La Jornada Semanal,   domingo 4 de mayo del 2003        núm. 426
Guillermo García Oropeza

Un padre Amaro mexicano

Guillermo García Oropeza nos recuerda un excelente relato de ese maestro de la picaresca nacional que fue don José Rubén Romero. Se trata de El pueblo inocente, novela “equivalente a la del padre Amaro”. El maestro García Oropeza, autor entre otros relatos de la inolvidable Balada de Gary Cooper, entra en los terrenos del cine, analiza el guión de Vicente Leñero, la labor de Carlos Carrera y la actuación de Gael García, y regresa así a las novelas de Eça de Queiroz y de Romero, y a su crítica de la moral social portuguesa y mexicana, regidas por una Iglesia católica retorcida en sus obsesiones y compulsiones sobre esa sexualidad que, de acuerdo con sus cánones, no admite “parvedad de materia”. Eça, Romero, Leñero y García Oropeza, unidos a Carrera, García Bernal y Talancón, nos ponen a reflexionar sobre mundos más libres y sexos más jubilosos.

Curioso fenómeno el de las resurrecciones literarias. De pronto, sin razón aparente, movido por el caos también aparente de las cosas que pasan, un autor o un libro que dormían en la biblioteca de los olvidos vuelve a salir a la luz. La política, el cine o el capricho de un poderoso rescata lo que estaba olvidado de todo menos de esos sufridos guardianes del panteón literario que son los especialistas. Ejemplo espectacular, tonitruante de esto es el de las recientes resurrecciones del padre Amaro, su crimen y de José María Eça de Queiroz.

Sabemos que sus resurrectores son Vicente Leñero y Carlos Carrera por una parte, y por otra, la indignada jerarquía mexicana y acólitos que la acompañan que crearon un maravilloso "succès de scandale" que convirtió al olvidado cura portugués (encarnado en Gael García Bernal) en el personaje mexicano del año. Y aunque el escándalo amarista gira en torno más bien del filme y por lo tanto del guión tan eficaz de Leñero, la verdad es que de refilón sirvió para resucitar también a Eça de Queiroz, ese espléndido escritor que se iba perdiendo, que se iba desdibujando del pequeño mundo de nuestros lectores.

Porque aunque Eça de Queiroz fue un escritor muy leído durante la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX tanto en España como en Hispanoamérica ya hacía mucho tiempo que sólo se reeditaban algunas de sus obras. Quizás Los Maías, su obra maestra o esa miniatura deliciosa que es El mandarín. Pero el libro de Amaro, pese haber sido en su primer tiempo tan exitoso (mereció una entusiasta traducción de Valle-Inclán), estaba ausente ya de las librerías. Así que habrá que dar gracias al celo de los obispos, de los caudillos de Pro Vida que amenazaron quemar los cines donde la cinta pecadora se exhibiera y del Jefe Diego (sutil crítico cultural) que lograron no solamente que la película triunfara sino que la novela volviera a la vida en nuevas y abundosas ediciones. Resultando todo, dirían los italianos, molto divertente.

Pero quizá la resurrección de Eça de Queiroz merezca ser acompañada de otras como la de esa novela curiosamente equivalente a la del padre Amaro y que es El pueblo inocente de José Rubén Romero. Y aquí nos toparíamos, para empezar, con este michoacano que fue por muchos años uno de los escritores favoritos de México, un absoluto bestseller para decirlo en castizo y que también, como Eça, fue pasando de moda, al menos entre los lectores de vanguardia y se fue convirtiendo en eso tan triste que es un escritor para viejos o para nostálgicos.

Porque José Rubén Romero (1890-1952) pertenece a un México que murió hace muchos años y que es el revolucionario pero que aún, valga la distinción, el revolucionario institucional. Un México que comenzamos a añorar como un edén quizá subvertido pero infinitamente más feliz, esperanzado y genial, que el horrendo en que estamos viviendo. Aquel México aún "con estatura de niño y de dedal" donde una confusa revolución libera caóticamente tantas fuerzas y, entre ella, un genio nacional atado secularmente por colonialismos culturales. Genio con expresiones mayores como el mural, la novela o la música culta y maravillosamente menores sobre todo en lo más cercano al pueblo, en el teatro frívolo, en los comienzos ingenuos del cine, en la canción campirana o arrabalera, en la caricatura y en ciertos libros que los mexicanos leían para verse en el espejo. Un México todavía mayoritariamente provinciano y regional, con economía, usos y lenguaje rural y donde la capital (poblada todavía por capitalinos y no por chilangos, valga también la distinción) era la ciudad encantadora, abierta, que encerraba una promesa que recorre el joven Novo, cronista de su Nueva Grandeza. México católico y liberal, cristero y callista, sindicalista y ejidal; bronco e inmensamente tierno. El México que el cine mexicano sonoro retrata en blanco y negro, el México de Joaquín Pardavé, de Chaflán, Medel, la voz atiplada de Tito Guízar y los ojos infinitos de Santa, la de Gamboa.

