Jornada Semanal, domingo 20 de abril  de 2003           núm. 424

NMORALES MUÑOZ.

DRAMATURGIA Y REALIDAD (II)

Las carencias formativas y el que la profesión sea considerada esencialmente autodidacta, podrían ser considerados como los dos principales factores que obstaculizan el desarrollo de la dramaturgia joven en nuestro país. Como se decía al final de la entrega anterior, también influye el "efecto archipiélago" (Ximena Escalante dixit), que ya más bien ha devenido síndrome: la sempiterna atomización del medio teatral mexicano, que inhibe casi por completo el surgimiento y desarrollo de grupos de trabajo estables, verdaderas compañías teatrales que funcionen con la independencia económica y operativa con las que funcionan en otros países del mundo, lo que se traduce en un modus vivendi regular y decoroso para todos sus componentes creativos, dramaturgos inclusive.

Quizás valdría la pena recordar que hasta los dramaturgos más insignes de nuestro panorama escénico recibieron en su oportunidad el apoyo del Estado para arrancar sus trayectorias profesionales. Ora con el apoyo de los hoy tan añorados funcionarios culturales del imss, ora dentro de ciclos especializados de Bellas Artes o la Universidad, ora con el espaldarazo de la uam y el rubro "Nueva Dramaturgia Mexicana", la carrera de escritores como Emilio Carballido, Hugo Argüelles, Sergio Magaña, Víctor Hugo Rascón Banda y Sabina Berman, entre muchos otros, quizá no hubieran sido las mismas sin puntos de partida tan sólidos como los que en su oportunidad suscribieron las instituciones. En estos tiempos, y muy a propósito de un comentario vertido por David Olguín en el Foro Nacional sobre Dirección convocado por la Academia Mexicana de Arte Teatral, habría que llamar la atención de los funcionarios actuales con ese respecto. Olguín mencionaba que las autoridades teatrales no nos hacían ningún favor, en tanto que reciben sueldos más que dignos por su labor. Perogrullada o no, lo cierto es que la expresión tuvo su valía no sólo por su oportunidad sino por haber sido emitida con la mayoría de los aludidos de cuerpo presente en una de las salas del Palacio de Bellas Artes. La misma observación vale para ser extrapolada y aplicada al tema que ha motivado el par de entregas más reciente. El que las autoridades apoyen e incentiven la puesta en escena, publicación y en general la divulgación de la dramaturgia mexicana contemporánea no debe ser visto como una especie de concesión o venia aquiescente, sino como una de las prioridades máximas de cualquier administración cultural. Quizás esté de más ahondar en los porqués, en la misma medida en que lo vertido por David Olguín rezumaba obviedad. Pero, como suele suceder en este país, tan marcado por acontecimientos que José Agustín alguna vez definió como de "clara estirpe anarcosurrealista", lo de menos es lo demás, y viceversa. 

No extraña en un medio dividido e ignorante de casi la totalidad de sus alcances y limitaciones que persista la tendencia de creer que la valía mimética y el éxito de potencial de un texto dramático es directamente proporcional al kilometraje que separa el lugar del mundo en donde fue escrito del lugar del mundo en donde el director y otros diseñadores han de concebir la puesta en escena. Nadie, o muy pocos, podrían cuestionar la pertinencia y calidad de textos extranjeros como algunos de los que pueden verse en cartelera hoy en día. Pero lo que al parecer no suele ser materia de reflexión recurrente para la mayoría de los funcionarios culturales es que la escritura escénica mexicana debiera tener su escaparate principal precisamente, y perdón por persistir en la obviedad, en el circuito teatral mexicano, no confinado a alguno que otro teatro apartado y oscuro, sino en sus foros importantes y trascendentes. Quizás tampoco se han puesto a pensar que el atávico tópico de la falta de afluencia continua a las salas de teatro tenga que ver de algún modo con la oferta de discursos un tanto cuanto más cercanos a las alegrías y miserias de esos espectadores potenciales. 

Del otro lado, del de los jóvenes autores, también habría que incursionar en la autocrítica. Que haya una casi total inexistencia de cursos y talleres especializados más allá de los muy cuestionables planes de estudio de algunos centros de enseñanza, no los exime de una evaluación menos superficial de sus modos de expresión. Nadie pone en duda la existencia de talento, de una variedad y eclecticismo desbordantes en la oferta de hoy en día. Pero, amén del proceso de maduración de cada individuo, habría que pensar en no incurrir en lo que ha alejado a generaciones predecesoras de la atención de la gente. Y casi todo tiene que ver, otra vez sobra decirlo, con sentido común y sensibilidad.
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