La Jornada Semanal,   domingo 11 de mayo del 2003        núm. 427
D.F. virtual

J. Montes de Oca

UNO

Ilustración de Gerardo Romero SáinzEl impecable conductor del vehículo abandonó la retícula de vuelo programado por donde circulaban los aéreos y operó manualmente para acercarse a la Torre Latinoamericana.

Abajo de ellos se extendían hectáreas de puestos de vendedores ambulantes por las calles y las plazas.

–¿Tiene código de acceso? –preguntó el conductor estacionándose en el aire junto a la Torre.

–¿Código de acceso? No.

–Entonces no podemos acoplar. Mire –le dijo señalando la solicitud de acceso que aparecía en pantalla.

Jonpedro (no Yonpedro, sino Jon, con jota) le pidió al conductor que solicitara un comando de excepción, pero la única respuesta fue el impaciente conteo de tolerancia de treinta segundos para alejarse antes de ser pulverizados por el sistema automático de seguridad.

Intentaron bajar sobre la azotea de otros dos edificios pero sus habitantes lo impidieron. El conductor desconocía los puntos estratégicos para descender en esa zona. El Sistema tampoco ofrecía información al respecto. Como había Pacto de Solidaridad, cada cinco minutos de alquiler del aéreo nada más le costaban el equivalente a una semana de ítems de su salario. No podía pagar más tiempo. Mientras se alejaban del lugar dirigió la vista hacia el inmenso mosaico de colores de las mantas de gelafilm tensado que cubrían los puestos ambulantes.

La manera más fácil de llegar por tierra a la Torre era a través del Eje Central tomándolo desde su inicio, a la altura del Circuito Interior, justo en donde había una compuerta en esa especie de kilométrica muralla china de plastocreto, construida para contener el avance de los ambulantes.

Entre el pandemónium y el escándalo de la intrincada red de laberinto de los puestos, que a veces cambiaban tumultuosamente su disposición de un momento a otro, Jonpedro invirtió algunas horas para llegar a las cercanías de la Torre. Cenó unos tacos de alimento polimerizado para no arriesgarse y alquiló un espacio para dormir bajo el mostrador de un puesto. Al día siguiente le informaron que la Torre había estado cerrada por años. No: por décadas.

–¿Por años? Es un archivo de impresos –les dijo.

–Ah, el papel –le contestaron–. No, ya no hay papel ahí.

–Necesito los datos de un impreso. El Sistema perdió mi registro.

La Torre, forrada de blindaje donde antes tuvo vidrio, parecía más cercana de lo que en realidad estaba. Sonrieron considerando su ingenuidad:

–No. No hay nada ahí. Está cerrada y vacía.

Le explicaron por qué: los ambulantes habían ido sacando el papel para pulverizarlo y reutilizarlo; un químico desarrolló el proceso para derivar una droga del polvo del papel de los archivos: el burocrack. En la calle le llamaban "burro". Entre los vendedores Jonpedro consiguió un simulador de identidad y dos glóbulos de burro, de color gris pálido. El burro dejaba la mente dulcemente en blanco o hacía desfilar, como en un sueño minucioso, interminables listas de números y datos azarosos que alimentaban el viaje del usuario, como si la droga hubiera conservado una memoria incidental de la materia de archivos de donde procedía. Jonpedro se tomó uno de esos glóbulos. Cuando regresó del viaje estaba solo en su casa y llevaba tres días sentado frente al video de noticieros sin darse cuenta de nada. Canceló el volumen, comió algo y luego se fue a dormir sintiéndose ligero e inexistente con su identidad borrada del Sistema.

