Jornada Semanal, domingo 20 de abril del 2003                núm. 424

LUIS TOVAR

Los Arieles

A Maribel, dueña de uno

 Según las cuentas de Andrés Bustamante, principal animador de la reciente XLV ceremonia de entrega del Ariel, son ciento ochenta y uno los pasos que deben caminarse desde la entrada del Palacio de Bellas Artes hasta el lugar exacto donde el trofeo Ariel es entregado a quien se haya hecho acreedor a él. Y de acuerdo con esas mismas cuentas, únicamente los galardonados pueden tener el privilegio de andar los últimos diez pasos, es decir, los que separan el patio de butacas del centro del escenario.

Como Todo Mundo había previsto desde que la película llegó a la cartelera, El crimen del padre Amaro fue la que más nominaciones tenía y, por supuesto, la que mayor cantidad de estatuillas terminó llevándose. Dirigida por Carlos Carrera y producida por Alfredo Ripstein –homenajeado hace muy poco en reconocimiento a su larguísima trayectoria en la pasada Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara–, El crimen... culminó así, con una decena de Arieles por delante, de sacarle buen provecho a un caldo que otras instancias –providos, episcopados y demás sangordianenses– le hicieron gordo. Este aporreateclas continúa pensando, como lo dijo en su momento, que de no haber sido por aquel sonado empujón mediático, Gael/Amaro no habría durado tanto tiempo en pantalla practicando su pecaminoso fornicio sacerdotal –no merecedor, por cierto, ni siquiera de la nominación a mejor actor– y, por consiguiente, las oportunidades arieleras habrían sido probablemente menos.

Lo que Todo Mundo no ha de haber podido imaginar es que Aro Tolbukhin, en la mente del asesino, ganara siete Arieles a final de cuentas, de tal manera que le medio acható la noche redonda a El crimen..., sobre todo porque no se trató de premios en categorías poco sonadas –el mejor ejemplo es el doblete a mejor actor y mejor actriz que Aro... se llevó.

Bien poco quedó por repartir entre el resto de los largometrajes competidores, y si ya de entrada Aro... no fue precisamente una película taquillera, hecho que provocó en Todo Mundo una cierta sensación de no saber si los Arieles estaban repartidos con justicia, tal impresión se acrecentó notablemente cuando eXXXorcismos, de Jaime Humberto Hermosillo, se llevó un trofeo entre tres posibles, y llegó a su máxima escala cuando la cinta Seres humanos hizo lo propio. Usted ya sabe la razón: las dos películas tuvieron en común el hecho de pasar poco menos que inadvertidas en su tiempo de exhibición, mismo que fue tan breve y desalentador como la esperanza de que Bush and Co. no invadieran Irak.

Todo Mundo dirá, y con razón, que nada de raro tiene una situación semejante en la entrega de los Arieles. Cada año hay una o dos películas que sí lograron el "favor" de las distribuidoras y que, en apariencia más allá o más acá de sus merecimientos fílmicos, es nominada y, en un momento dado, premiada. En efecto, tal fenómeno no tiene nada de raro, pero sí tiene mucho de anómalo, porque así solamente se obtienen dos resultados, indeseables como suelen ser todas las distorsiones: de manera ingratamente parecida a la de Hollywood, se nomina y se premia poniendo un tercio de la mirada en el efecto taquilla, otro tercio en el poder de los medios, y el tercio restante en todo aquello que debiera ocupar los tres tercios. ¿Y qué es "todo aquello"?, podría preguntar Todo Mundo. Para responder con la misma conducta enigmática de la Academia Mexicana, capaz de nominar un guión como el de El tigre de Santa Julia o un desempeño actoral tan deplorable como el de Ana Claudia Talancón en El crimen..., "todo aquello" sería, por ejemplo, lo que el jurado apreció para nominar y premiar a Aro Tolbukhin..., sin importar qué cantidad de combos ayudó a vender en los pocos multiplex en los que fue exhibida.

Lo anterior nos lleva enseguida al segundo resultado: los Arieles acaban premiando una película que prácticamente nadie ha visto, como Seres humanos. Pero, como Todo Mundo sabe, de eso no tienen la culpa ni la cinta ni la Academia, con lo cual hemos de caer –cuándo no–, en el problema endémico del cine mexicano, es decir, la falta de exhibición. Como bien dijo Diana Bracho, actual presidenta de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, el asunto a resolver no está en la calidad de nuestro cine, siempre reconocido fuera del país, siempre desconocido dentro de él. Lo que urge erradicar –y le apuesto un peso a que el peso en taquilla no lo va a lograr– es el imperialismo cultural que cada semana nos llega en forma de rollos de película, y que ya lleva demasiados años bombardeando criterios de apreciación y saqueando costumbres cinéfilas.