David Dorenbaum David Dorenbaum nos invita a no dejarnos engañar por la neutralidad de una silla o por la aparente simpleza de una mesa y hace que lo acompañemos en estas tres aproximaciones al diván, acaso uno de los muebles más simbólicos que se puedan imaginar. Hay en estas tres piezas mucho más que la almohadilla para la cabeza, el forro protector para los zapatos, la extensión donde el paciente se reclina... Pleno de significados, el diván parece tener tantas cosas por decir como cualquiera de quienes alguna vez han yacido en él. El doctor Dorenbaum refiere aquí tres momentos de su polivalente relación con un objeto extenso como un mundo. Para Kaaren
Desde una cabina telefónica inglesa: "¿Bueno? ¿Sería posible hablar con la doctora Freud?" "Ella habla", me contestó una voz en tono grave. ¿Qué decir? ¿Que estaba de visita de estudios en Londres, que un día quería ser psicoanalista, que había leído La interpretación de los sueños en la escuela preparatoria? Todas parecían razones superfluas. De una manera misteriosa mi deseo estaba ligado al diván. El té con la doctora Freud podría ser motivo de otro escrito. Cuando la doctora Freud abrió la puerta, me impresionó cuánto había envejecido. Ya no se trataba de aquella mujer joven que había visto en las fotografías de familia. Lo que vi fue un rostro lleno de arrugas, como una ciruela pasa. El golpe repentino entre dos mundos me tomó por sorpresa; el mundo de la calle, de donde yo venía, y el mundo que yacía detrás de la puerta. ¿Había sufrido también el diván el mismo proceso de deterioro que la doctora Freud? Anna Freud se presentó. Tuve la tentación de pedirle que me presentara a la otra Anna Freud, la hija de Freud, para quien el tiempo no había transcurrido. Me invitó a pasar. Al cruzar el umbral de la puerta de la casa en el barrio londinense de Hampstead me di cuenta de que había entrado en un lugar en el que el tiempo ya no tenía importancia. La casa se había mantenido casi de la misma manera que cuando Sigmund Freud la habitó en 1938. Me parecía que en cualquier momento él descendería por la escalera. ¿Cómo pude cruzar Londres en Metro esa tarde y de repente encontrarme ahí? Sentí la ansiedad de un viajero del tiempo.
Mi mirada se dirigió al diván, el diván de Freud pegado a la pared, cubierto de alfombras persas. Recuerdo que pensé que quizá por esa razón la mayoría de los psicoanalistas también colocan su diván pegado a la pared. En ese momento, bajo el encanto del diván el espacio se transformo en otra cosa. Experimenté una especie de "transfiguración del lugar común", término acuñado por Arthur Danto para describir cómo ciertos artistas como Marcel Duchamp dieron a los objetos ordinarios el aura de obra de arte. Ahí yacía el diván, como una obra maestra, revelándome esa increíble capacidad que tienen los muebles de transmitir un sentido profundo, un sentido oculto que emerge mas allá de su estructura, de su función o localización en el espacio. Como los sueños, ciertos muebles son construcciones que resultan de sistemas muy complejos de condensaciones y desplazamientos de significado. Jean Baudrillard hace referencia a estas propiedades en su libro El sistema de los objetos. En el campo del psicoanálisis, las condensación y el desplazamiento de sentido son principios fundamentales para entender el inconsciente. Tal vez por esta razón los muebles nos pueden dar acceso a un espacio simbólico. Donald Winnicott, el psicoanalista inglés, definió este proceso como un "espacio potencial", el espacio en el que ocurren el juego y la ilusión; esa zona de transición entre el yo y el no-yo. Desde ese punto de vista el diván es un objeto de significación. El lugar desde el cual el sujeto puede hablar. El lugar de la articulación del discurso del inconsciente. El inmóvil apoyo de un viaje fantástico. De pie frente al diván, apenas separado de él por una brecha similar a la que hay entre la plataforma de la estación y el tren, sentí la tentación de tocarlo, de reclinarme en él; pero también sentí la amenaza de su proximidad, el poder de su presencia. Entonces, sorpresivamente, una voz interrumpió el silencio de mi ensoñación. El diván me habló. Lo mismo debió sentir Alicia en el País de las Maravillas cuando escuchó la voz del conejo. Al diván, mi interlocutor, lo habían precedido en la historia otros divanes. En su estudio La mecanización toma el mando, Sigfried Giedion señala que el diván procede de una categoría muy amplia de muebles. Históricamente, su objetivo era facilitar una postura pasiva del cuerpo sujeto a manipulaciones por parte del barbero o del cirujano. Este autor identifica los orígenes del diván ajustable con el de los asientos ajustables del tren. El nexo histórico entre el tren y el diván se aproxima a la idea de Freud acerca de lo que él llamó "la regla de oro del psicoanálisis": al paciente reclinado en el diván hemos de pedirle que nos hable de cualquier cosa que le venga a la mente, como las ideas sin censura que emergen al mirar por la ventana ¡durante un viaje en tren! En ese sistema de objetos en el que me encontraba yo, cada objeto era parte de un conglomerado y, paradójicamente, a la vez un objeto muy particular. Estaba ante el diván que representa todos los divanes, el prototipo del diván, un icono, el diván de Sigmund Freud. Mi encuentro con un mueble capaz de tener ese efecto tan poderoso fue para mí una verdadera revelación.
