, revolcarse en ese sentimiento hasta el suicidio, o sobrellevarlo el día entero, y si es permanente, pues aprender a vivir con él. ¿Cómo explicarlo? En mi caso es como si hubiera una incongruencia entre mi ego, la realidad y un sentido de rencor muy profundo que nace de no sé dónde, pero que es como si el mundo me debiera algo. Dicen que es una afección común en las nuevas generaciones. No lo sé, pero me uno a los filósofos; creo que la realidad puede resultar así, devastadora. Cuando eso me pasa, sé que lo mejor es meterme al cine. Otros se meten pasidrines, ritalines, prozac, alcohol, mota, coca, un palo por el culo, lo que sea; yo prefiero ir al cine, si puedo doble función, mejor. En el cine he llorado, reído, sudado, muerto de miedo, de euforia, de placer, de pánico. También me la he jalado –dos veces, hay que aclarar–, me he dormido, pasoneado... me ha pasado de todo. Una vez incluso, cuando tuve dieciséis años, por poco y se incendia el cine, fui de los últimos en pararme, lo hice hasta que vi el humo salir por un costado de la pantalla. Adoro el cine. En fin, entré al cine, la matinée para ser exactos. Me gusta la primera función sobre todo por el medio precio, pero también porque hay pocos en la sala, no mucho ruido y sólo uno que otro comedor de palomitas. Sostengo que la matinée se hizo para los solitarios, los desvelados que desean roncar un poco, o las parejas muy enamoradas que han estado la noche entera en la cama. Pasaron los cortos. No sé si han notado que suben el sonido dos veces para que uno ponga más atención, regularmente son ensordecedores. Un auto que corre muy rápido, la chica que se despoja de la blusa, la patada de karate, la bomba que explota. La fórmula del cine hoy en día. La película dio comienzo, es algo que siempre me emociona. Era una película de gladiadores. En eso estaba yo viendo aquel bodrio hollywoodense, no recuerdo qué nombre, cuando a dos sillas de mí, veo que se sienta Frida. "¡What?", casi grité. Me acomodé en el sillón. No jodas, ¡Frida Kahlo sentada a tres sillones de mí! ¡Carajo, esto debía ser una broma o una tomadura de pelo! A lo mejor los payasos de la televisión–o imbéciles, como les plazca llamarles– andaban por ahí queriendo hacer broma a mis costillas. Decidí no caer en su juego y no le presté atención. Seguí mirando la película, aunque de reojo continuaba mirándola, era imposible no hacerlo. Con una esquina del rebozo se limpió las lágrimas. Lloraba. ¿Por qué lo hacía? Aunque suene a cliché, las lágrimas femeninas aún me conmueven. Estaba yo intrigado. A pesar de que he visto cosas locas –gente más que nada– aquí en Elei, era la primera vez que un personaje de aquel calibre se sentaba a un costado de mí. ¡Coño, es algo que no pasa todos los días! Reflexioné un momento. También podría ser una trampa. Giré la cabeza en redondo, a ver si localizaba a los retarded de la tele, en apariencia nada, aunque son unos malditos tramposos. Yo ni por enterado, pero la Frida seguía llorando, se notaba triste. Por un momento se me ocurrió que a lo mejor era Salma Hayek tratando de meterse en el papel... ahora que la idea no era tan descabellada, dado que la Salma no vivía a más de quince millas de distancia. Volteé a mirarla; era casi idéntica, lo juro, no tan Salma, ésta era más como la Frida que había visto junto a Diego Rivera en un libro de historia. Comencé a ponerme nervioso. Indeciso. Finalmente decidí acercármele. Ya si resultaba una trampa... pues ni modo, ya se reirían de mí, qué carajos, a veces nos toca... Y como la curiosidad mata al gato: 

–Hola, buenas noches... –dije a la ligera.

No hubo respuesta.

–Buenas noches, perdone que insista, pero creo que la conozco...

Silencio.

–Creo que he visto su fotografía en más de una ocasión...

Silencio.

–También sus pinturas.

Pareció tomar aire.

–¿Mis pinturas? –volteó a la defensiva.

Por vez primera la tuve de frente... O el maquillaje era buenísimo o esta debía de ser la auténtica Frida. La pantalla se deslavó y se fue a blanco y negro. Quizá me encontraba viajando en el tiempo. Me aclaré los ojos. Les juro que no había bebido. Y no soy adicto a nada, aparte de la comida, la pornografía, el cigarro, la lotería, la lectura y por supuesto el cine, y ninguno de ellos produce esta clase de efectos.

–¿Cómo sabe de mis pinturas?

–¿Cómo? Todo el mundo lo sabe, todo el mundo las colecciona.

–Se enriquecen, que es otra cosa –dijo firme.

