Jornada Semanal, domingo 20 de abril del 2003        núm. 424

MARCO ANTONIO CAMPOS

EL NOVELISTA MIOPE Y LA POETA HINDÚ

Hay en la vida azares afortunados que se vuelven luego prolongados dolores de cabeza. El 20 de noviembre de 1929, a los veintitrés años de su edad, tras obtener una beca de cinco años para estudiar en Calcuta con el filósofo hindú Surindranath Dasgupta, un joven rumano llamado Mircea Eliade, quien sería en el siglo que nos dejó uno de los grandes estudiosos en materia de religión y mito, abandona familia, novia, las calles de Bucarest, los sonidos de la lengua nativa, los sueños occidentales. Una vez en Calcuta, Eliade, entregado al estudio, hace tan grandes adelantos que su maestro Dasgupta lo lleva a su casa. Sin embargo, surge un imprevisto. Poco a poco, empieza a ser envuelto por la magia corporal y espiritual de Maitreyi, la hija de dieciséis años de Dasgupta, a quien apreciaría Rabindranath Tagore. Denunciados, con inocencia perversa por la hermana menor de Maitreyi, Eliade es echado vergonzozamente de la casa.

La breve y bella novela de José Gordon, El novelista miope y la poeta hindú (unam, 2002), muestra, tomando en cuenta los personajes, el encuentro, o quizá mejor, el desencuentro, de dos civilizaciones: la occidental y la hindú. Decir occidental quizá represente una verdad o un error a medias. Si Metternich, el casi eterno canciller austriaco, decía irónicamente en la primera mitad del siglo xix, que Asia empezaba en la Landstrasse, es decir en la avenida que abre la sección oriental de Viena, lo menos que podemos decir de Rumania es que representa uno de los principales puentes entre dos continentes. Voy más lejos. Más en el fondo que en la superficie, la historia trunca de amor entre Eliade y Maytreyi, con toda su ambiente de represión familiar y de escándalo social, con las terribles consecuencias negativas para la muchacha, pudo haber ocurrido en esos años en numerosas ciudades y pueblos conservadores de la América sajona y latina.

Luego de la experiencia hindú Eliade parte a los Himalayas, donde vive un tiempo, y regresa sin gloria a Bucarest en diciembre de 1931. Emprende la escritura de la novela. Tiene para reconstruirla objetos y documentos. "En su escritorio se encuentra –escribe Gordon– un sobre en el que guarda algunas de las memorias del otoño de 1930: las notas que Maitreyi le envió cuando ya no pudieron verse, unas cartas de Dasgupta, una vieja fotografía, unas cuantas flores disecadas, un mechón de cabello." Más que suficiente. En 1933 termina la novela. La titula indecorosamente Maitreyi. Gana con ella un premio literario y también prestigio.

Amante fervoroso del estudio de los mitos y las religiones, el joven Eliade buscó hacer un mito y una religión de la joven, quiso volverla un personaje inolvidable y una figura emblemática, pero cometió la inconciencia juvenil, en una obra de ficción, de poner de título a la novela el nombre de la muchacha, suponiendo acaso que por la lejanía geográfica y por ser el rumano un idioma totalmente ajeno en la India, ella no la leería, que nunca la leería. No sólo eso: la historia cuenta lo que no ocurrió: una relación erótica consumada.

Mientras Eliade conoce el éxito de crítica y se le reconoce como un autor importante en base a una historia que es una ficción a medias, en Calcuta la bella y dotada adolescente conoce dolorosamente el aislamiento social por el affaire Eliade. Maitreyi termina casándose en 1934 sin amor con un hombre catorce años mayor que ella.

Más tarde que temprano llega la oportunidad del ajuste de cuentas, o quizá menos duro, la venganza poética. En 1972 Maitreyi se entera plenamente de que es personaje de una novela publicada cuatro décadas atrás, hace que se la traduzca un amigo del francés (al inglés sólo se traduciría hasta 1994) y monta en cólera por la distorsión de la historia y por "el efecto del nombre". Escribe su propia versión de los hechos en una novela que titula No muere y que tiene un inmediato éxito de venta. Más: presentándosele la ocasión de un viaje, Maitreyi, en ese 1972, vuela a Estados Unidos, y un día se le aparece a Eliade en su cubículo de la universidad de Chicago para reclamarle su "enmascaramiento de la verdad". El pasaje, de una tensión casi insoportable, es también el momento más intenso del libro de Gordon. Maitreyi reclama una explicación por el agravio inútil. Eliade, quien se niega a mirarla a los ojos, habla de los velos de la ficción. Ella insiste: por qué poner entonces el nombre propio como título, y por qué, si se pone un nombre real, contar una historia que no lo es. Mientras ella le exige que vuelva la cabeza para mirarla, él se niega a hacerlo para no borrar la antigua imagen que no se ha llevado el río. Al fin Eliade la mira. Maitreyi ve un viejo maltrecho y miope. Se le caen los muros del corazón y del alma. Se retira. Eliade alcanza aún a hablarle de un encuentro en un Ganges que sólo pertenece al mito.

En un principio quizá podría leerse la historia de Eliade y de Maitreyi como una narración circular, como una lectura del mito del eterno retorno, que tanto estudió Eliade, en el que Nietzsche creyó al final de su vida y que Borges literaturizó genialmente, pero en este caso, creo, sería la repetición de una escena inexacta y degradada. Si es así, si la historia es circular, podemos imaginar que habrá una tercera y una cuarta vez y así innumerablemente, y la escena se irá haciendo cada vez más inexacta y degradándose más. Mejor sería pensar, mejor sería imaginar en una historia de carácter lineal en la que ambos volvieron a encontrarse en una situación que no dejó de ser espinosa, pero que en ningún otro tiempo se encontrarán de nuevo.

La historia de Maitreyi y Eliade también puede verse como la conjunción de la versión de los hechos que cada uno cuenta a su manera en la novela que escriben (Maitreyi y No muere) y la que a su vez hace un escritor mexicano llamado José Gordon en un libro que tiene elementos combinados de crónica, de novela y de apuntes biográficos. Como sugiere Gordon, o al menos como queda implícito en su libro, la historia de Eliade y Maitreyi dejó hace mucho de pertenecer a la realidad para multiplicarse en la ficción.

Impecablemente escrita, El novelista miope y la poeta hindú deja en el lector el amargo sabor de lo inconcluso y el aire triste de lo que pudo ser y se perdió.