Jornada Semanal, domingo 6 de abril del 2003        núm. 422

RECORDANDO CON UN POCO DE IRA

Hace dos meses, siguiendo la recomendación de algunos compañeros ancianos, me puse la vacuna contra la malévola gripa común (o cotidiana, normal, otoñal o invernal) y, naturalmente, contraje hace unos días un resfriado épico casi igual al padecido en mis años de infancia y que exigía purgas, lavativas, cataplasmas, inyecciones con esencias de eucalipto y de mentol, tres días reglamentarios en cama, mentolato untado y aspirado, dietas y toneladas de cafiaspirinas, mejorales (“mejor mejora mejoral”, decía el anuncio machacón en las paredes, ventanas y onda sonoras), bayaspirinas y un tal mistol con efedrina que destapaba la nariz y te ponía a recorrer un paisaje invadido por la frescura de los pinares (producía, además, una frenética adicción muy difícil de controlar). Se dejaba de fumar y, cuando la fiebre remitía, se tomaba un prolongado baño en tina, se regresaba al lecho y, al día siguiente, ya cuando el sol había calentado la mañana, se hacía una primera y breve salida a la calle. Ante la urgencia de reponer las fuerzas perdidas en los combates contra los microbios (en aquellas época, los microbios eran los únicos villanos. Poco o nada se decía de las bacterias y los virus aun no hacía su aparatosa entrada en el escenario que las enfermedades comparten con las hipocondrías), se estiraba un poco el magro presupuesto familiar y el convaleciente podía comer un caldito de pollo (con un alón y, a veces, un higadito, una molleja o un par de patas) y, para que hiciera buena sangre, un bistec con papas fritas y varias rebanadas de jitomate. Completaba el tratamiento revigorizador una jericalla, ese postre de leche al que los tapatíos atribuyen tantas virtudes restauradoras de las fuerzas disminuidas.

Hace unas semanas, conversando con un carcamal de mi rodada, llegamos a la conclusión de que los niños mexicanos de los cuarenta, salvo algunas excepciones políticas o empresariales, vivimos nuestros primeros años con estrecheces económicas y anduvimos por las calles de un país que acababa de terminar una serie de guerras civiles y religiosas y que se encontraba en estado de guerra con las potencias del Eje Roma-Berlín-Tokio, “rotitos, pero limpios” y llevados de la mano por parientes que estrenaban pobreza y estaban llenos de añoranzas y de resentimientos. Nos “defendíamos” con dos pantalones de dril (la mezclilla o era muy cara o era exclusiva de la clase trabajadora), unos tres o cuatro pares de calcetines (remendados hasta el preciosismo por la costura de la necesidad), un traje de casimir azul que oficiaba de uniforme del colegio, dos o tres camisas, un suéter, un par de zapatos y algunos pañuelos (las tías siempre regalaban cajitas con pañuelos de hilo). Una corbata negra era el símbolo de nuestra pertenencia a una clase media depauperada, pero decente y defensora de los valores de una tradición interrumpida por la victoria masónica y socialista. Mi familia materna originaria de Lagos de Moreno era, por el lado del abuelo, porfirista, mientras que los hermanos y primos de la abuela habían sido maderistas y carrancistas, temían a Villa y a Zapata y desconfíaban de los “sonorenses”, tan arbitrarios y sinvergüenzas. La mano perdida por Obregón en las batallas de Celaya fue recuperada gracias a la estrategia de lanzar al aire un peso de oro. “Pegó un brinco para agarrarlo” decía mi tío Camilo, admirador del Primer Jefe (discutía con mi porfirista abuelo sobre la exactitud del nuevo verbo que enriqueció la gramática nacional: “carrancear”) y defensor de Madero, el apóstol que había sido compañero de su hermano Luis en el Colegio de los jesuitas de Saltillo.

Las guerras cristeras asolaron la región alteña y enconaron las divisiones sociales. La primera recibió una importante adhesión popular, mientras que la segunda fue, así lo aseguraban los tíos, “la pura robadera”. Las novelas de Guadalupe de Anda, Los cristeros y Los bragados, documentan con objetividad y buenas formas narrativas estos fenómenos sociopolíticos, su trasfondo religioso y sus muy claras motivaciones económicas.

Años más tarde, los parientes hablaban del reparto agrario que les había hecho polvo su estilo de vida y sus privilegios; del general Cárdenas y del general Mújica (Ávila Camacho los tranquilizó un poco), del sinarquismo y del pan que, de distintas maneras, fueron las principales reacciones en contra del Estado de Bienestar propuesto por el cardenismo y a favor del libre comercio y del predominio de la clase empresarial. Esta actitud la ejemplifica de manera irrefutable don Antonio L. Rodríguez, primer candidato del pan al gobierno de Nuevo León y líder de una nueva clase empresarial enemiga de cualquier forma de planeación social.

Así, “rotitos pero limpios”, los muchachos de los cuarenta fuimos los pioneros de las nuevas formas de ascenso social: el estudio, un título, la política de un sistema que había olvidado a Cárdenas y entronizado a la corrupción de estirpe sonorense, pero de nuevo ritmo veracruzano y alemanista o la lucha desde la derecha o la izquierda que tenía pocas probabilidades de éxito en el mundo dominado por un partido astuto, monopolista del poder y, en algunos aspectos, todavía defensor de los remanentes del welfare State creado en el mejor momento de nuestra historia reciente, el protagonizado por el general Cárdenas.
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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