De ese México es cronista muy activo José Rubén Romero, un escritor que, sin duda, será mucho menos importante que Martín Luis Guzmán, Azuela o José Vasconcelos, pero que es amado por los mexicanos que le van siguiendo a través de sus libros: Apuntes de un lugareño, Desbandada, El pueblo inocente, Mi caballo, mi perro y mi rifle, Anticipación a la muerte, Una vez fui rico" y dos más de entrañable materia, la "Rosenda" y la saga de Pito Pérez. Rubén Romero que cometió también el pecado juvenil de la poesía, pecado que seguirá cometiendo, fue un escritor culto que por seguridad y ladinez se disfrazaba siempre de provinciano. Político revolucionario, José Rubén sirve como cónsul general en Barcelona y en La Habana (curiosamente José María Eça de Queiroz fue en su tiempo cónsul en Cuba) y como embajador en Brasil.

Pero pese a su cultura y cosmpolitismo, Romero es siempre un escritor "orgullosamente provinciano de ayer" que nos cuenta interminable y gárrulamente su vida pueblerina. Nacido en Cotija de la Paz, tierra también de ese Gran Tartufo que es Marcial Maciel, tan aficionado a los niños y a los millonarios y cuya defensa imposible ha sido resuelta por el Vaticano con el recurso infalible del santo y pontificio carpetazo, José Rubén Romero fue llevado por las sacudidas de los tiempos revolucionarios a diversos pueblos michoacanos, entre los que está Ario de Rosales, que será el escenario de El pueblo inocente. Son los tiempos de los caudillos y de los bandidos disfrazados de caudillos donde cualquiera, sin embargo, como su amigo Pascual Ortiz Rubio, podía llegar al gran poder.

Pero este político que se convierte en funcionario y luego en diplomático es paralelamente un escritor y un académico, rico coleccionista de ese lenguaje hoy en proceso de extinción que es el de los pueblos, y en especial del habla de Michoacán trufada con voces del tarasco que, dicen algunos, es la más musical de las viejas lenguas de México.

Seguramente uno de los placeres del descubrimiento de Romero es la recuperación de ese tesoro verbal. Sus amigos culteranos de la capital como Genero Estrada o José Juan Tablada le muestran exóticos caminos literarios como el de hai kai con el que Romero escribe un libro curioso: Tacámbaro (1922) donde incluye estos dos poemas que, de alguna manera prefiguran y condensan los temas de El pueblo inocente.

Uno de ellos es "El Granero".

Buscando huevos de gallina
Por los rincones del granero
Hallé los senos de mi prima.
Y el otro es "El Cura":
Buho que remeda una paloma
Con una mano bendice
Lo que con la otra toma.
El pueblo inocente (1934) es, dice Romero, "el más autobiográfico de sus libros", algo significativo en una obra donde el autor es siempre protagonista, y narra con nostalgia un incidente muy socorrido en la novela de todos los tiempos: las vacaciones de un estudiante que regresa a su pueblo donde se llevará a cabo la ceremonia del fin de su inocencia. Pueblo michoacano que es un paraíso ingenuo y previsible (pero también ambiguo) que el muchacho, Daniel, recorre en compañía de su escudero, de su Sancho Panza personal, el viejo don Vicente que es el portavoz del discurso socarrón y de la filosofía ranchera, burlona y amarga del autor. Años después Romero encontrará otro portavoz más amargo y profundo que es el Pito Pérez trepado en su campanario desde donde contempla la vida nacional. En este recorrido, Daniel, vigilado de cerca por su escudero, se enreda en un enamoramiento adolescente, romántico e ingenuo que fatalmente lo expondrá a una sucia trampa urdida por un cura fornicador, por un Amaro Vieira de Ario de Rosales.

E l pueblo inocente sería, por tanto, una variante argumental de la novela del lusitano. No se trata, por supuesto, de un plagio ni siquiera inconsciente sino, seguramente, de una coincidencia. El tema del cura follador es, después de todo, absolutamente clásico en el mundo católico, en la Italia de Boccaccio, en la España de Juan Ruiz o en la Francia de Emile Zola. Pero José Rubén Romero lo utiliza para resolver una cuestión que lo inquieta: ¿somos los mexicanos un pueblo inocente?

