La Jornada Semanal,   domingo 20 de abril del 2003        núm. 424
La belleza es lo esencial

Adolfo Castañón

Adolfo Castañón nos entrega este conjunto de aforismos sobre los grandes temas de la pasión, el sueño, el amor, la violencia, las preguntas sobre el destino humano y, fundamentalmente, sobre la belleza y sus emblemas. Sosegado y elocuente, Castañón, al igual que su maestro De Quincey, va más allá del ingenio ocasional para entrar en los abismos ontológicos y salir de ellos con un puñado de reflexiones, dudas, momentos de desasosiego y placideces cotidianas. De esta manera, nos dice que “nada mexicano me es ajeno” (sentencia peligrosa) y asegura que “cada palabra es un exorcismo”.

Algunos hombres tienen un pequeño y enclenque pero nos sorprenden con el volumen de su no que los mantiene sentados o arrimados a la orilla del camino en espera de un ajeno que los arrastre; a veces esperan años hasta que aparece por fin y entonces se dejan enganchar por ese poderoso y magnético que los atrae como un imán. Algunas veces llegan a descubrir que el que los arrastró era en realidad el no disfrazado de alguien cuyo era mucho menor que el de ellos mismos.

El insomne ve con vengativa envidia al que duerme a pierna suelta. Le cuesta trabajo no despertarlo. Presiente que en ese cuerpo que ronca palpita una fuerza muy superior a cualquiera que él en su alucinada duermevela pudiera imaginar.

"Torear" las pasiones, las emociones: todo parecería indicar que lo que se entiende por sabiduría o sentido común no es otra cosa que un laissez faire animado por la astucia.

El que no deja pasar una pasión, el que no la torea, la alimenta: probablemente sucumbirá a ella tarde o temprano.

El ritmo de las generaciones: los pequeños se hacen grandes; los grandes se empequeñecen, no sólo se reducen sus huesos, vuelven también a la infancia antes de desnacer.

Un común denominador de la humanidad de nuestro tiempo: de la apología de la tortura como razón de Estado, defensa contra el terrorismo a la clonación de seres humanos, al desempleo, la prostitución infantil, la avidez drogadicta, el escapismo electrónico y las diversas formas de autodestrucción de la especie: asoma el terror ante lo propiamente humano, la necesidad de declinar la responsabilidad de la propia plenitud. La especie humana se ha visto a los ojos ante el espejo pero prefiere mirarse el sexo, los dientes, todo menos esos ojos –los tuyos– que sólo aparecen en la "claridad desierta" de la lectura o la contemplación.

Cualquiera que haya entrado a un museo de arte antiguo más o menos libre, más o menos desprevenido sabe que eso –la vida, la conciencia de la especie– está ahí, sigue y seguirá ahí.

Basta hacer un gesto por tercera vez para inscribirlo en las páginas de la eternidad.

¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Son preguntas distintas sólo en apariencia. ¿Dónde estamos? ¿Qué está en nosotros? Otras hojas del mismo árbol, otras olas del mismo mar.

A. sólo se sentía en paz cuando leía o escribía. A veces la música le hacía el mismo efecto: una suerte de ventilación interior.

El que no guarda silencio, el que no sabe abrir aunque sólo sea un poco las puertas del mundo interior cada día: ese despide espiritual, intelectualmente hablando, mal aliento interior.

De la misma manera que al que se alcoholiza no le basta lavarse los dientes para no tener aliento alcohólico, no bastan las lecturas para disipar el olor inconfundible que produce la falta de silencio.

No sabemos cuántos actos de nuestra vida, cuántas palabras dichas o calladas dependen de nuestros sueños.

Es muy difícil detenerse y, una vez en suspenso, es igualmente difícil ponerse en movimiento al compás del mundo.

A A. le decían que era poeta; él sólo quería darle respiración de boca a boca al náufrago que llevaba dentro de sí mismo.

De Quincey habla del contraste desgarrador que existe para quien, envuelto en la luz del verano, sufre una pena: su dolor parece en el ambiente ligero y risueño del verano más irreconciliable con el mundo. Pero ¿qué decir de las virtudes del alma limpia y entera que abre los ojos en una mañana lluviosa?, ¿qué del júbilo callado del que saluda al invierno inmóvil desde su ventana?

Un lector, un intérprete del texto no siempre tiene la posibilidad o la disponibilidad de jugar con las diversas interpretaciones que le suscita: el crítico debería aprender del músico, y en especial del intérprete, a jugar mejor con el sentido, a jugarse con él. Habría que empezar por el arte de la cita y de la recitación para seguir a las palabras en su juego y en su intensidad, en su fuerza: Claro: cualquier lector verdadero o que practica la lectura como un arte sabe que el placer del texto proviene de la relectura, del re-encuentro. Así, muchas veces para apreciar mejor a quienes han sido nuestras más gratas compañías nos debemos alejar un poco de ellas. Por amor debemos aprender a descansar incluso de nuestra propia familia. Aun en la intimidad, en la distancia suele estar la salud.

La belleza está en lo esencial. La belleza es lo esencial.