–Si... bueno, pero las reconocen como muy originales.

–¿Originales? –me miró extrañada, arqueó las cejas.

–Digo, únicas... usted sabe.

–No me hable de usted... llámame Frida.

En ese momento estuve tentado a preguntarle si se trataba de la real Frida, la original, vamos, después de tantas versiones y adaptaciones y pseudobiografías, pero opté por guardar silencio. Noté que me sudaban las manos.

–¿Qué pasa?

–Nada, sólo pensaba.

–Me gustan los hombres que piensan.

Tampoco dije que lo sabía, sólo sonreí. Era quizá la primera vez que conocía yo tanto de una mujer sin tener que dormir con ella, aunque supongo que es algo que siempre pasa con las celebridades. Parece que leyó mis pensamientos, ya que dijo:

–Odio a las celebridades... todos son falsos, engreídos, pagados de sí mismos.

Ilustración Gilberto BobadillaAsentí con la cabeza. Uno que vive aquí en Los Ángeles lo sabe muy bien. Son egoístas, miserables, pedantes y orgullosos. De los actores, actorzotes y actorcillos que deambulan por estas tierras, yo podría decir muy pocas cosas buenas. Los prefiero cuando interpretan sus papeles, y eso en ocasiones. Miles de veces en mi trabajo como mesero me ha tocado lidiar con este tipo de personas. Le ponen peros a todo; a la comida, al servicio, a los precios, a las sillas y hasta a la música ambiente; cuando no, porque el mesero es mexicano. Pero eso sí, a la hora de la cuenta no dejan más del cinco por ciento –cuando corre uno con suerte– y cuando no, sólo un par de mugrosos dólares o su autógrafo, como si su estúpida firma en una servilleta valiera para tanto. ¿Saben lo que he hecho? Me he limpiado el trasero con las firmas de Madonna, Harrison Ford y Spielberg. Con el de Madonna fue un accidente, lo quería conservar, lo juro, me encontraba en el baño y lo único en mis bolsillos era la servilleta con el garabato madonesco, así que la usé. Con el de Harrison me limpié las narices y con el de míster dinosaurio, no recuerdo qué, pero también se fue a la taza del baño. En fin, qué le vamos a hacer, las firmas no nos sirven a los que nos tocó vivir de este lado de las gradas.

–No me considero una celebridad –dijo–. Por lo menos nunca luché por serlo.

–A mí tampoco me importan las celebridades –dije pensando en las servilletas aquellas– ...me interesan más las personas. 

–Así era en mi tiempo, con la gente que viví y me eduqué, éramos personas de carne y hueso, gente real en busca de cosas reales, preocupados por lo que pasaba a nuestro derredor, en nuestro mundo... 

Guardamos silencio. Volteé hacia la pantalla; la película parecía ahora una sucesión de imágenes dislocadas que se reflejaban en nuestros rostros. 

–Todo lo que dicen de Diego es mentira –fue Frida esta vez quien habló–. No les gusta porque fue comunista, porque mandó al carajo a los Rockefeller, que finalmente demostraron ser lo que eran, unos ricos sin gusto, con el poder de comprar todo y decidir qué era el arte y que no.

–Estoy de acuerdo... destruir ese mural fue un acto de barbarie.

–Y de mal gusto imperialista... aún ahora que me acuerdo, me da rabia... fue una humillación... aunque también el nacimiento del arte gringo... ¿El pop se llama?

Asentí con la cabeza.

–Bueno, qué se puede hacer, son los gringos.

–Exacto... no se puede pedir mucho, ni hacer nada, están cargados de plata, son los que toman las decisiones y los que mandan –dije pensando en los miles y miles que como yo nos ganamos la vida de este lado del muro, muy a nuestro pesar.

–Pobres de nosotros... algo va a pasar, tengo esperanza –dijo y pareció secarse algunas otras lágrimas con su rebozo.

Estuve tentado en preguntarle si era cierto lo del ruso aquel, hablo de Trotski, pero a ninguna mujer le gusta que le recuerden sus aventuras pasadas, así que no lo hice; por otro lado, a mí qué carajos.

Miró su gran reloj de bolsillo, venía cogido a una cadena.

–¿Sabe usted lo que es la fridomanía?

Me miró extrañada, casi perpleja.

–¿Cómo?

–Es un término nuevo, producto del marketing y un gusto kitsch, para definir el gusto desmesurado por la obra de Frida Kahlo y su personalidad. 

Se puso de pie.

–Te repito... se enriquecen, especulan –acomodó su rebozo–. ¿Qué tal diegomanía? –dijo en tono de broma.

No alcancé a decirle que de hecho ya había una, que recién habían canonizado al indio Juan Diego. 

–Me voy, es tarde –dijo a manera de despedida y caminó rumbo al pasillo.