Y si, en buen revolucionario, Romero afirma: "Nos roban y besamos la mano que nos quita lo nuestro, nos escarnecen, y aún encontramos medios de que se glorifique al escarnecedor; nos humillan, y sonreímos cobardemente... Vivimos deslumbrados por el brillo de las casullas..." también, en filósofo realista, encuentra que el mal no se localiza sólo en los clérigos, por mayor que sea su cinismo, sino que está tristemente en todos, sujetos a la dura ley de la carne y la mentira.

El pueblo inocente estaría situado, por tiempo y estilo, entre la fluvial novela de Eça de Queiroz y el impactante guión de Vicente Leñero. Separándose de ellos y, en momentos, coincidiendo. Así, en los tres se lanza una acusación a un clero que practica la fornicación ("infracción canónica, no un pecado del alma" dice cínicamente Amaro) como un desliz venial pero que lo lleva luego, en medio de la absoluta falta de la hombría natural, a todas las indignidades de la hipocresía y del cinismo. Pero también en las tres obras, y digo tres porque el guión de Leñero tiene una poderosa individualidad, la crítica a la Iglesia romana va mucho más allá de las facilidades jacobinas para intentar un equilibrio con ciertos valores religiosos y humanos. Y si en Queiroz, el Abad Ferrao es el sacerdote bueno (que evidentemente no hará carrera eclesial) que es transformado por Leñero en el excomulgado defensor de la teología de la liberación que vive entre los indios de la sierra veracruzana, en la novela de José Rubén, el lado bueno de la iglesia encarna en un curioso clérigo, hermano de Pito Pérez que trata al Niño Jesús, como niño que es, con "ternura y diversiones", y para quien recoge limosnas de juguetes para entretenerlo antes de irse a decir la misa. Y es seguramente esta ausencia de jacobinismo simplista lo que hace tan efectiva en las tres obras la denuncia de las abominaciones eclesiásticas. Aunque viendo las reacciones primitivas de la jerarquía ante el reciente escándalo, mucho nos tememos que la iglesia sigue irredenta exigiendo de sus fieles un sometimiento total y denunciando como anatema cualquier posición crítica. Y es que tanto aquel buen liberal afrancesado, apóstol del realismo y de las luces europeas que habrían de llegar a su atrasado Portugal, como el católico militante y progresista, jesuita, de Vicente Leñero, como el novelista popular orgullosamente "provinciano de ayer" que es Romero y cuya visión aún tenía lugar para un idealismo revolucionario, se niegan a la simplificación doctrinaria. Para ellos, pese a toda su arrogancia, oscurantismo, soberbia y ambición, Roma no ha logrado eliminar del todo el ideal de Cristo evangélico... aunque "en ésas ande" diría burlonamente don Vicente.

El pueblo inocente, que es un eco menor de la espléndida novela de Eça de Queiroz, no pretende, por supuesto, competir con ella, pero para nosotros, lectores del desolado panorama literario del México de hoy, su resurrección permite una placentera aventura: la de releer o descubrir a un escritor lleno de los goces melancólicos de la nostalgia suavepatriera. Sin duda, en estricta literatura, José Rubén Romero "no es pieza" para el novelista portugués como tampoco lo sería para quienes transformaron las letras mexicanas en la segunda mitad del siglo XX (pienso sobre todo en Rulfo), pero si olvidamos la búsqueda de la "importancia" y nos permitimos una lectura puramente hedonista y sentimental, este libro del hombre de Cotija de la Paz, como toda su obra, nos atrae con la ilusión de inocencias recuperadas en la provincia perdida. Es evidente que Romero peca de romanticismos fuera de moda y que su estilo es demasiado platicador y pintoresco; Marta Portal, la crítica española, así lo puntualiza: "Se lee desde el principio, con el agrado con que se recibe a un pariente lugareño que nos va a poner al día, con gracia y exagerado realismo, de la vida y milagros de sus convecinos. Se lee, acaso, con un temor: que la visita se prolongue
en exceso..."

Un temor que descubrimos ser injustificado ya que José Rubén Romero, tan sabroso y gárrulo estilísticamente, es un narrador eficiente y El pueblo inocente nos lleva sin sobresaltos y ágilmente a su desenlace, como un cuento bien construido se resuelve en la última página y no está cargado con las longueurs decimonónicas de la obra de Eça. Así que este novelista olvidado merece que lo recuperemos. Se trata, si así lo queremos, tan sólo de una botana pueblerina o de un digestivo nacional, un caballito de almendrado, que tras las seriedades y sacudimientos de O Crime do padre Amaro. Scenas da vida devota, de Eça de Queiroz y de Vicente Leñero, resulta deliciosamente menor, deliciosamente legible y maliciosamente seria y ambigua, ya que José Rubén Romero, provinciano ladino, es capaz, por supuesto, de hacernos inocentes.