Pagamos impuestos de muchas formas y no sólo al Estado. Cada comida familiar, cada saludo y visita dictado por razones sociales y no por el amor es una forma de impuesto. El sueño, el hambre, los instintos son otras tantas obligaciones ineludibles e impuestas al igual que el trabajo y los quehaceres domésticos, las horas de transporte. Todo está en que sepamos cumplir estas obligaciones gustosa y airosamente, en que sepamos ventilarlas de tal manera que pierdan peso y gravedad y formen parte no de lo que damos sino de lo que recibimos. Uno de los secretos del arte de vivir está ahí.

Somos, estamos prisioneros de las palabras y las frases. No tenemos psicología sino fraseología, no alma sino un juego o sintaxis de voces que enredamos y nos rompen y, una vez rotas, volvemos a armar. Los poetas son aquellos que nos hacen sentir la experiencia de la carne o alma viva entre las palabras, del mismo modo que el músico, con los sonidos, interroga y modula el silencio.

Casi nadie se atreve a hablar en contra del progreso. Damos por sentado que la humanidad entera evoluciona pero llevamos en nosotros como una llaga que es preciso ocultar, el secreto a veces de nuestra falta de evolución, de nuestra incapacidad o falta de deseo para cambiar.

Es curioso en cualquier caso cómo el mundo cambia y a la vez no cambia, varía y se queda quieto. Digo "curioso" pero en realidad esa mezcla de inconstancia y flujo no nos causa la mínima curiosidad. Aplaudimos en público el cambio y el progreso pero secretamente damos gracias por la continuidad, al menos cuando las condiciones materiales son propicias. La ideología del cambio es una fraseología que emana del hambre y del malestar. El que "está bien" lo piensa dos veces antes de iniciar la plegaria por el cambio que de todos modos sobrevendrá.

Demasiado ruido en torno a la creación de seres ¿humanos? multiplicados o multiplicables por las técnicas biológicas de la clonación. ¿No es ya ahora parte de la raza humana al menos en lo espiritual un clon, un simulacro imitativo de sí misma?

Desde que tengo memoria oí cada cinco minutos la frase de que hay que cambiar "las ideas antiguas", "las viejas ideas". Es una de las frases más viejas que he escuchado e invariablemente me he preguntado si en verdad sabemos cuáles son esas "viejas ideas": ¿las conocemos? ¿No son precisamente esas ideas las que la gente tiene en la mente cuando protesta diciendo que no hay valores?

El tema de nuestro tiempo, dice por ahí Ortega, es el de la combinación de lo efímero combustible y lo perdurable trascendente. Nuestra civilización tiene una gruesa cáscara consumible y consumista y un hueso, por oculto, muy duro de roer; la aparatosa inutilidad de lo útil, la falta de interés ético o estético de lo rentable material. A nosotros, los hombres de nuestro tiempo, nos toca invertir de algún modo esa proporción. Y digo hombres –o diría mujeres– pues hace falta no poco valor humano, no poca constancia en nuestro ser más propio en cuanto humanos para encarnar esa combinación. Quiero decir que no es fácil hacerse útil para lo trascendente en nuestra edad al tiempo que hacemos consumible y sacrificable nuestro inmediato interés material humano.

A veces tengo la impresión de que es preciso bajar ¿subir? peldaños innumerables para poder respirar en calma.

Un ideal: respirar en la vida contemplativa con la misma intensidad profunda con que respiramos en el sueño.

Una visita demasiado prolongada a nuestros amigos nos puede llenar de exasperación: ¿cómo es posible amontonar tal cantidad de lugares comunes? ¿Cómo es posible ser tan idiota? Esa idiotez nos exaspera tanto más cuanto que la compartimos y estamos hechos de ella. De ahí que a los amigos que conocemos o creemos conocer demasiado, resulta aconsejable visitarlos, al igual que a las familias, sólo una o dos veces al año... sólo el tiempo suficiente para confirmar que siguen siendo los mismos y que en definitiva nos resulta casi imposible comunicarnos con ellos cualquier cosa que no sean chismes de familia, historias privadas y repetidas de otros amigos.

Todo lo que el ser humano cree tener le ha costado a él o a los otros demasiado caro. El resto –lo esencial– le ha sido dado por añadidura y proviene de quién sabe dónde. A esa incógnita la llamamos "gracia", "don", "destino", "Dios".

Al igual que en las familias, en la cultura nacional es difícil andar diciendo la verdad, gritar que la hermana está sorda y el tío loco. La crítica literaria sólo existe por una voluntad sacrificial, por un ánimo valiente y generoso que se pregunta. Pero aun ahí la crítica literaria debería preguntarse si no sería mejor ocuparse de otra cosa, de literatura, por ejemplo. La crítica de la cultura nacional, sin embargo, exige al ciudadano que no diga que el tío se puso un calcetín propio y otro ajeno.

Esos libros pegajosos que no se pueden dejar de leer aunque en el fondo no nos interesen demasiado. Como esas tonadillas que escuchamos en la calle casi sin darnos cuenta y luego nos sorprendemos silbando sin saber por qué, sin ton ni son.

