La Jornada Semanal,   domingo 11 de mayo del 2003        núm. 427
Carmen Moreno

El fracaso 

de la simpatía

Ilustración de Gabriela PodestáHubo un pleito. Una pelea terrible en la que él le dijo que era capaz de sacar lo peor que había en él; que el solo verla le ponía de mal humor; ella le dijo que era una mujer infeliz, y que él nunca la había satisfecho; y él dijo que podía salir a buscar otros hombres. Se dio vuelta en la cama para darle la espalda.

Aquel era su poder sobre ella, sobre sus ojos, sobre su vanidad. Podía gemir, gritar, apretarse contra su espalda y querer arañarlo. Él leía, conservaba su dignidad, ejercitaba su mente, fingiendo no saber qué era lo que ella deseaba.

Podía ir al baño, masturbarse, tirarse a llorar sobre el sillón de la sala; él seguía allí tranquilamente leyendo en la cama, con la roja boca meditabunda cubierta por los canosos bigotes y barba y los ojos entrecerrados tras las gafas. 

Quería llorar, tirarse de los cabellos, morderlo hasta hacerle daño, matarlo, matarse, y en lugar de eso se fue quedando dormida pensando en aquel hombre sin rostro claro con el que soñaba cuando reñía con él. No lo deseaba en realidad, ni siquiera tenía un rostro definido. Eso era lo que la ponía tan furiosa. A quien deseaba era a este hombre, a este amante. Cerró los ojos con fuerza y a pesar de ello se le escaparon las lágrimas. Se quedó dormida.

Tuvo pesadillas y apariciones, vio gigantescas olas tragándosela junto con la arena; despertó llorando. Él tenía dolor de cabeza, mientras la acarició brevemente; salió de la cama casi con brusquedad y 
se encerró en el baño. Permaneció echada sobre la cama de agua acariciándose, mientras lo escuchaba bañarse.

Él se fue a la universidad con la intención de no verla en todo el día. Después la llamó por teléfono.

–Te quiero –le dijo.

–Yo también te quiero. Ven porque te extraño.

Durante la tarde los dos trabajaron juntos, escribieron, discutieron la novela, hicieron café y empezaron a preparar la cena para los invitados. Lo dejó hacerse cargo de todo, se lavó las manos y empezó a acariciarlo en la entrepierna.

–¿Tenemos tiempo? Estoy muy caliente –susurró él.

–No. Van a llegar en un momento –le dijo satisfecha de fastidiarlo.

Los invitados se marcharon. La mesa estaba atiborrada de ceniceros llenos, vasos con restos de vino, trozos de queso seco; una botella de cognac vacía y otra de wiskey.

–No tenemos que recoger nada ahora, ¿verdad? –le preguntó.

–No. Podemos dejarlo hasta mañana.

Estaba cansada, casi lo suficiente para no querer hacer el amor.

–No confío en Ana –dijo al entrar en la recámara–. Es demasiado sensata.

Ilustración de Gabriela PodestáPensaba que todos eran más sensatos que ella, menos crédulos, más inteligentes, menos abiertos y más cautelosos... y él también lo era. A pesar de su aparente dulzura y tranquilidad, era más duro que ella, en el fondo. No tenía necesidad de ella; él era la fuente de su propia satisfacción y bienestar.

Le pasaron todo tipo de pensamientos por la cabeza: la noche anterior en que él le dijo que dejarla sólo le costaría uno o dos meses de dolor y que pronto se acostumbraría a estar sin ella; su primer matrimonio desecho; su temor por sentirse tan vulnerable; y un creciente pavor de necesitarlo tanto.

Era imposible explicarlo. Aunque él era como un familiar suyo; aunque era el hombre que hasta hace poco tiempo la comprendía casi mejor de lo que ella misma lo hacía; a pesar de que fue su mejor amigo en el mundo. Incluso allí, en esa intimidad compartida por casi diez años, había un fracaso de la simpatía.

–¿Puedes dudar de lo mucho que te quiero? –preguntó él abrazándola cuando se metió en la cama.

No respondió, se acurrucó sobre su pecho. Quería creer que aún era su amor, el único hombre que la había hecho sentirse totalmente penetrada, y por primera vez vulnerable.

No quería pensar ni en coger, ni en orgasmos, ni en peleas, ni en nada. No había nada que hacer. Todo, lo bueno y lo malo, habían venido a parar en esta debilidad, en esta necesidad, en este fracaso. Cuando él la penetró gimió algo de la rendición, de lo avergonzada y enojada que se sentía de necesitarlo así.

–Yo te necesito igual –contestó él.

Se quedaron inmóviles, tendidos uno junto al otro.

–¿Tú crees –le preguntó con voz ronca– que muchos amantes se han sentido así y después se han separado, a pesar de todo?

–Eso no importa –contestó él.

–Eso significa que sí, ¿verdad?

Él la abrazó fuerte. Ella se quedó dormida y volvió a tener pesadillas.