el cuento del domingo Zancudo En el trópico evoluciona la audacia como crece con el viento la arena del desierto. Los zancudos no tienen siete vidas, como los hombres y mujeres que andan por la calle: tienen sesenta y siete, como proclamaba un filósofo de ascendencia polaca. Esta es la historia de un zancudo que murió de manera accidentada; nadie quiso verlo muerto en realidad, pero el bicho encontró (mucho antes de lo que debiera) su azaroso fin. Sin embargo, tuvo una muerte tranquila, desprovista de angustias, una muerte casi plácida, "vivificante", en el sentido trascendental de algunas filosofías orientales. En la tarde de un domingo en la finca de mi mujer, a unos kilómetros del grávido río Magdalena, el cuerpo exánime del diminuto visitante yacía con sus patas y alas bien extendidas, sonrosado, casi despaturrado, pero a placer. Quizá una patita cubriéndole los ojos, como cuando uno duerme con algo de luz por el costado o atraviesa un sueño del que no quiere despertar. Como panteón eligió un pedazo de papel cuadriculado, en el que Lily había ensayado unos hexagramas del I Ching, cuyo sentido tomaremos de epitafio. Por suerte, no lo rematé con el trazo de mi lápiz. Antes, quise examinarlo con la punta de mi navaja, en cuyo lomo pareció acaballarse. No obstante, no movía ni una sola pata; tal vez, sí, una leve rotación del ala izquierda (sin que yo notara movimiento del bichito). Él parecía, como queda claro, sumido en un envidiable sueño. En el sopor alucinante de la tarde, con cuarenta grados a la sombra, uno que otro de sus congéneres revoloteaba frente a la pantalla de mi computador, como en una operación aérea de rescate. Algún osado se paró por un instante en mi nariz, pero ninguno parecía verlo o si lo vieron preocuparse por su suerte. Mejor, se clavaban por debajo de la mesa y picaban mis piernas a placer, aun a costa del ventilador a toda marcha. Mientras Manu me interrumpe (entra hablando
por celular con Don Quijote, a quien le pregunta si el lunes fiesta de
La Madre tiene clases en el kinder garden), este sinvergüenza no
Don Quixo, ni yo, sino el zancudo empieza a "desperezarse" y, en lo que
agarro mi suiza, ahora sí, para tazajearlo, éste se eleva
en cuerpo y lleno de mi sangre hasta el cielo raso de la alcoba. Otro
pinche mañoso que me engaña a mí, digo. Pero no a
esa traslúcida salamandra, de una especie que lleva trecientos millones
de años practicando su zarpazo prodigioso.
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