DOS

Ilustración de Gerardo Romero SáinzJosemanuel Rosa había llegado como recluso a la enorme zona urbana de los vendedores ambulantes entre cuya fauna flotante de comerciantes, marchantes, manufactureros, subempleados, desempleados, vagos drogodependientes o erotodependientes, realistas virtuales, traficantes de todo tipo y demás, había también –como el mismo Rosa–una población flotante de reclusos cumpliendo una condena, pagando un descuido del Sistema –o la mala leche de los policiales–, pero que pasaban, de cualquier manera, desapercibidos. Estaban bien integrados al medio; o mejor dicho, ese era su medio perfecto. Su entrada y salida estaba controlada a lo largo de la extensísima muralla de plastocreto que rodeaba al Centro, conocido antes como el DF.

Rosa ocupaba su tiempo como ambulante sin puesto. Llevaba encima su mercancía de puras chácharas piratas: chips de enlaces de funciones, de aromas, de orgasmos, de toda la gama de aceleradores de cibersensaciones, siempre con el riesgo de la chafez que a veces provocaba resultados tan inesperados como una diarrea fulminante ocurrida durante el vértigo de una caída libre virtual de quinientos metros; pero no siempre era así y las producciones pirata podían funcionar hasta mejor que las originales. Rosa, a quien le decían el Elefante, pues era un gordo monumental, usaba un chaleco rígido de varios centímetros de espesor que le daba el aspecto de un cyborg y que estaba cuadriculado por varias compuertas, en cada una de las cuales aparecía el holograma publicitario de su contenido y del precio en ítems.

Aparte de estas cosas vendía estimulantes blandos. Como era un necio de tiempo completo, se conectó también para trabajar con productos duros, los cuales se negociaban solamente con dólares en efectivo, que era el único dinero disponible, ya que el del país había dejado de tener valor desde mucho tiempo atrás. La posesión de dinero era un delito mayor. De todos modos las finanzas de Rosa, el Elefante, eran moderadas; no por ello estaba a salvo de sospechas fiscales. Por eso aquella tarde, al llegar al edificio semihundido en que vivía, frente al lugar en donde estuvo la Alameda Central, sintió que le movían el piso al ver al tipo calvo cerca de la entrada.

–¿Elefante Rosa? –preguntó el calvo.

–Cof –tosió el Elefante para no hacerla de tos: si el tipo era un agente policial no venía solo.

–Queremos comprarte algo de dinero –le dijo.

–¿Por qué a mí? Yo no uso dinero –contestó el Elefante soltando un suspiro de estertor–. ¿Cuántos hay arriba? –agregó ásperamente al mismo tiempo que alcanzaba a ver a alguien asomado desde la ventana de su departamento. No dudó más: le clavó un codazo al calvo que giró en redondo con la cabeza quebrada como una lámina de acrílico: era un androide de los más baratos. Rosa iba a hundirse en la marea de puestos y ambulantes pero otros cuatro tipos le cortaron el escape. Saltó al interior del edificio pero ahí lo interceptaron los de arriba que venían atropellándose por la escalera.

–Entra –le dijeron frente a la puerta de su departamento–. No seas idiota, no te va a pasar nada.

Abajo los demás bloquearon la entrada y entretuvieron a los curiosos con un discurso, cosa adormecedora pero incapaz de convencer.

–Yo no tengo dinero –les volvió a decir.

–No importa, tú lo vas a conectar.

–¿Yo? ¿Por qué?

–Porque sabemos de todos tus trafiques, pero nos vamos a callar, ¿ves?

–...

–Y también porque nos dijeron que tú podías, ¿ya?

–No, pero ¿y cómo?

–El androide de la entrada tiene la información.

–¿El androide? Creo que está roto.

–Sí, lo vas a tener que reparar.

Los tipos de abajo dieron por terminado su discurso y subieron a la azotea, donde los otros ya los esperaban. El zumbido de su aéreo se elevó en el aire. El elefante Rosa bajó por el androide antes de que lo desmantelaran los ambulantes. El vehículo siguió subiendo con sus rojas luces parpadeantes que se apagaron al llegar a la retícula de vuelo programado; se encendió su luz reglamentaria y se alejó rápidamente. Más arriba, los puntos silenciosos de otros aéreos se cruzaban en el aire.