La Sra. C mira por la ventana o se para frente a una de las pinturas que hay en mi oficina. Al contrario de lo que ocurre con un personaje de Woody Allen que se sale de la pantalla y camina hacia el público, la Sra. C se mete en la pintura y con frecuencia desaparece por el resto de la sesión hasta que yo interrumpo su ausencia diciendo: "Se nos terminó la hora." En otras ocasiones ella emerge de ese agujero negro, se reclina en el diván y con voz titubeante me habla desde esa posición en la que su cuerpo está como suspendido. Para la Sra. C el diván significa un lugar particularmente atemorizante, en especial porque durante su infancia su padre tuvo una embolia cerebral que lo paralizó. Como consecuencia de ello, el padre de la Sra. C pasó el resto de su vida reclinado en un diván, sin poder moverse; lo único que podía hacer era hablar. Como puede uno imaginarse, este evento traumático cambió la configuración del mundo de la infancia de la Sra. C. "No me siento capaz de hablarle a usted desde el diván, esto no es como pulsar las teclas www.divan en mi computadora y ver qué sale", me dijo. "Tengo miedo de las cosas que pueden salir. Su diván es muy largo, muy real. Prefiero mantenerlo a distancia. Por eso me quito los anteojos en su oficina, para no verlo con claridad." Para la Sra. C el diván es el significante de proximidad con la parálisis de su padre; es un lugar que ella sólo se permite abordar desde la distancia. Cuando observo a la Sra. C frente al diván, recuerdo mis propias inhibiciones al acercarme al diván de Freud. A pesar de no haber tenido las mismas experiencias traumáticas que ella tuvo en su infancia, mi primer encuentro con el diván también evocó en mí la presencia de una brecha. Me encuentro reclinado en mi diván, en casa, después de una jornada de trabajo. Mis reflexiones me llevan al diván de mi psicoanalista. Un diván estilo americano, con toda su ortodoxia: una almohadilla para la cabeza cubierta con un pañuelo desechable, un forro protector para los zapatos. Ese diván se convirtió para mí en un lugar familiar, un lugar para el descubrimiento, un espacio que me recibió. Un lugar de reposo. La historia de mi propio psicoanálisis une el diván de Freud, el de mi psicoanalista, el de mi oficina y este diván de mi casa en el que ahora me encuentro. Se trata de un conglomerado de divanes, todos ellos reunidos en un sistema de vasos comunicantes. Estoy intentando leer lo que llevo escrito de este ensayo. Mi hijo de cuatro años de edad insiste en que juguemos juntos. No lo había visto en todo el día. Le digo que prefiero quedarme en mi diván. Él me dice: "Yo puedo jugar contigo desde el diván." Su creatividad lo lleva a sugerirme que juguemos a la peluquería. Me sorprende cómo, sin haber leído los escritos de Giedion, encuentra la manera de integrar el diván y mi posición fija. Quiere rasurarme la barba con una pieza de Lego. Al tratar de alcanzar la otra mitad de mi cara le da la vuelta al diván. Recuerdo haber pensado que esto sólo puede ocurrir gracias a que el diván no está pegado a la pared. En ese momento pienso que el diván de Freud sólo puede abordarse por un lado. Al separar el diván de la pared las posibilidades de aproximación son múltiples. Cuando mi hijo rodeó el diván me mostró los beneficios de poder abordar un mueble desde distintas posiciones. Cuánto me arrepiento entonces de mi inicial impaciencia con la Sra. C por sus titubeos para dirigirse en línea recta de la puerta al diván. ¿A quién pertenecen los muebles? Esta es una pregunta que seguramente los fabricantes de muebles deben hacerse constantemente. ¿En qué momento el objeto que crean pasa a pertenecer a otro? ¿Cómo ocurre esa transición de propiedad? ¿Cuáles son los factores que determinan este proceso tan complejo? Quizá podría yo afirmar que todos estos divanes me pertenecen. Mi sentido de propiedad con respecto al diván de Freud parece estar ligado a nuestro encuentro en Londres, y aun así me refiero a él como "el diván de Freud". El diván de mi oficina, ¿a quién pertenece?
¿Y el diván de mi psicoanalista? A pesar de que sé que lo compartí con otros pacientes, de él conservo un profundo sentimiento de posesión. En ese diván pasé reclinado mucho tiempo. Al extrañarlo lo percibo como un espacio que en parte yo construí y personalicé. Quizá una de las características intrínsecas de los muebles, objetos producidos para consumo masivo, es su misteriosa capacidad de someterse a una metamorfosis que los hace objetos privados, ¡un privilegio no sólo reservado a los inodoros! La persona que me vendió el diván que tengo en casa me advirtió: "Si lo pones en la sala de tu casa tus amigos se van a reclinar en él y se van a quedar dormidos." Eso es exactamente lo que ha pasado; una tácita invitación al sueño, a soñar, a hacer el amor. Siento la necesidad de reclamar, por lo menos en este diván, un espacio que me pertenece sólo a mí. Últimamente he estado pensando ponerle un letrero, pero ¿que diga qué? Tres aproximaciones al diván. Una
invitación a adentrarnos en el sentido simbólico del mueble,
un lugar que a primera vista no es tan evidente. No se dejen engañar
por la neutralidad de una silla o por la aparente simpleza de una mesa;
todos los muebles tienen una historia. Una sola aproximación tal
vez no sea suficiente para descubrirla.
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