Mi boca se quedó atragantada de preguntas. ¿Qué hacía ahí? ¿A dónde iba? ¿Por qué Los Ángeles?

–¡Frida, espera! –regresé a mi lugar anterior y tomé mi chaqueta, los anteojos cayeron de uno de los bolsillos–. Shit! –bajé al piso, tanteando los encontré, si acaso tardé medio minuto.

Me puse de pie como un resorte y a grandes zancadas alcancé el pasillo, la vi cruzar la puerta de salida al lobby. En el lobby del cine la vi salir a la calle, corrí para alcanzarla, empujé la puerta de grueso cristal y nadie. Frida había desaparecido. ¿Cómo había desaparecido tan pronto? Volteé a un lado, volteé al otro. Era extraño, era como si estuviera décadas atrás; los autos, las personas, todo era diferente... Cerré los ojos y volví a abrirlos. El color volvió a mi entorno. Caminé un par de cuadras, desconcertado. Estaba por el seis mil y tantos de Hollywood Boulevard, pasé el Egiptian Theatre, había una gran cola para entrar, daban un bodrio de Robert De Niro. Quizá todo lo había soñado; "eso es", pensé. De pronto, a lo lejos, vi a tres Fridas, una junto a otra. Caminaban, cada una con un vestido diferente. Me detuve en seco, me tallé los ojos, pero ahí seguían, no eran dos Fridas, ¡sino tres! Aceleré el paso, de pronto iba corriendo. Vi que desaparecían en la puerta giratoria de un edificio. Por un momento pensé en si no estaba volviéndome loco, o las hamburguesas de este país estaban envenenándome. Entré al edificio. Caminé por el lobby que se encontraba vacío, al igual que el mostrador y los elevadores. Fui hasta una puerta que había al fondo, desde donde alcancé a escuchar voces, risas, parecía una fiesta, o un evento. Crucé el umbral y me encontré con un espectáculo único. ¡No una Frida, sino diez, cien, mil! De todas las edades. Fridas niñas, quinceañeras, Fridas viejas, gordas, flacas, Fridas enanas, Fridas y Fridas por todas partes... ¡Esto debía ser parte de la misma maldita broma! ¡Era alucinante! Quizá la Frida con quien había platicado en la oscuridad era cualquiera de aquellas, alguna otra versión, imposible saber cuál, todas reían. ¿Se reían de mí? Sonó una campanilla y los grupos se disolvieron para regresar a sus lugares. Cuando la masa se dispersó pude leer: "La más Frida" en una manta que colgaba de una columna a otra. ¡Eso era, un maldito concurso de Fridas! ¡El colmo! "La Frida que todos quisimos ser", leí más allá. Me percaté de que estaba en el centro del salón. Me sentí fuera de lugar, un verdadero extraño. Me disculpé y caminé hacia la puerta por la que había entrado, como un perro con la cola entre las patas. Mientras lo hacía, una Frida del gran conglomerado se despedía de mí agitando su mano y sonriendo. Intenté sonreír también, a quien me había tomado el pelo, pero no lo hice. Salí al lobby lo más pronto posible, ahora repleto de gente que caminaba desesperada en su propia loca carrera. Crucé la puerta a la calle. Una vez en la calle, eché a andar por un Hollywood Boulevard en blanco y negro, donde grandísimos Packards pasaban de un lado a otro, gigantescos Oldsmobiles, entre otros clásicos. Hombres con sombrero y mujeres vestidas a la antigua, pero también elegantísimas parejas que descienden de vehículos igualmente elegantes. No he sido yo el que ha viajado por el tiempo. Giro la cabeza trescientos sesenta grados. Carros antiguos y hermosos pasan en los dos sentidos de la avenida. Estoy pasmado. La tarde ha comenzado a caer, las marquesinas de los cines a encenderse y la palabra Hollywood en la montaña refulge como si fuera de oro puro. Un auto, pero éste a diferencia de los otros, a todo color, se acerca lentamente. Es un Ford blanco, en él viajan Frida y Diego con las ventanillas abiertas, muy quitados de la pena, felices, como si fueran dueños de la ciudad. Cuando el auto pasa frente a mí, ella agita la mano sonriendo, se ve muy hermosa. Se me caen las mandíbulas, estoy tan asombrado que no soy capaz de levantar la mano, ni de hacer nada. Veo al auto alejarse hasta que se convierte en un punto al final de la avenida interminable... sonrío. Abro y cierro los ojos, un par de veces. Todo vuelve a la normalidad. Levanto la vista, una enorme nata de smog de muchos años pasmosamente engorda un cielo amarillento sin nubes. Sigo sonriendo, cruzo la calle. Les digo, el cine me funciona aún cuando no hay final feliz. Creo que ahora me siento un poco mejor.