Jornada Semanal,  20 de abril de 2003         núm. 424 

ANA GARCÍA BERGUA

EL ÁRBOL 
DE LOS BEISBOLISTAS

Un grupo de escritores, parte de ellos oriundos del Distrito Federal, van en coche en una ciudad del Norte, de límpido cielo. El conductor, un escritor algo distraído, choca con otro automóvil, un poco por culpa también de los otros ocupantes que lo conminan a dar vuelta de repente. El que maneja el otro coche se baja, discuten, deciden entonces acudir al taller mecánico del agraviado, toda la comitiva, para que el golpe se tase y la ofensa se repare. Así llegan a una calle plácida, desierta, donde efectivamente hay un taller mecánico, algunas casas, un gran árbol, y un niño que practica a lanzar una pelota de beisbol con un par de mayores. Los de la comitiva bajan de los coches, entran al taller, buscan quien atienda, y no llega nadie. Esperan un poco, se preguntan por una radio encendida que nadie parece estar oyendo, husmean, miran. Los del Distrito Federal están impacientes por vocación; alguno de ellos se imagina que esto estuviera sucediendo en la colonia Buenos Aires e imagina todo lo que ve automáticamente desmantelado y revendido, por culpa de aquella ausencia, aquel relajamiento provinciano. Nadie acude a ver qué se nos ofrece, los beisbolistas juegan impávidos, los pájaros cantan, el aire está como suspendido en medio del sol que cala, el árbol firme en su lugar. Alguien (no del Distrito Federal, por supuesto) decide preguntarle al niño jugador, a quien de casualidad conoce, por el mecánico. El niño señala entonces a uno de los lanzadores: ese es el mecánico, pero está ocupado jugando al beisbol. El mecánico deja de hacer lo que está haciendo como alguien a quien interrumpen haciendo algo más importante, y aun así va con ánimo a tasar la magnitud del golpe, que no es para tanto. Mientras, junto al árbol, el catcher sentado en la acera espera con el guante puesto a que el otro se desocupe, y el niño corretea por ahí. Bueno, pues así es Torreón: el cielo es prodigiosamente límpido, el ambiente calmo, y a nadie le urge nada, gracias a Dios. 

Irving Ramírez es un novelista y poeta nacido en Jalapa (ganador del premio Juan Rulfo de primera novela en 1996 con Yo le canto al cuerpo gélido, editada por Joaquín Mortiz) que no sólo escribe, sino que también es un activo promotor de las letras. Hará pocos años decidió juiciosamente abandonar el Distrito Federal con su familia a causa de la inseguridad de la que todos nos quejamos, y se estableció en Torreón, donde ha formado la Escuela de Escritores de la Laguna, que se sostiene de las cuotas de los propios alumnos, así como del apoyo que le da la sogem, pues forma parte de la red de escuelas de escritores que esta sociedad anima en toda la República, apoyándolas con cursos, materiales, envío de maestros y otros estímulos. Con todo y los apoyos tan loables, no deja de ser bastante heroico formar una escuela de escritores: ya lo es, de por sí, en nuestra ciudad donde se encuentran la de la sogem y la Escuela Dinámica de Escritores, entre otras, pero más aún en las ciudades de provincia donde la difusión de la cultura es escasa. Sabemos también que enseñar a escribir no es algo que se aprenda en las carreras de letras, y el amor a la lectura no cría forzosamente escritores, así como la melomanía no prohíja ejecutantes: son cosas vecinas pero distintas, y muchas veces escribir depende de lo que la sogem pide a quienes aspiran a ser alumnos de su escuela: talento y disciplina.

Así pues, la escuela que dirige Irving es una casita blanca, pequeña, cuyo espacio limitado se acondiciona para dar ahí cursos y talleres de todos los géneros literarios. En horas que no son de clase la habitan un alumno y su gato, el cual también acude a clase con toda aplicación, me consta. En ella, Irving invita a maestros, anima, azuza a los alumnos para que lean, para que escriban cuento, poesía, y entre sus muchas actividades y trabajos alimenticios no deja de escribir, pues continúa su trilogía novelesca y recientemente publicó un libro de ensayos. A finales del año pasado tuve la suerte de ir a dar un cursillo y admirar su labor tan encomiable. Me pareció que la escuela que ha plantado Irving era como el árbol de los beisbolistas; algo bueno y firme en medio de un cielo límpido, alejado de urgencias momentáneas.