Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 19 de abril de 2003
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Cultura
La música es balsámica

Wynton Marsalis y Carl Vigeland

El escritor Carl Vigeland recibió una encomienda editorial digna de Truman Capote: acompañar a Wynton Marsalis y su septeto a una gira por varios puntos de su país, que culminaría en el Village Vanguard de Nueva York, esa meca por antonomasia de la cultura del jazz. El resultado es el libro titulado El jazz en el agridulce blues de la vida, que da a conocer ediciones Paidós en México y gracias a cuya autorización reproducimos, para nuestros lectores, uno de los fragmentos en cursivas de ese libro, recurso para reconocer la autoría del trompetista Marsalis, coautor del libro junto con Carl Vigeland.

Era por la tarde, se olía el perfume del campo, el sol empezaba a ponerse y, dondequiera que miraras entre el público, veías una mujer hermosa.

Y te mentiría si te dijera que las mujeres hermosas no te hacen tocar mejor. O intentar tocar mejor. Pero no sólo las mujeres. El presentador, por ejemplo, que llevaba semanas preocupado por el tiempo que haría hoy. La dulce abuelita que te regala unas galletas caseras y pide que toques algo de Harry James. Tienes a tu mujer, tu presentación, a tu abuelita. El ambiente, realmente animado. Desfilamos hacia la plataforma. Desfiles y picnics, un escenario, un día de verano, los chicos de la banda. Me encantó, me encantó de veras. Podrían quitarnos todo lo demás y dejarnos sólo el placer de tocar. ¡Dios, somos de Nueva Orléans! Sabemos un montón sobre picnics y desfiles. Y de las cosas dulces, y de blues. Y de hacer el amor y de bla, bla, bla...

El mundo es un lugar difícil. Lo es, lo ha sido y siempre lo será. Pero, sabiéndolo, puedes encontrar mil maneras de conseguir que la gente sea más feliz y se alegre de lo que todos juntos estamos haciendo aquí. Puede que se trate de dar simplemente los buenos días o las gracias, o de mirar a alguien a los ojos. No necesito lo que odias. Dame lo que amas. Y, si esto te resulta un problema, dame al menos lo que quieres.

Me gusta escuchar el sonido de los trenes por la noche, chirriando por las vías y oír cómo cambia el tono de sus pitidos mientras van de no-se-dónde a vete-tú-a-saber. Hace que me sienta niño otra vez. Me gusta la ternura de un beso inocente que empieza como un interrogante y acaba en el crescendo de un signo de exclamación. Me recuerda mi adolescencia. Me gusta igual que la leche tibia con miel que envuelve mi lengua y todo lo que encuentra a su paso mientras baja por la garganta y me reconforta como una manta suave en invierno. Puedo volver a ser un bebé en los brazos de mi madre. Me gustan las románticas siluetas que dibuja la luz de la luna en el techo y las paredes de las habitaciones donde duermo, no importa dónde sea, en San Antonio, en Seattle o en Boston, las sombras que bailan con su ritmo sincopado y que conocen la historia interminable de cada estancia. En ese momento, soy un hombre.

Adoro la carretera. Para mí no supone ningún esfuerzo actuar en público. No lo siento como una obligación. Adoro salir ahí, cada noche, y lanzarme de cabeza al swing con la banda, con la gente que viene a escucharnos. Espíritu de equipo, estilo y dar en el clavo, eso es el swing. Y, cuando lo pruebas, siempre quieres más.

Cuando estás de gira, tocando en ciudades de todo el mundo, cada actuación te recuerda todas las otras veces que te has subido al escenario ante el público. Es igual que cuando te mudas de una casa a otra, recuerdas el aspecto que tenían la casa y el barrio, su olor, que tu cama estuvo a lado de la de Branford durante lo que te pareció una eternidad (diecisiete años) y oyes el eco de una canción en particular que tocabas o escuchabas regularmente, con la que recorres todas las estancias.

En la carretera, ese tipo de cosas pasa cada día.

En la carretera, puede ocurrir algo increíble en cualquier momento, algo que puede reafirmar o alterar tu concepto de ti mismo y de lo que quieres en esta vida.

Tampoco negaré que a veces es un auténtico peñazo la rutina de cada día: avión, autocar, hotel, registro, llamadas, entrevistas, discusiones. Inevitablemente acabas cansándote y clamando al cielo: ''¡Señor, ten piedad de mííí!''

Pero, cuando sales de la ducha e intentas, igual que cada noche, que no se te queme el traje con -¡sorpresa!- otra plancha defectuosa de hotel, empiezas a cambiar. Es una sensación que se parece a los cambios en el tiempo con cada estación del año, pero aquí se trata de un cambio puertas adentro. En cierto modo, te marca, como la primera zurra que recibiste de niño, el primer día de escuela o el primer beso.

Luego, cuando el traje está tan planchado y repasado que parece recién comprado, te das cuenta de que esta noche es la única que vas a tocar para determinado grupo de gente. Así que, en cierto modo, cada concierto tiene algo de rito de iniciación, de ceremonia única. Es justamante eso lo que hace que la intensidad emocional sea la misma en Lewisburg, en el Carnegie Hall de Virginia Oeste, que en el Carnegie Hall de Nueva York.

Pasas en el coche ante el local y ves entrar a la gente, a los que van a la última, a los que no y a quienes lo darían todo por conseguirlo. Ves a parejas elegantes, jóvenes y viejas, los finos, los refinados y los toscos, directores de banda con sus alumnos, gente llamada Gene, Mary, Alphonse o Ralph, incluso Nathan. Y te das cuenta de que tienes la oportunidad de dar una alegría a esa gente, de hacerlos reflexionar, de liberar su pena o de añadir una pincelada hermosa en sus vidas.

Eso me encanta.

[...]

La música es balsámica porque es emoción y los buenos sentimientos tienen poder de curación. Se parece a cuando afinas una nota y esa nota acaba en una melodía. Maldita sea, ¿por qué los demás suenan siempre mejor? La música entra en tu cuerpo. No podría ni contar toda la gente a la que ha curado la música de Louis Armstrong, o de Bach, de Beethoven, de Coltrane. Y no estoy hablando de hacerles sentir mejor, sino de curarlos.

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