"...cuando [Goethe] habla de sus obras completas, puede llamarlas: ‘la edición de las huellas de mi vida’": J. Ortega y Gasset leyendo el Adolfo.

¿Hasta qué punto puede ser accidental la fundación de un museo del accidente?

Sin pensar, podemos repetir sin saber bien a bien qué sostenemos: nada humano me es ajeno. Pero nuestros sueños, nuestros olvidos involuntarios nos sorprenden susurrándonos cuán ajenos somos a nosotros mismos, para no hablar de la sorpresa que nos producen el espejo o las palabras de los demás sobre nuestra persona. Así, la invitación evangélica a "amar al prójimo como a ti mismo" resulta abismal o problemática no por lo que pueda significar el amor o por el hecho de que se pueda conceder existencia a ese fantasma –el prójimo, el otro– sino por el primer término de la ecuación –yo mismo: esa esfinge que ignoro y cuyo jinete creo en público ser.

Una sentencia peligrosa: nada mexicano me es ajeno.

Cada palabra es un exorcismo: hablamos, escribimos para aplacar a los demonios. Es cierto también que, creyendo aquietarlos, los alimentamos.

No es demasiado exagerado decir que en el ruido de un motor y en el olor que deja el escape de un camión o de un automóvil estamos escuchando y respirando el aliento de un dinosaurio.

Gracias a los teléfonos celulares, nos preocupan menos los espejos. Gracias a la tv podemos prescindir de las ventanas.

En una sociedad como la nuestra donde la cirugía plástica, la aspiración clínica de la grasa acumulada en el cuerpo (liposucción), la implantación de anillos plásticos en el estómago, son cosa habitual, hay que admitir que la templanza es una virtud por decir así arqueológica y que en nuestras ciudades lo que se llama moderación sólo es una variedad del desenfreno.

Lo nuevo no es el canibalismo asociado a la perversión sexual (caso del criminal alemán) sino la publicidad, la autocomplacencia pública que disfrazada de escándalo casi raya en el aplauso. Lo estremecedor no es que un gladiador se enfrente a una o a varias ferias sino que ese hecho se haya transformado gracias a la tv en un espectáculo en los diversos sentidos de la palabra, familiar.

La adulación abre todas las puertas, dice en alguna hora Las mil y una noches. Por tanto, si alguien te adula inopinadamente desconfía de él o de ella como del ladrón que entra a tu casa y pretende abrir todos los cajones y las puertas que a su paso encuentra. Por fortuna, tus tesoros están más allá de las puertas y arcones que cualquier recién llegado puede imaginar.

El misterio de que somos portadores estriba en la proporción de memoria y olvido individuales, familiares y colectivos con que nos arropamos: esa proporción se cristaliza en mitos. El mito recuerda y olvida, oculta y manifiesta los tiempos anteriores. México es un mito, y cada uno de sus ciudadanos se define por la dosis de mito e historia que en él conviven conscientemente.

Como no hay en general mucha auto conciencia somos una sociedad necesariamente mítica, entre ilusionada e ilusoria.

La lentitud parece un atributo de las personas mayores mientras que la prisa parece caer mejor a los jóvenes; nuestro mundo apresurado parecería ser un mundo nuevo, joven en la medida en que ha hecho de la velocidad una virtud imperativa asociada (no siempre con razón) a la excelencia. Pero la velocidad fulminante encubre la vejez o al menos la antigüedad de todo aquello que se apresura. Lentitud y velocidad son en todo caso cualidades que en el orden estético e intelectual han de ser revertidas o invertidas ya que son, en última instancia, irrelevantes.

La crueldad del frío, la obsesión heredada por escapar a la pesadilla del invierno está en la raíz del helado y obsesivo egoísmo que rige la búsqueda y la explotación de combustibles baratos. Lamentablemente esa obsesión nos seguirá moviendo incluso mucho después de que deje de ser justificada.

La mejor manera de echar a perder un banquete es multiplicar los aperitivos, las entradas, los platos principales, los quesos, los postres, las bebidas, vinos y licores y, en fin, la costumbre de poner platos pequeños dentro de los grandes. Sucede lo mismo en otros órdenes: por ejemplo, la multiplicación de información produce impotencia o arrogancia, cuando no frustración. Así, el hombre contemporáneo recuerda al que entre un banquete y otro sólo pasa de hartazgo en hartazgo hasta llegar a la náusea olvidando que hay que comer para vivir y no vivir para comer, conocer y saber para convivir y no lo contrario.

C. no sólo tenía y sostenía opiniones: creía en ellas al punto de que no sentía la diferencia entre sus convicciones y sus pareceres. No opinaba porque pensaba sino porque consideraba un deber que los otros conocieran sus puntos de vista. Sentía que si los demás compartían sus razones (tan poco razonables) estarían en cierto modo salvados y él sería el autor de esa salvación. Confundía el arte de la opinión (que como los frutos tiene su tiempo y estación) con la coreografía de sus propias creencias.