La Jornada Semanal,   domingo 13 de abril del 2003        núm. 423
Augusto Isla
Antibelicismos

Para decir No

Por culpa del más torpe aspirante a emperador del orbe que han conocido los tiempos recientes, la especie humana sigue viviendo sumida en la barbarie, ya sea como protagonista, víctima o espectador. En su breve y contundente ensayo, Augusto Isla combate con ideas el sinsentido que impera en quienes creen que la guerra no les afecta simplemente porque los misiles y las bombas de fragmentación no caen en el patio de su casa sino en Medio Oriente. Roberto Bardini nos habla de la primera víctima de todas las guerras, es decir de la verdad, especialmente maltratada en esta ocasión por los medios masivos del así llamado por ellos mismos “país de la democracia y la libertad”. Acompaña a estos textos un breve informe colombiano, compuesto por un ensayo donde Fernando Estrada se refiere a otra guerra, la de su país, misma que no se ha detenido por años, así como un cuento de Salomón Cuenca y una pequeña muestra de la poesía joven colombiana.

Cuando alguien dice que los bombardeos que cubren de sangre el territorio iraquí son anticivilizatorios, se equivoca. La obediencia de esta civilización a la lógica acumulativa comprende tanto las fuerzas productivas como las destructivas: el capital es desenfadadamente móvil; es como esos juguetes horribles de los niños de ahora: se transforma por arte de magia. Donde se producen máquinas agrícolas, allí también bombas "maravillosas" teledirigidas que alelan a los cretinos de este mundo. Las pulsiones históricas del capitalismo son irremediablemente tanáticas. La posibilidad de una vida justa para los seres humanos se encuentra allende sus límites. De la doctrina del desarrollo sustentable al discurso delirante de Bush, pasando por las ideas edulcorantes de los derechos humanos y el ecopacifismo, se extiende un manto de ingenuidad en el mejor de los casos, de hipocresía en el peor.

Bush es solamente el rostro visible de las fuerzas irracionales, de un espíritu codicioso que encarna en cada "víctima" de esa avalancha irrefrenable que ordena la consecución de una meta más en la lógica de la ganancia, en la prosperidad del marketing. Sin ese soporte perverso, Bush o cualquier otra voz portadora de la inconmensurable locura, no serían sino unos pobres diablos; pero el poderoso consenso que fertilizó el Nuevo Mundo, el de la América de los pioneros, y que hoy favorece con su opinión el atropello contra Irak los convierte en poder bárbaro, en autores eficaces de planes asesinos.

En La democracia en América, Tocqueville profetizó el advenimiento de una era oscura. El igualitarismo democrático instauraría el reino de la medianía, de una masa comodina y chauvinista. ¿No previó la implantación de la tiranía plutocrática? Y si añadimos el fanatismo religioso, ese cristianismo maniqueo de los redimidos del alcohol, la droga y el vacío, los frutos están a la vista. Codicia y odio a la otredad, ya comunista ya islámica, son fermento de muerte, del nuevo espectáculo de fuego y desolación.

Estados Unidos es una nación trágica. País de inmigrantes, congrega lo mejor y lo peor del ser humano. Todo convive irreconciliablemente. Pero lo que predomina con terco entusiasmo es un modelo de vida enfermo de apariencias: bajo la bellísima alfombra de un orden regido por el éxito y la ridícula convicción de su providencialismo, anidan el polvo, los arácnidos y la miseria moral.

La invasión de Irak es sólo un eslabón histórico del programa de los padres fundadores que soñaron un mundo libre de temor y miseria, de una retórica encubridora de su verdad más profunda: hambre de tesoros cuesten lo que cuesten, incluyendo la devastación planetaria. No hace falta ser marxista para caer en la cuenta de que las fuerzas del capital han logrado consumar en Estados Unidos su pulsión de muerte, por así decirlo. Para Carl Amery, Auschwitz "no fue una catástrofe natural sin vínculo alguno con el devenir ordinario de la historia, sino una anticipación aún primitiva de una opción posible del siglo que comienza". Tal parece que los supuestos forjadores de nuevos ideales conseguirán el exterminio.

En el principio era la fuerza; después vino el derecho. Su fragua ha sido lenta como alternativa pacificadora. La aparición de los grandes Estados nacionales y el desarrollo de las tecnologías bélicas hizo temer lo peor. En el corazón del discurso humanista que acompaña al surgimiento de la sociedad moderna, está el tema de la guerra. De Vitoria a Pufendorf, pasando por Grocio, abundan los títulos De Jure belli. Todos atisbaron un porvenir amenazado por los conflictos entre los Estados. No eran pacifistas. Grocio creía que tan imposible era la paz perpetua como la república universal. Pero discurrían sobre la guerra, cuándo era justa y cómo ponerle límites. Del alegato metafísico tendría que pasarse al derecho, a los acuerdos, a las reglas jurídicas, a los organismos internacionales.

Los principios éticos y políticos, así como el derecho, forman parte del patrimonio cultural de la humanidad. Son clave de su supervivencia. Pues, escribía Freud en una carta a Einstein en 1932, las guerras han dejado de ser un campo para los ideales heroicos: son estrategias de aniquilamiento. Y oponerse a ellas, como simples "amigos de la humanidad", es saludar a la justicia, sobre todo en el contexto de una guerra como la presente cuyas causas estarían entre las manifiestamente injustas según el sabio modo de ver de Grocio, pues sólo la mueve la acumulación de posesiones y poder.

Así pues, a despecho de los desvergonzados que afirman que los principios son cosa de principiantes; a pesar de los indiferentes, de los que creen que la masacre les es ajena, a pesar de las mentadas del taxista interceptado en su recorrido, a pesar de todo, hay que salir a la calle y gritar contra esta guerra, epigonal momento de esos otros que son, quiérase o no, la consumación de una dialéctica que le es entrañable a la modernidad.

La marcha y el grito desesperado que desatiende el llamado impertinente de Fox a la calma, significan una crítica, aunque sea desarticulada, vociferante, sin peso en relación con la megamáquina divertida en su propio juego siniestro; una crítica –repito– a esta civilización cuya lógica misma conduce a la barbarie.